EL VIAJE
Una tarde de
viernes nublado. La estación de autobuses hervía
de gentes
que se rozaban perseguidos del tiempo ¿A dónde irán?
Siempre la
duda y la curiosidad viene a mis oídos.
Yo también
estoy allí, también divago perseguido por las horas,
confundido
en esos minutos predecesores de todo lo que realmente llega.
El viaje
comienza, pregunto al conductor la certeza de mi elección.
El viaje
comienza, el motor suena encandilado por su traquetear somnoliento.
Todo se
mueve, en el coche se mezclan las conversaciones, los olores,
los sabores
de los pasajeros; un anciano con su jilguero enjaulado,
adolescentes
felices por su regreso a casa discutiendo de fútbol y chicas,
aquella
mujer solitaria que, huidiza de todos, se aferra a una maleta sucia
y gastada de
años y viajes, quizás, forzados.
El viaje
comienza con el leve sonido de la radio que nadie escucha
pero que
todos oímos. Atrás quedan los pueblos, atrás sus campos, atrás
las vidas
cuyos ojos miran nuestro transito; pasajeros que empeñan
sus
recuerdos en el viaje. Sembrados, barbechos, encinares, tierras
azotadas por
los hombres, ganados impasivos a nuestro paso.
Hace calor
dentro pero los cuerpos, al pasar por ese pasillo estrecho
de ojos
curiosos, dejan una estela de frío en esta tarde de niebla misteriosa.
Es otoño, me
quedo asombrado viendo las grullas sobrevolar las grandes
llanuras,
tan cerca de nosotros; otro pueblo pasado,
las campanas de su iglesia
repiquetean la despedida a lo extraño.
Esta
anocheciendo, por fin el sol enrojece los cultivos, las lagunas bostezan
el sueño del
agua a través de los riachuelos;
un castillo a lo lejos, en un monte manchado
de alcornoques,
suspira una raigambre y un orgullo contenidos.
Y entonces
llegamos, una ciudad nueva y un verso en el aire
al pasar por
su cementerio, en la majestuosa puerta brilla el honor
de los que
ahora son aire; con intensa gracia las tórtolas turcas colorean
los cipreses
y se balancean en su silencio sepulcral.
A lo lejos, el campo, mi campo
extremeño;
y una ciudad eterna, cubiertas a estas horas de un resplandor
de piedras pardas, la
luz palaciega de sus torres. Y entonces me acuerdo
de Pío Baroja y de una inscripción en una
puerta señorial vizcaína:
“Después de la muerte pervive la fama”.
Jesús
Bermejo Bermejo. Cáceres
2005.