martes, 28 de febrero de 2012

GRANADILLA


Para mi amiga Raquel, 
que vivió allí y sintió sus latidos.

Al final de un vía crucis de piedra en el pueblo de Zarza de Granadilla, casi sin señalizar, empieza una pista forestal mal asfaltada y llena de baches, con fuertes subidas y bajadas que hacen que la marcha en el coche se efectúe con velocidad corta. Grandes pinares ensombrecen el paisaje, ya de por sí, oscurecido por la amenaza constante y grisácea de un cielo entristecido, cuya prueba más evidente se refleja en el deambular de pequeñas gotas furtivas, atraídas por la humedad.
Según avanzamos, las copas de los pinos ocultan el horizonte y no hay nadie alrededor; instintivamente, quitamos el volumen de la radio cuando, por fin, vemos una silueta humana a lo lejos; es un anciano que camina cabizbajo con un buen paraguas portugués a la espalda; levanta la cabeza cuando nos cruzamos con él, ladeándola ligeramente a la izquierda, como señalándonos a donde tenemos que mirar; justo el momento en que, pasando la curva, nos encontramos con el nuevo cementerio de este pueblo tan melancólico: un pequeño recinto de paredes blancas que contrasta con el verdor espeso que lo rodea; dentro, unas cruces muy antiguas, algunas de madera, duermen el sueño eterno, compartidas con unas cuantas lápidas, un par tal vez, extrañamente nuevas, dotadas de flores frescas. Cuando volvemos al coche, al mirar la carretera, no hay ni rastro del anciano, ni siquiera se ve su figura desdibujada a lo lejos.

No menos de un kilómetro, por fin, encontramos el pueblo, Granadilla, y, acto seguido, como una cicatriz, el abrazo angustiado de las aguas del embalse de Gabriel y Galán. Solo bajarte del coche te das cuenta que el lugar es mágico y enigmático, una causa por la que luchar, una nostalgia por la que sentirse orgulloso.
La fantástica Torre del Castillo laurea la puerta principal de la muralla almohade que cobija al pueblo; al lado, los eucaliptos se ahogan unos a otros por las continuas subidas del pantano. Un gran olmo centenario invita a disfrutar de la entrada, mientras, nos recorre el pensamiento de sus vivencias; el éxodo de su gente; la invasión del agua en sus dominios.
Solo la calle principal está empedrada y sus casas han sido restauradas para albergar a los trabajadores y estudiantes que participan todos los años en el Programa de Recuperación de Pueblos Abandonados.

Pero, antes de todo esto, subimos a la muralla por la escarpada escalera granítica de escalones gastados; y vamos rodeando, poco a poco el pueblo, deteniendo nuestras miradas en el fluir de los muros quebrados y, ahora, insulsos de sus casas, mientras, al otro lado, el vaivén de la llanura acuífera serena nuestro oídos. La curiosidad sobre la incertidumbre del destino de sus habitantes zumban en nuestras cabezas al andar pausado, en el recorrido por la muralla; mientras, poco a poco, casi sin darnos cuenta, sale a relucir su historia, casi, desde sus comienzos, cuando fue fundada por los árabes en el siglo IX, pues estaba en una colina desde la que se podía observar el paso de la antigua Ruta de la Plata y el horizonte fructífero de las vegas del río Alagón. De ellos es la muralla y la alcazaba de la entrada, que después los cristianos convirtieron en castillo, levantando una torre cuadrada y adosando en cada cara, siglos más tarde, cuerpos semicilíndricos. En 1160 fue conquistada a los árabes por Fernando II de León, quien le otorgó el Título de Villa.
Tiempos de aceros y reconquista, de cruzadas, de implantación de religiones en la que Granadilla ejercía un punto de gran importancia, ya que dominaba toda la parte meridional de las Transierras Leonesa y Castellana.

Habíamos llegado al otro extremo del pueblo por la muralla, auscultando, casi a vista de pájaro, la irregular forma de sus calles y la presencia destronada de su iglesia, hasta llegar a la puerta de acceso trasera, donde, sin pretenderlo, tropezamos con la leyenda de Margarita de Narbona y el pérfido Alvar Núñez de Castro.
Estaba esta dama, mujer de singular belleza, casada con el infante Don Pedro, hijo del Rey Alfonso X el sabio, quien, a modo de regalo le donó Granadilla para su defensa y custodia.
Pero quiso el destino que Doña Margarita de Narbona se quedase viuda al poco de permanecer en la villa, y que despertase, por si inigualable belleza en leguas a la redonda, el interés de muchos caballeros por cortejarla. De todos estos, el más profundamente enamorado de su persona era Don Alvar Núñez de Castro.
Eran tiempos donde las coronas se disputaban los territorios que, según cada cual, reconquistaban a los árabes; es decir, que a la vez que se reconquistaban tierras al Islam, estas sufrían durante un tiempo rencillas entre los reinos leones, castellano y portugués por ver quien era su legítimo dueño.
Así, en nuestro caso, Doña Margarita de Narbona, mientras la acechaba el cortejo silencioso de Don Alvar, tenía que proteger el castillo y el pueblo de las hostilidades y asedios de su cuñado, Sancho IV de Castilla, quien reclamaba para su corona estos dominios.
Cuenta la leyenda que una noche, durante un asedio, Don Alvar abandonó su puesto de guardia para ir en busca de Doña Margarita, declararle su amor y llevársela por un pasadizo secreto que los conduciría al río Alagón, donde podrían huir a Portugal y ponerse a salvo. Cuando llegó ante ella y le confesó que estaba locamente enamorado, se llevó una frustración terrible cuando la dama le recriminó que había abandonado su puesto en la defensa de la villa y que no sentía ningún afecto por él, salvo el respeto de caballero. No pudiendo creer estas palabras, instintivamente, Don Alvar la tomó por la fuerza, provocando que se desmayara y, cargándola a hombros, se disponía a llevar a cabo su plan.
A la salida del castillo, en medio del jaleo del asedio, se encontraron con Fernán Rodríguez, el alcalde, quien comprendiendo el secuestro que estaba llevando a cabo el caballero, se dispuso a sacar su espada para enfrentarse a él. Pero Don Alvar, docto en el arte de la lucha, no tuvo especial problema para, dejando un momento a la señora, acabar con el entrometido. Una vez hecho esto, volvió a coger en brazos a Doña Margarita, pero esta, al volver en sí, le apuñaló con su propia daga y pudo escapar de él, refugiándose de nuevo en la torre del castillo.
Malherido, el caballero vagó desesperado, envuelto en llantos, por el pasadizo secreto y, pudiéndose subir a su caballo, consiguió huir, para morir días después, a causa de sus heridas, la de la daga y la del amor no correspondido, en una ermita cercana donde lo acogieron.
Dicen que cada noche, vuelve Don Alvar Núñez de Castro, vagando por las calles de Granadilla, con su caballo, pidiendo perdón al cielo por su cometido, y solo las mujeres pueden verlo.

Pasear por el pueblo es navegar entre pizarras y balcones deshojados, que describen, en esta mañana, el aura gris de las almas que yacen en el recuerdo. Subimos a la plaza, de tierra, secundada por casas señoriales con arcos de medio punto y cantería admirable; el recinto invita a respirar, sentarse, quizás escribir unas notas que se desmoronan como las vigas de los tejados; y se desplazan como las voces en el eco del silencio. Todo es antigua piedra manufacturada entre calles solitarias sin amparo, donde gimen los letreros de sus nombres: de La Fragua, Santo Tomás, de La Ascensión, de Fernando II…, las zarzas intentan reconquistar los rincones menos transitados, abarcando las paredes que se levantan como  gritos de protesta; volviendo a los principios del tiempo, en la silenciosa similitud con la soledad.

Darse un paseo por Granadilla es un análisis exhaustivo con la conciencia, pues surgen preguntas y dubitativos miedos en lo que acontece al presente de este lugar, de puertas y balcones sin ojos curiosos que se abren al cielo, amenazando con desplomarse en medio de lo que fueron calles transitadas de vecinos; las rejas de sus ventanas yacen insulsas y expoliadas de la más remota existencia; y las tejas, de sangre arcillosa, viajan, sin sujeción, al capricho de viento; mientras los hierbajos limpian las veredas y las ortigas lamen el suelo, para que nada quede de nuestra presencia.
Aun así, pese a todo, algunos árboles centenarios resisten todavía, como únicos testigos, mientras en los desvanes, enfermos de goteras, revolotean y se escucha el zureo de las palomas en una esperanzadora señal de vida.

Caminar por Granadilla, en silencio, observar los arcos y la silueta de sus puertas sollozar por su condena al abandono. La Iglesia, gótica, cerrada, cuyas vidrieras hace tiempo que fueron sustituidas por paneles de madera y hierro, intenta, inútilmente, conservar el propio tiempo dentro de su bóveda, hermético. Y en el otro extremo, el Castillo  y su fantástica torre, desde donde se observa el pueblo entero y, alrededor, toda una estepa de agua; un paisaje desolador y vacío que, hace años, exhibía los pastos y las ricas tierras de las vegas del río Alagón.

Al llegar a su cementerio viejo, ahora ya un recinto de paredes desvencijadas con agujeros en el suelo, como un canto de calaveras, nos acordamos de sus últimos vecinos y de su forzada peregrinación.
En 1955, el Consejo de Ministros de entonces aprobó la expropiación de los terrenos para la construcción del Pantano de Gabriel y Galán, quedando toda la zona inundable. En 1960, Granadilla se quedó sin párroco y sin médico; según subía el nivel del agua emergía el éxodo de sus vecinos, un viaje que todo el dinero indemnizable del mundo no podía comprar. Los últimos en resistir recuerdan como tenían que pagar una especie de alquiler, a la Confederación Hidrográfica del Tajo, para seguir allí ¡pagar por cultivar en sus tierras, y vivir en sus casas! La emigración fue muy dura, dejar atrás siglos de convivencia, enterrar la infancia, la juventud, la vida en general… y volver a empezar en otro lugar, en Alagón del Río, que fue el pueblo nuevo que les habilitaron, o irse lejos, dejando atrás las encinas, a las grandes capitales, empezar de nuevo, a fuerza de dejar anclado el corazón, como un barco varado, en las aguas del embalse.

En 1980, después de 20 años de abandono, la villa fue declarada Conjunto histórico-artístico; se rehabilitó la muralla y el castillo, se reconstruyeron algunas casas y se limpió la zona; impulsado todo por el arquitecto Antonio Espejel.
En 1984, quedó incluida en el Programa Interministerial de Pueblos Abandonados, rehabilitada, se usa, principalmente, aparte del turismo, para albergar a estudiantes que participan de las actividades de este singular programa.

Hoy día, a pesar de sus azarosos acontecimientos, Granadilla sigue sumida en el silencio y en la propia magia que la envuelve. Sus descendientes se reúnen dos veces al año en el pueblo: el 15 de agosto, el día de la Virgen, y el 1 de noviembre, de todos los Santos. Pasean por sus calles y recuerdan; sus ojos y su mente transforman el paisaje como una máquina del tiempo, devolviendo la dignidad y el apogeo que tenía antes. Desde hace pocos años han empezado a enterrar a sus muertos en el nuevo cementerio; luego charlan y revisten sus vivencias de antiguos, y buenos, recuerdos mientras las almas de sus antiguas casas reconocen sus siluetas.

Cuando volvemos al coche, la tarde está dando los últimos latigazos y empieza a correr una brisa fría, que se cuela entre los eucaliptos y silba desde lo alto de la muralla. Algunos muchachos hablan en alto y ríen, sentados en los poyos de la entrada. En la base de la torre del castillo todavía se puede apreciar, a pesar de los siglos, antiguas marcas de canteros árabes. Alzo la vista, en un intento casi infantil de buscar la presencia de Doña Margarita de Narbona; y miró a la izquierda, imaginándome el paisaje antes de la afluencia del agua. Los muchachos siguen ahí; me pregunto si se encontraran por la noche al espíritu de Alvar Núñez de Castro, cuando deambulen por sus calles en uno de los juegos nocturnos.
Con el fuerte deseo de un futuro digno y provechoso, dejamos el pueblo atrás, silencioso, oscuro, desnudo como las aguas que lo rodean. Cuando llegamos, de nuevo, a Zarza de Granadilla, en la entrada, nos encontramos de nuevo con el anciano de la mañana, que caminaba con un buen paraguas portugués a la espalda; le saludo y me contesta en un acto reflejo; respiro profundamente aliviado << No era un fantasma>> dejo decir en alto.


Jesús Bermejo Bermejo.                          Granadilla 2011.

martes, 14 de febrero de 2012

EL POETA QUE CALZABA ALPARGATAS


MIGUEL HERNANDEZ


El otoño de 1939 fue una estación de árboles sin sombra y campos desnudos sin amparo ni fruto. El hombre camina famélico y exhausto entre barbechos perennes de tierra dura y extrema; nadie diría que es poeta, nadie pensaría que aquella silueta perdida en la llanura andaluza, de piel morena y frente despejada, de ropas humildes, maleta gastada y alpargatas de esparto, ha escrito los mejores versos de su época, de una emoción radiante y realidad iluminada.
No pudo atravesar la frontera, en Portugal, la policía Salazarista le entregó a las autoridades de esa nueva España que se estaba forjando, bajo un aliñado de injustos ideales.

No parecía un poeta, pero él siempre luchó por serlo. Un amigo mío me ha dicho que la poesía es un arma muy peligrosa para el que la escribe; el autentico poeta se delata por una cierta inclinación lunática de la pasión. Todo esto, parece ser, constituye una fuerza tan grande que hace del creador de versos un enemigo de sí mismo y, al mismo tiempo, un enamorado de la palabra y de su destino.

Esta es la historia de Miguel Hernández, el hombre, el poeta que siempre quiso serlo pero que la vida misma se lo intentaba impedir a toda costa.
Para empezar, nunca siguió el esquema trazado del poeta; obligado a no estudiar, pastoreó durante años las cabras de su padre bajo la sombra de Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega, Góngora, … en el calor de las huertas de Orihuela, desatándose el verso autodidacta, pasional, sumergido en la palabra, en la tierra, en el deseo:  He poblado tu vientre de amor y sementera / he prolongado el eco de sangre a que respondo /y espero sobre el surco como el arado espera / he llegado hasta el fondo.

Su primer viaje a Madrid no fue sino una prueba más de los obstáculos que se encontraría en su trayectoria de poeta; puertas cerradas, versos enlazados entre parques y calles que nadie leía; el hombre desentonaba, no era un señorito de la residencia de estudiantes que evocaban el surrealismo; él hacía frente a la emoción contenida, al ansia de alcanzar el fruto maduro del verso: Como el toro he nacido para el luto / y el dolor, como el toro estoy marcado /por un hierro infernal en el costado / y por varón en la ingle con un fruto.

Su segundo viaje a la capital será distinto, se empieza a sentir poeta pero se da cuenta de sus diferencias. Es su etapa más prometedora, 1931, la República, la explosión de la cultura. Él no encaja como hombre entre las tertulias y los cafés, con sus amigos Neruda y Aleixandre, pero su talento poético va alcanzando sus cotas más altas. Se da cuenta de ello y escribe: Me llamo barro aunque Miguel me llame / Barro es mi profesión y mi destino / que mancha con su lengua cuanto lame.

En medio de todo este surrealismo, despertar ideológico, en 1935, muere su gran amigo Ramón Sijé, a quien inmortaliza en su extraordinaria Elegía, crisol de elogios hasta del introvertido, futuro ganador del Premio Nobel, Juan Ramón Jiménez: daré tu corazón por alimento /Tanto dolor se agrupa en mi costado / que por doler me duele hasta el aliento.

1936, estalla la Guerra Civil, fiel a su entusiasmo, se alista en el bando republicano, atrás quedan sus libro y sus poemas, su trayectoria recorrida para dar lugar a otra de exaltación patriota y libre: Alza, toro de España: levántate, despierta / Despiértate del todo, toro de negra espuma /que respiras la luz y rezumas la sombra /y concentras los mares bajo tu piel cerrada.
Miguel, una vez más, no es como los otros poetas, nadie diría que compone versos, viste mono y alpargatas, empuña el fusil y cava trincheras, está sucio, curtido, pero aun así, de su mano morena saldrán poemas como La canción del esposo soldado o Aceituneros, que recitará subido en el capó de un coche, en el frente de Extremadura, con las encinas y los fusiles en alto.
Los milicianos le llaman “el poeta del pueblo”, esta cita envolvió al hombre para siempre, le convirtió en un canto al aire, una alegoría a la libertad, un molde que rompe estereotipos.



Durante los años de la contienda, se casa con Josefina Manresa y es padre, aunque por poco tiempo, ya que su primer hijo se muere al poco de nacer; a él está dedicado el poema Hijo de la Luz y de la Sombra: El hijo está en la sombra / de la sombra ha surtido / y a su origen infunden los astros una siembra / un zumo lácteo, un flujo de cálido latido / que ha de obligar sus huesos al sueño y a la hembra.
En 1939 nace su segundo hijo, en esta etapa de su vida conoce la derrota, la prisión, la huida de su pueblo, la ascensión de todo aquello que detesta; una frustración perpetua se apodera de él. Sufre cárcel y se le condena a muerte, pero se la conmutan por la de treinta años por la intercesión de los pocos amigos que le quedan. Es el tiempo de la sombra, de la desdicha de los perdedores; en la cárcel, conoce a Buero Vallejo, autor de su famoso retrato que tantas veces coronará las habitaciones de los jóvenes de izquierdas modernos; y recibe una carta de su esposa que le cuenta que su hijo y ella solo tienen para comer pan y cebolla; en medio de todo este sentimiento, verá la luz su genial poema Nanas de la cebolla: La cebolla es escarcha / cerrada y pobre /escarcha de tus días /y de mis noches /Hambre y cebolla /hielo negro y escarcha /grande y redonda.

En 1941 enfermó de bronquitis y tifus, que se complicó con tuberculosis; antes le habían ofrecido la libertad a cambio de abrazar el nuevo régimen y renunciar públicamente a sus ideales de izquierdas, no quiso su alma encinta de aquel entusiasmo, aquel poeta de alpargatas, fiel a lo que siempre quiso ser, murió en 1942 a la edad de 31 años. Se dice que no pudieron cerrarle los ojos y que el forense lo atribuyó a una “viveza mental y emotividad exagerada”, hecho sobre el que Vicente Aleixandre compuso un genial poema.

Aquí quedó el hombre y nació el poeta, en los años 70, sus versos renacieron en las mentes de generaciones de entusiastas que, como él, abrazaban el verso desnudo de un alma libre, aquellos escritores siguieron su viveza mental y emotividad acertada, se adornaron sus poemas con música y se le evocaba en todos los acontecimientos literarios.
Después de unos años dormidos, creo que ha llegado la hora de releer a Miguel Hernández, en este tiempo de hipocresía política, es el momento de empaparnos de sus palabras y adentrarnos en las profundidades de su amor a lo que él creía, deleitarnos de su pasión en el transcurso de sus poesías, y acercar todo esta emoción a las generaciones que vienen para que su legado no muera ni caiga en el olvido.
Si me muero, que me muera / con la cabeza muy alta /Muerto y veinte veces muerto / la boca contra la grama /tendré apretados los dientes / y decidida la barba /Cantando espero a la muerte / que hay ruiseñores que cantan /encima de los fusiles / y en medio de las batallas.


Jesús Bermejo Bermejo.                  La Cumbre 2010.


Relato publicado en la revista Croni.C.R.A de las Villuercas en el 2010.

martes, 7 de febrero de 2012

FOTOGRAFÍAS ANTIGUAS (1)


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