sábado, 27 de abril de 2013

VESPACIO: LA CUMBRE – SANTIAGO DE COMPOSTELA.


3º DÍA: SALAMANCA- ZAMORA


Decididos a tomarnos un descanso, entre espigas tostándose al sol, recorrimos los 60 kilómetros que separan Salamanca de Zamora, con el fin de pasar el resto del día en la capital de provincia y dar descanso a la moto, que, a pesar de lo lejano que resulta el asfalto de las letras de este diario, la pobre había pasado bastante por el Puerto de Tornavacas y la campiña castellana y se merecía un reposo, a ser posible en un buen garaje, de esos donde la climatología es constante.
Surcamos la llamada Tierra del Vino, y con ella sus pueblos: El Cubo, Corrales y Morales del vino.
Las carreteras parecían derretirse con la calima, entre gasolineras que bostezaban el transito pausado de maquinarias agrícolas, y entre zumbidos chicharreros acordonando el perímetro, mientras, el ventilador de las maquinas expendedoras de bebidas no daba abasto y los botijos, cobijados adrede, bajaban de contenido a medida que aumentaba la temperatura.
Tradicionalmente, los viñedos eran la principal fuente económica-social de la zona, pero una epidemia filoxera* diezmo los campos en el siglo XIX, dejando los apellidos de estos pueblos sin sustento ni consuelo con que explicar sus orígenes, a pesar de que, desde 2007, cuenta con denominación de origen.


De repente, visualizando Zamora, una brisa se levanto del polvo y una bandada de palomas rasgó, jubilosas, la estepa cerealista, amedrentadas por los tractores y cosechadoras que “alpacaban” sus frutos.
La ciudad se abre bautizada por el río Duero, anillada bajo un ramal de torreones, hermanados entre sí, por una muralla que parece emerger de las aguas hasta posicionarse, resonante, entre los versos de la “peña tajada”, del Romancero Viejo, que la ciñen y cimientan con el sobrenombre de “la bien cercada”.
Con las pulsaciones de un motor relajado, abrazamos la perpetuidad de sus piedras hasta llegar al hostal donde pasaríamos la noche.
Las puertas al casco antiguo están laureadas por la bandera de Zamora, la “Seña Bermeja”, curioso estandarte provisto de ocho tiras rojas, correspondiente cada tira a una victoria de Viriato, aquel pastor lusitano, castellano, extremeño, portugués y español que mantuvo en jaque al imperio romano, allá por el 150 A.c.; y otra tira verde que coronó Fernando V de Castilla, en recompensa a los auxilios prestados en la Batalla de Toro, en 1476.
Bajo la estela de Viriato, y el eco de rencillas reales y batallas nunca complacientes, recalando antes en un pequeño taller de bicicletas, llegamos a la estatua del caudillo lusitano, y de ahí, como vetas acuíferas que se abren fértiles al tiempo, la ciudad brinda un despertar venturoso, iluminado de luces pardas que se descifran en la nítida hermosura de vidrieras estrechas y rosetones de enmarque, en las múltiples iglesias románicas, donde se pueden encontrar maravillas arquitectónicas, embalsamadas a los siglos, como una pila bautismal única en Europa, en la iglesia de Santa María.


Igual que si se tratase de un jeroglífico, descifrábamos la esencia de esta ciudad escondida bajo el zureo de las palomas, que van pregonando las horas entre el gentío de la Plaza Mayor.
Nos resultaba extraño la familiaridad encontrada, era una suposición de plenitud certera; a pesar de su carácter claramente castellano, las evidencias extremeñas saltan en Zamora como los rápidos del Duero en las rosneras de sus molinos medievales. En su escudo, en el primer cuartel, están representados el brazo de Viriato, sosteniendo la bandera zamorana; y en el segundo, la conquista al Islam de Mérida por el rey de León Alfonso IX en 1227, representándose en el escudo el río Guadiana y las torres del puente romano.
Similitudes de conquistas y  destinos, cruzados en espadas que reptan en los libros de historia y nos llevan al río Duero, a depositar nuestros pensamientos y ser conscientes del transito, el traspaso de una antigua frontera, porque dicen las lenguas del pasado que el nombre de Extremadura deriva del latín “extrema dorii”, es decir, en el otro extremo del Duero, por lo que parece ser que los territorios de la antigua Extremadura se hallaban precisamente al sur de la cuenca de este río y sus afluentes.
Aunque hay otras teorías que certifican otros orígenes del nombre de nuestra tierra, nos gustaba estar allí, a la sombra de los álamos, en un rincón románico de ensueño, con el pensamiento de haber cruzado una raya divisoria histórica, que nos alentaba en el deambular de sendas paralelas,  el principal camino.

Como casi todo en este estilo arquitectónico, las construcciones románicas son más espectaculares por fuera que por dentro; eso mismo le pasa a la Catedral de Zamora, del siglo XIII, con planta de cruz latina, grandiosa, sobre todo si se la contempla desde los jardines y el Castillo. Allí, bajo los árboles, pasamos la siesta, tumbados en la hierba y el frescor de las flores, donde las sombras del pasado sellan sus litigios y es audible el rozar de las aguas dorienses a lo lejos. No había nadie, solo unas parejas que, como nosotros, buscaban furtivas la soledad del lugar, esquivando el calor en estos rincones donde irradian los trinos de los mirlos en sus nidos y la intimidad es efímera y a merced de ciertas horas, dependiendo de la mansedumbre de la temperatura.
Mientras jugábamos a ser más poderosos que el tiempo, el castillo nos vigilaba como un eterno centinela berroqueño; presenta el aspecto de una construcción macilenta, del siglo IX, donde hasta hace poco estuvo la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Zamora, y hasta el 2007 albergó la Escuela Oficial de Idiomas. Hoy sus almenas cobijan las estatuas de bronce del escultor zamorano Baltasar Lobo, propagadas, como soldados, por el perímetro de la fortaleza.



Siguiendo a la sombra de la catedral resbalarse sobre la tarde, paseamos, una vez más, por las calles hasta llegar a la Plaza Mayor, donde tomamos un café, a los pies de los muros de la iglesia de San Juan de Puerta Nueva. Al lado de esta iglesia, la plaza se torna rectangular con dos edificios de arcos, nuevo y viejo ayuntamiento, desafiándose bajo un estallido de campanas que alborotan la tarde y despierta el devenir de los zamoranos y viajeros, cruzando errantes, despuntando la vida a través de travesías, esquinas y rincones pedregosos.
Allí, entre siluetas suspensivas estábamos nosotros, dos extraños, dos viajeros que, por unos instantes, jugábamos a ser opulentos turistas de acomodo trasiego; pero nada estaba más lejos de nuestra intención; con la carismática sensación de estar descolocado de lugar, de saborear el instante inusual que para muchos lugareños es del todo familiar; sabíamos que mañana la vespa arrancaría rumbo al norte, y que el día de hoy había sido una tregua en el esquema fijado del viaje, un suspiro en medio de una carrera jadeante, la plenitud de jugar a poder controlar el tiempo.


Jesús Bermejo Bermejo.                 Zamora, agosto de 2011.

*Filoxera: La filoxera es un minúsculo insecto picador, parásito de la vid, emparentado con los pulgones.

martes, 2 de abril de 2013

TRADICIONES




Es muy difícil liberar por leyes a un
pueblo esclavo de sus costumbres.
Mariano José de Larra.


Aquella tarde de febrero, el frío sustraía cada presencia en la calle; la plaza estaba desierta y de las ventanas sobresalían los únicos destellos de vida. Apoyados frente a la antigua puerta del consultorio médico, todos los jóvenes de una misma generación esperábamos a ser “tallados” para el servicio militar; relatando una eterna disculpa, Nino, hizo los honores y fue confeccionando el acto bajo el intermitente relámpago del fluorescente y la humedad desparramada por el blanco de las paredes. En aquellos momentos no éramos conscientes, pero fuimos los últimos “quintos”, la última generación en hacer el servicio militar obligatorio, los últimos insumisos, los últimos objetores de conciencia y, luego lo sabríamos, los últimos en participar en la última guerra del siglo XX.
Nuestro tránsito de “quintos” a “soldados” se realizó sin pena ni gloría, no festejamos nada, no salimos a hombros ni gritamos de júbilo, nuestras madres no se preocuparon por si nos destinaban lejos y nuestras abuelas no nos cantaron aquella coplilla cumbreña que decía: << ahí está la tabla y ahí está el madero y ahí está la cinta donde nos midieron, donde nos midieron donde nos tallaron, donde nos hicieron de quinto a soldado >>; tampoco sacamos a la “vaquilla” con ningún color ni tiramos con las escopetas cartuchos de sal; ni pedimos dinero para vino y chorizos; la tradición de los quintos en La Cumbre se perdió como otras muchas, por eso, aquella noche de febrero, después de tallarnos, nos fumamos un cigarro furtivo en el portalón, al lado del corral concejo y nos fuimos cada uno para su casa.


Me acuerdo de esta historia a raíz del famoso dilema de cambiar las ferias de días (de manera que siempre caigan en fin de semana) o dejarlas como siempre, caigan estas en fin de semana o no. Los que decimos que se cambien alegamos muchos argumentos y los que abogan por dejarlas así siempre se agarran al espíritu de las tradiciones.
Ante esto y con todo el respeto tengo que hacer una crítica, aunque presumamos de ello, no somos un pueblo amante de lo tradicional, nos gustaría serlo (y, de hecho, nos esforzamos) pero no lo somos, somos capaces de sepultar, sin pestañear, viejas costumbres como la talla de los quintos, la fiesta de la vaquilla o los carnavales (queda la proclamación del lunes de carnaval como festivo local en recuerdo de lo que significaron estas fiestas en nuestro pueblo).
Luego, ahondando en el campo tradicional y hurgando más en la llaga, he visto tirar casas con portales típicos, destrozar arcos de granito de más de un siglo, picar a golpe de martillo y cincel relieves  del siglo XVI, arrascarse las vacas sobre miliarios antiguos y en los arcos de una noria, utilizar la ermita de San Gregorio como pajar y cobertizo (ahora está arreglada pero durante años estuvo sometida al abandono total), alicatar fuentes, dejar que se desvanezcan lápidas de homenaje, etc. etc.
Por eso, que de repente, cuando se pone sobre la mesa el tema de cambiar las ferias a fin de semana o no y algunas personas (que están en su derecho por supuesto) ponen el grito en el cielo alegando que esos días son tradición y no se pueden cambiar, no deja de resultar del todo extraño e irónico.
Porque, parece ser, que da exactamente igual que las ferias y fiestas se hallan quedado en, solamente, “fiestas” ya que la tradición de la feria de ganado en “El Rodeo”, hoy barrio de Las Flores, haya desaparecido; también da igual que la tradición de disfrazarse el último día de la verbena se haya difuminado en el tránsito del tiempo, como un susurro en una discoteca; pero que las ferias, por circunstancias, puedan empezar un 16 de agosto en vez de el 20, eso nunca.
Analizando el contexto, las ferias tienen su origen en la Edad Media, en el término del ciclo agrario, después de la siega y recogida de la cosecha, que, a su vez, se hacía coincidir con un santo patrón o patrona (como nuestro caso de Nuestra Señora de la Asunción); era el momento de más opulencia, entonces se aprovechaba la ocasión para comerciar con ganado, enseres y artesanía. Poco después los bancos y cajas de ahorros proporcionaban establecimiento de precios, distintos tipos de crédito y pago aplazado como la letra de cambio para promocionar aún más la compraventa en esas fechas, por lo que improvisaban pequeñas sucursales ambulantes. En las antiguas Ferias de La Cumbre era, al parecer, muy importante, la compraventa del ganado porcino, se establecían líneas de autocar y el trueque entre mulos, burros y caballos estaba a la orden del día.
Todo esto fue mermando, a pesar de los intentos por conservar esta milenaria tradición (se intentó sin éxito, en los años 70, establecer un concurso ganadero con el fin de devolver la identidad de “feria” a nuestras “fiestas”), la evolución siguió su curso y nadie se manifestó en contra ni protestó tan enérgicamente por tal considerable perdida (aunque me constan las lamentaciones de los/as cumbreños/as al respecto en las noches de verano “al fresco”).
Por otro lado, cada vez que se saca el tema de las fechas de las ferias, se pone de ejemplo la romería de San Isidro; este año se hará el sábado 11 de mayo, día de San Evelio Mártir, ¿festejaremos este santo y no a nuestro San Isidro? no, claro que no, es que, sencillamente, si nos atenemos a la fecha y realizamos la romería el miércoles 15 mayo, pues serán muy pocos los que disfruten de tan esperado acontecimiento. Y como este cambio es normal y lógico, y nos gusta mucho nuestra romería, hace años, rizamos más el rizo, y la pasamos de domingo a sábado, con el fin de disfrutarla todavía más.
¿Por qué no se puede hacer algo similar con la Feria? seguimos honrando a Nuestra Señora de la Asunción; seguimos asistiendo a los toros; seguimos bailando en la verbena, disfrutando del cochinillo y buen vino, montando a nuestros hijos en los “caballitos” y camas elásticas, degustando chocolate con churros con buen ambiente, alzando las copas en el corral concejo,… ¿por qué no se puede cambiar de días para que sean más los/as cumbreños/as en asistir a nuestras Ferias y disfrutar de estas mismas cosas? pues no, parece ser que este es un tema que no se acaba de digerir para llegar a un acuerdo; y como principal obstáculo se sacan el tema de que los días son “tradición y punto”.
Pero no olvidemos que nuestros antiguos transformaron las tradiciones para, precisamente, preservarlas en el tiempo: el “Jarramplas” de Piornal cambio la vestimenta de ladrón de ganado por una armadura decorada para soportar el impacto de los nabos (antes patatas); las “Carantoñas” de Acehúche se unió a la festividad de San Sebastian con el fin de preservar la tradición pagana junto con la religiosa y el “Peropalo” de Villanueva de la Vera cambió el origen celta y hechicero de despedida al invierno por el religioso interpretado por “la quema del Judas”…


Yo, por mi parte, me considero un amante de las tradiciones, por eso mismo, estoy a favor de modificarlas (siempre en la menor medida posible) para que se preserven.
Por otro lado, la población de La Cumbre va disminuyendo, si a eso le añadimos que más del 80% de la población activa que vive en el pueblo trabaja fuera y cientos de cumbreños/as se ven obligados a vivir en otra localidad; las razones para cambiar la fecha de la Feria para que TODOS/AS estemos en La Cumbre esos días, desde mi punto de vista, están más que justificadas.
Y respeto toda opinión contraria a está reflexión; pido disculpas de antemano si alguien se pueda molestar; esto no es más que un análisis de un cumbreño que tiene un blog y que ha visto, escuchado e investigado como algunas de las tradiciones de su pueblo se han caído al olvido, sepultadas por el tiempo por no saber adaptarlas y hacerlas evolucionar.
Como la de aquel día que nos “tallaron” sin gloria alguna, una fría y solitaria noche de febrero, despojados del honor de ser “quintos”. Por aquellos entonces, a mi la “mili” me traía sin cuidado, estaba dispuesto a calzarme la botas militares o a hacerme insumiso, me daba lo mismo, como tenía previsto pedir prorroga, la veía lejana y despreocupante. Mas tarde, agotadas las dos prorrogas de estudios, me llegó una carta para incorporarme al CIR nº3 de Cáceres; solo unos días después, Aznar quitó el servicio militar obligatorio; y yo me quede sin ser “quinto”, “insumiso”, “soldado”, “objetor de conciencia” y sin que me volasen la cabeza en la última guerra del siglo XX.



Jesús Bermejo Bermejo.     La Cumbre 2013.