3º DÍA: SALAMANCA- ZAMORA
Decididos a tomarnos un descanso,
entre espigas tostándose al sol, recorrimos los 60 kilómetros que separan
Salamanca de Zamora, con el fin de pasar el resto del día en la capital de
provincia y dar descanso a la moto, que, a pesar de lo lejano que resulta el
asfalto de las letras de este diario, la pobre había pasado bastante por el
Puerto de Tornavacas y la campiña castellana y se merecía un reposo, a ser
posible en un buen garaje, de esos donde la climatología es constante.
Surcamos la llamada Tierra del Vino,
y con ella sus pueblos: El Cubo, Corrales y Morales del vino.
Las carreteras parecían
derretirse con la calima, entre gasolineras que bostezaban el transito pausado
de maquinarias agrícolas, y entre zumbidos chicharreros acordonando el
perímetro, mientras, el ventilador de las maquinas expendedoras de bebidas no
daba abasto y los botijos, cobijados adrede, bajaban de contenido a medida que
aumentaba la temperatura.
Tradicionalmente, los viñedos
eran la principal fuente económica-social de la zona, pero una epidemia filoxera*
diezmo los campos en el siglo XIX, dejando los apellidos de estos pueblos sin
sustento ni consuelo con que explicar sus orígenes, a pesar de que, desde 2007,
cuenta con denominación de origen.
De repente, visualizando Zamora, una brisa se levanto del polvo y una bandada de palomas rasgó,
jubilosas, la estepa cerealista, amedrentadas por los tractores y cosechadoras
que “alpacaban” sus frutos.
La ciudad se abre bautizada por
el río Duero, anillada bajo un ramal de torreones, hermanados entre sí, por una
muralla que parece emerger de las aguas hasta posicionarse, resonante, entre
los versos de la “peña tajada”, del Romancero Viejo, que la ciñen y cimientan con el sobrenombre de “la bien cercada”.
Con las pulsaciones de un motor
relajado, abrazamos la perpetuidad de sus piedras hasta llegar al hostal donde
pasaríamos la noche.
Las puertas al casco antiguo
están laureadas por la bandera de Zamora, la “Seña Bermeja”, curioso estandarte
provisto de ocho tiras rojas, correspondiente cada tira a una victoria de Viriato,
aquel pastor lusitano, castellano, extremeño, portugués y español que mantuvo
en jaque al imperio romano, allá por el 150 A.c.; y otra tira verde que coronó Fernando
V de Castilla, en recompensa a los auxilios prestados en la Batalla de
Toro, en 1476.
Bajo la estela de Viriato, y el
eco de rencillas reales y batallas nunca complacientes, recalando antes en un
pequeño taller de bicicletas, llegamos a la estatua del caudillo lusitano, y de
ahí, como vetas acuíferas que se abren fértiles al tiempo, la ciudad brinda un
despertar venturoso, iluminado de luces pardas que se descifran en la nítida
hermosura de vidrieras estrechas y rosetones de enmarque, en las múltiples
iglesias románicas, donde se pueden encontrar maravillas arquitectónicas,
embalsamadas a los siglos, como una pila bautismal única en Europa, en la
iglesia de Santa María.
Igual que si se tratase de un jeroglífico,
descifrábamos la esencia de esta ciudad escondida bajo el zureo de las palomas,
que van pregonando las horas entre el gentío de la Plaza Mayor.
Nos resultaba extraño la
familiaridad encontrada, era una suposición de plenitud certera; a pesar de su
carácter claramente castellano, las evidencias extremeñas saltan en Zamora como
los rápidos del Duero en las rosneras de sus molinos medievales. En su escudo,
en el primer cuartel, están representados el brazo de Viriato, sosteniendo la
bandera zamorana; y en el segundo, la conquista al Islam de Mérida por el rey
de León Alfonso IX en 1227, representándose en el escudo el río Guadiana
y las torres del puente romano.
Similitudes de conquistas y destinos, cruzados en espadas que reptan en
los libros de historia y nos llevan al río Duero, a depositar nuestros
pensamientos y ser conscientes del transito, el traspaso de una antigua frontera,
porque dicen las lenguas del pasado que el nombre de Extremadura deriva del latín
“extrema dorii”, es decir, en el otro extremo del Duero, por lo que
parece ser que los territorios de la antigua Extremadura se hallaban
precisamente al sur de la cuenca de este río y sus afluentes.
Aunque hay otras teorías que
certifican otros orígenes del nombre de nuestra tierra, nos gustaba estar allí,
a la sombra de los álamos, en un rincón románico de ensueño, con el pensamiento
de haber cruzado una raya divisoria histórica, que nos alentaba en el deambular
de sendas paralelas, el principal
camino.
Como casi todo en este estilo
arquitectónico, las construcciones románicas son más espectaculares por fuera
que por dentro; eso mismo le pasa a la Catedral de Zamora, del siglo XIII, con
planta de cruz latina, grandiosa, sobre todo si se la contempla desde los
jardines y el Castillo. Allí, bajo los árboles, pasamos la siesta, tumbados en
la hierba y el frescor de las flores, donde las sombras del pasado sellan sus
litigios y es audible el rozar de las aguas dorienses a lo lejos. No había
nadie, solo unas parejas que, como nosotros, buscaban furtivas la soledad del
lugar, esquivando el calor en estos rincones donde irradian los trinos de los
mirlos en sus nidos y la intimidad es efímera y a merced de ciertas horas,
dependiendo de la mansedumbre de la temperatura.
Mientras jugábamos a ser más
poderosos que el tiempo, el castillo nos vigilaba como un eterno centinela
berroqueño; presenta el aspecto de una construcción macilenta, del siglo IX,
donde hasta hace poco estuvo la Escuela de Arte y Superior de Diseño de
Zamora, y hasta el 2007 albergó la Escuela Oficial de Idiomas. Hoy
sus almenas cobijan las estatuas de bronce del escultor zamorano Baltasar
Lobo, propagadas, como soldados, por el perímetro de la fortaleza.
Siguiendo a la sombra de la catedral
resbalarse sobre la tarde, paseamos, una vez más, por las calles hasta llegar a
la Plaza Mayor, donde tomamos un café, a los pies de los muros de la iglesia de
San Juan de Puerta Nueva. Al lado de esta iglesia, la plaza se torna
rectangular con dos edificios de arcos, nuevo y viejo ayuntamiento, desafiándose
bajo un estallido de campanas que alborotan la tarde y despierta el devenir de
los zamoranos y viajeros, cruzando errantes, despuntando la vida a través de
travesías, esquinas y rincones pedregosos.
Allí, entre siluetas suspensivas estábamos
nosotros, dos extraños, dos viajeros que, por unos instantes, jugábamos a ser
opulentos turistas de acomodo trasiego; pero nada estaba más lejos de nuestra
intención; con la carismática sensación de estar descolocado de lugar, de
saborear el instante inusual que para muchos lugareños es del todo familiar;
sabíamos que mañana la vespa arrancaría rumbo al norte, y que el día de hoy
había sido una tregua en el esquema fijado del viaje, un suspiro en medio de
una carrera jadeante, la plenitud de jugar a poder controlar el tiempo.
Jesús Bermejo Bermejo. Zamora, agosto de 2011.
*Filoxera:
La filoxera es un minúsculo insecto picador, parásito de la vid, emparentado
con los pulgones.
bonito recorrido,pero desde salamanca a zamora solo hay 60 km aunq en vespa parezcan 200
ResponderEliminarEs verdad, lo tenía mal anotado en el diario, muchas gracias... si, en vespa se va más despacio pero la sensación es increible, saludos
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