En
la cima se siente la fuerza de Viriato,
se enciende un fuego obstinado a permanecer, pétreo, por mucho que pasen los
años y las costumbres, por mucho que nos alejemos de la tierra y sean otros los
horizontes sobre los que el sol se nos oculte a la caída de las horas. Allí
seguirá, mecida entre orillas de llanuras arboladas y riscos contorneándose a
su alrededor, doblegada a la luz y a los años, como un viejo libro donde
encontramos todas las respuestas a preguntas cruzadas en los distintos caminos
de la vida.
Empalmando
con la otra ruta que desemboca en Santa Cruz de la Sierra, emprendemos la
bajada sorteando las piedras milenarias, que nos atestiguan la existencia de la
gran fortaleza árabe que describíamos en el anterior relato. Nos viene el
viento del oeste, aquel al que los celtas denominaban “Céfiro” y que, según sus
creencias, fecunda a las yeguas solamente con su silbido.
Según
bajamos, las escobas marchan en formación, agarradas a la tierra, indomables,
vinculadas a sus propios misterios, como una rebelión de civilizaciones que
marcaron las huellas para, tranquilamente, dejarse desgarrar, poco a poco, a
través del tiempo, culmen de todo.
Descendíamos,
calzadas pedregosas se emparejan con abruptas veredas que laminan el sendero y,
allí, en la falda saliente, nos encontramos con el poblado que le da nombre;
con restos de casas rectangulares, contiguas, agrupadas en manzanas, cuyas
estructuras albergan materiales celtas, vetones, visigodos y árabes; pues, como
ya dije, muchos fueron los pueblos que aprovecharon la superficie defensiva que
ofrece el paisaje serrano.
Aquí,
la vida es salvaje, no hay rastro de construcciones nuevas ni presencia
ganadera. Imagino el curso de los días en la convivencia constante de la
naturaleza primitiva con los antiguos vestigios de la Historia, silenciosa, a
pasos lentos, mentalidad antigua, incompatible con nuestro tiempo.
Un
poco más abajo, al llegar a la Necrópolis, vuelve el recuerdo de Viriato, que golpea mis pensamientos y eleva
la temperatura de mi cuerpo; saber que, por estos lugares acampaba y tenía como
gran refugio el gran caudillo lusitano, el mismo que mantuvo en jaque al
mismísimo imperio romano. En el pueblo de Santa Cruz de la Sierra, emparedada
en una casa, existe una lápida con su nombre y, cuenta la leyenda, que su
cuerpo fue incinerado y esparcido a los cuatro vientos en el altar de la cumbre
de esta Sierra tan mágica y sorprendente; sin duda, Viriato fue un héroe
excepcional, que realizó grandes hazañas por nuestra tierra, dignas de mención
en otro “areté”*.
La
Necrópolis se establece en lo que se conoce como “campo sagrado”, al lado del
popular “Risco Chico” que, al parecer, constituía la torre del homenaje de la
ciudadela, provisto de piedras verticales, formando círculos, sobre los que se
elevan dos altares de sacrificio donde, siglos atrás, las entrañas de cabras,
caballos y bueyes calmaban a las divinidades del cielo y propiciaban fortuna
para las batallas y opulencia en las cosechas.
Seguimos
bajando por las veredas célticas, me imagino la sierra en las noches de luna
llena veraniegas, la luz del satélite descubriendo misterios, las estrellas
fugaces fundiéndose en los recovecos de las milenarias rocas, recordando las
grandes hogueras que, seguramente, rondaban por toda la sierra (y por todos los
montes extremeños) al son de canciones y danzas para purificar el alma.
Más
adelante, nos encontramos con un viejo sendero empedrado, restos de la calzada
romana que subía a la cima y que por la zona se conoce como “camino de los
moros”, pues estos, como estamos viendo en toda la ruta, aprovecharon todo tipo
de construcciones para adoptarlas y utilizarlas, quedando el topónimo para la
eternidad popular. Una vez adentrados, entre un crepitar de piedras hermanadas
con las primeras encinas cobijadas a la falda de la sierra, llama la atención
una roca saliente conocida como “el cancho de la misa”, donde los restos del
rozamiento de las ruedas de los carros se hace patente y marcan el curso de
nuestro camino.
A
medida que descendíamos, preciosos rincones se dejan observar como pinceladas
de un cuadro colorista; fuentes improvisadas con pilas antiguas traídas,
seguramente, de los poblados de la sierra; grandes alcornoques cerniéndose
sobre canchales, abrazándolos con sus raíces; de nuevo, las varas de granito
por donde bajaba el agua de la cima al pueblo, ese sistema de canalizaciones
romano que perduró durante siglos por estos parajes.
El
agua, la luz, el verde y gris ceniza de las rocas, la disminución de lo abrupto
del camino, las fotos para el recuerdo… mitigan el cansancio y procuran un
cierto asombro al caminar por la antigua calzada romana, vereda que tantas y
tantas gentes han hecho uso, bordeando, los viejos nombres de los vestigios
ancestrales: “el sillón del moro”, “el pozo del rey”, “el canchal de Calisto”,
“la vereda de los caracoles”, “el patio”, ”la majada de las cabras”, “el pajar
de la sierra”, ”los callejones”, “los medios celemines”, “malvacío”, “el cancho
del búho”, “las 3 fuentes”, “la pilita”, “la fuente Ana”, “el regato conejero”,
“el regato reventón”, “ el chabarcón de los moros” y un largo etc. de topónimos
que reflejan en la Historia las almas de aquellos que comparten el mismo cielo
y el mismo destino.
Llegando
al pueblo de Santa Cruz de la Sierra, llama la atención y el asombro las ruinas
de su Convento Agustino. Nos quedamos perplejos al contemplar el contraste de
su majestuosidad con su actual estado de conservación; las maravillas que
esconde tras el velo de suciedad que lo sepulta y la lápida de abandono que
padece.
Fue
este un convento de frailes agustinos recoletos fundado bajo el patrocinio de
don Juan de Chávez y Mendoza, primer
señor de la villa, a principios del siglo XVII. Al parecer, los frailes
eligieron este lugar, por el misterio que encerraba, y encierra, las continuas
apariciones de luces en las noches, y la presencia de un pozo con aguas
milagrosas. Es de planta de cruz latina y estaba provisto de claustro con
dependencias para albergar a 30 religiosos.
Fue
muy reconocido en toda la comarca, pero no tardaron en aparecer las
desavenencias con los vecinos del pueblo, sobre todo en lo concerniente a la
distribución del agua por el sistema de canalización granítica (parece ser que
este fue el origen del desuso de estas varas pétreas, ya que existe un pleito
por el que los frailes reclamaban primero la distribución a su morada y por el
que falló a su favor Carlos III, olvidándose
en la redacción del mismo, no obstante, a quien le correspondía la reparación
de dicho sistema, por lo que, seguramente, en cuanto llegaron las averías y
nadie las reparaba se terminó el invento romano que, durante siglos, regó la
sierra y surtió de recursos estos páramos).
Si
a esto añadimos el aumento de propiedades, su inclinación hacia los más
poderosos, etc los frailes del convento se ganaron la antipatía de las gentes,
viviendo en un permanente enfrentamiento con la vecindad.
Sus
días de gloria y esplendor acabaron cuando el 18 de septiembre de 1835, se
realizó la exclaustración, y el pueblo aprovechó la 1ª Guerra Carlista para
destruir el convento.
Hoy
día, se pueden ver “frescos” en las cornisas y en los espacios donde se
albergaban pequeñas capillas; así como su solemne cúpula, la entrada con los
escudos de sus señores fundadores, y una pila bautismal cilíndrica en el centro
del templo, mientras el viento y las palomas campan a sus anchas y zurean entre
las hornillas, donde tienen sus nidos.
Serpenteando
por sus calles estrechas, con baluartes de granito engalanando pequeños
rincones, llegamos a su plaza mayor, auspiciada antes por un hermoso crucero
que sirve de entrada a su envergadura, con su fuente circular en el medio,
lapidas incrustadas en la casas que laurean sus cimientos y la iglesia
parroquial de la Vera Cruz, en un lateral, realizada con aparejo de mampostería
y sillería granítica, donde alberga, entre otras maravillas, una imagen de
Santa Rita, del siglo XVII.
No
se puede ignorar, en este precioso pueblo extremeño, la esencia de uno de sus
personajes más famosos: Ñuflo de Chávez,
explorador y conquistador, fundador de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra
en Bolivia, y participe de la expedición de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, donde descubrieron las cataratas del
Iguazú, en la frontera con Paraguay, Brasil y Argentina.
Agotados
y sedientos, la satisfacción emana al unísono con el sudor de nuestros poros; quedamos
encantados con el recorrido, satisfechos por la cantidad de cosas que pudimos
contemplar. Con la promesa de volver, emprendemos el regreso al otro pueblo, el
Puerto de Santa Cruz, ahora por la carretera, donde tenemos los coches para la
vuelta a La Cumbre.
Dejamos
atrás una llama petrificada en el corazón de Extremadura, esta Sierra tan
mágica como atrayente, de sillares cargados con los siglos de historia que la
cortejan; de epopeyas que se hacen eco en lo más profundo de sus raíces; de
carácter universal pues, al ser contemplada en toda nuestra comarca, la
hacemos, un poco, nuestra (también) y nos sumamos a las hazañas que los siglos
explayaron por toda su singladura.
Jesús
Bermejo Bermejo Alcorcón
2012.
* Areté: así denomino, de manera
particular a los relatos publicados en el blog.
Bibliografía:
ü
El
convento agustino de Santa Cruz de la Sierra. Escrito por Francisco Cillán
Cillán. Coloquios Históricos de Extremadura.
ü
Wikipedia.
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