La
Catedral de Notre Dame de París ardió, el pasado abril, en medio de una
multitud desesperada que gritaba su impotencia por las redes sociales. No se han
hecho esperar los simbolismos (la aguja del tejado caer en un gesto que nos ha
recordado a las Torres Gemelas); los milagros (esos bomberos entrando y
observando la cruz del altar brillando intacta con la Piedad de Nicolás Coustou impoluta entre
escombros); las teorías conspirativas (al mismo tiempo que ardía la catedral un
fuego sospechoso se propagaba por la mezquita de Al-Aqsa en Jerusalén); y la
hipocresía a que nos tienen acostumbrados Facebook, Instagram y sus colegas,
especializados en convertir en eruditos a grandísimos zoquetes y a solidarios a
grandísimos egoístas. Una gran cantidad de personas en el mundo han mostrado su
interés en donar grandes sumas de dinero para restaurarla, como si la Iglesia
fuera pobre y no pudiese hacer frente a esta desgracia.
Casi
al mismo tiempo, contemplábamos con estupor los incendios veraniegos; una gran
masa de fuego se propagaba por las llanuras portuguesas y desde el castillo de
Monsanto se apreciaba el fétido aliento de las brasas humeantes. De nuevo, en
torno a este tema, surgen las teorías confabuladoras de quienes provocan al
dios Vulcano y le azuzan ayudados por la falta de agua y altas temperaturas.
Así, como antaño hicieran con los españoles que intentaron sitiar el castillo
templario, los habitantes de Monsanto se preparaban, en el silencio sepulcral
que ofrece el granito, para contraatacar el fuego que intentaba devorar sus
entrañas y desfigurar la tierra de sus antepasados.
Si
saltamos el charco, los incendios del Amazonas fulminan nuestro pulmón
planetario para convertirlo en tierras de ganado y comercio; los políticos
hacen estragos para atacar al contrario, pero lo cierto es que los incendios en
la mayor selva del mundo se llevan sucediendo durante siglos, y en las últimas décadas con una virulencia
aplastante. Luego nos preguntamos ¿Por qué no llueve?, o ¿Qué calor hace?, o,
simplemente, estamos celebrando “los Santos” (el uno de noviembre) en el campo,
en mangas corta.
Pero
ya haremos un “Areté ecologista”, que tiene bastante “miga” y en el que me
gustaría resaltar un aspecto que nos viene “asfixiando” sin darnos cuenta…
estábamos hablando del incendio de la Catedral de Notre Dame sucedido en abril.
Cuando vi la noticia explayada en los periódicos e internet, no pude evitar
acordarme de las miles y miles de “Notre Dames” que agonizan la ruina histórica
de desaparecer. Esos edificios, semiescondidos la mayoría, víctimas de su
propia coyuntura de años sin dar el servicio que se les requiere; sin esas
circunstancias que hacen que se les estime o se les valore, restaurándoles y
dándoles el uso, original o alternativo, que se merecen.
Justo
por esas fechas se llevaron el brocal del pozo de los milagros del Convento Agustino
de Santa Cruz de la Sierra; el dueño creía tener un poder aún mayor que las
aguas milagrosas que emanaban de ese brocal y que fueron la primera piedra y el
principal eje sobre el que se construyó el edificio.
Habría
que explicar la historia: antes del inmueble, en el lugar se sucedían fenómenos
extraños de luces y sombras entre destellos que salían de la tierra o asomaban
por la sierra… en 1633 Bernabé Moreno de
Vargas (primer cronista e historiador de Mérida) escribió que “de ordinario se ven unas luces milagrosas,
y se entiende son señales de que allí están escondidos algunos cuerpos de
santos, pues otras semejantes luces se han visto adonde había cosas de este
género”… a lo místico y sobrenatural del contexto se unió que, en un punto
alto del pueblo, existía una especie de pozo cuyas aguas eran famosas por las
propiedades medicinales que ostentaba, especialmente para sanar la viruela (una
enfermedad que causaba verdaderos estragos entre la población). Este pozo lo
mismo estaba vacío que, de repente, se
llenaba en unos segundos. De todas partes venían gentes para beber y echarse
por encima esas aguas milagrosas, incluso de Portugal.
El
pozo ya estaba ahí desde tiempos inmemoriales y en torno a él se edificó el
convento de los frailes agustinos, la cúpula mayor laurea su brocal (bueno,
laureaba); nadie se explicaba entonces el poder curativo de sus aguas y el
carácter misterioso del aura sobre el que se envolvía. Los frailes de entonces,
para apartarlo del paganismo natural (propio de la Iglesia en aquellos
tiempos), empezó a infundir que la esencia divina de esas aguas se debía a que
en el lugar se encontraba parte de la cátedra (el sillón) de San Ildefonso y un
fragmento de Lignum Crucis (la cruz de Cristo). En 1699 se hizo una excavación
para averiguarlo y no encontraron nada de lo que afirmaban.
El
pozo milagroso y las luces enigmáticas convirtieron al convento en centro de
peregrinación y prestigio. Pero como las relaciones Iglesia- Pueblo siempre se
han configurado desde la creencia de la superioridad de la primera sobre el
segundo y el temor a Dios ha sido bien explotado con fines no siempre
benevolentes. Lo cierto es que, cuando se construyó el convento, la población
se quedó sin las aguas milagrosas del manantial sagrado; de hecho los frailes
construyeron otro pozo para abastecerse ellos y provocaron la sequía, a su vez,
de otro que utilizaba el pueblo. También, las famosas cañerías romanas que
bajaban agua de la sierra se estropearon y los frailes se negaron a repararlas,
ni siquiera una parte. Los pleitos se sucedieron y llegaron hasta el Juzgado de
Granada pero la Justicia (como hoy en muchos casos), se inclinó hacia los
poderosos del momento y falló a favor de los frailes. Por si eso no fuera poco,
los impuestos, demandas y limosnas obligatorias se sucedían y multiplicaban,
poseyendo las mejores tierras, la posada y el molino, en el río Alcollarín.
Las
generaciones de Santacruceños se sucedieron y vivieron sin las medicinales
aguas del pozo durante siglos. Es por eso que no tuvieron ningún reparo, durante
las desamortizaciones del siglo XIX y tras irse los últimos frailes, en cegar
(sin saberlo) su manantial más preciado y destruir las paredes, bóvedas,
estancias… ¡Que no vuelvan esos frailes explotadores!, pensarían…
Solo
respetaron la iglesia, del siglo XVII, que sufre, hoy día, el abandono del
tiempo y que, desde este verano, se ha quedado desnuda del todo porque (siempre
hay alguien que saca tajada de los errores del pasado) el, poco considerado,
propietario se ha llevado el brocal del pilar fundamental de este monumento tan
fabuloso.
El
lacerante acto se ha puesto en conocimiento de la Junta de Extremadura. No
quiero ni imaginarme al brocal de esta historia pululando por el mercado negro
o en el “cortijo” de algún caprichoso, o en la casa victoriana de algún
anglosajón. Espero que vuelva a su lugar de origen y nada me alegraría más,
ahora que vivimos tiempos en los que en los pueblos vanagloriamos nuestras
raíces con el conocimiento en la exaltación cultural, que este Convento
agustino se convierta en un edificio municipal restaurado, para disfrute de
todo Santa Cruz de la Sierra y, por ende, de todos los pueblos vecinos.
En
tal caso, es una de las muchas “Notre Dames” que no dispone de mecenas ni de
conglomerado mediático para hacerse valorar. Es interesante la “Lista Roja del
Patrimonio” que sacude las redes y los informes. En nuestro territorio tenemos
varias: El citado convento de Santa Cruz de la Sierra, la torre palacio de los
Pizarro en Conquista, la ermita de Santa Ana en Trujillo…
Estos
tienen el honor de figurar en la lista, pero, al leerla, nos acordamos de
nuestros molinos, de los pretiles y perdida de cimentación de La Puente, de los
contrafuertes desgastados de la ermita de San Gregorio y restos de minúsculas
“Notre Dames” que aguardan nuestra consideración y entrega; nuestro deber en
los tiempos que nos tocan.
En
un cumpleaños (ahora las fiestas se me han tornado en cumpleaños infantiles) un
hombre me contó que tuvieron que coger las vigas y tejas de uno de los molinos del
Gibranzos, propiedad de su familia, para construir una cuadra-cochera (ahora la
moda es cochera-cocina) en La Cumbre: <<luego, años más tarde, hicimos el
tejado moderno, las vigas las fuimos quemando en la lumbre y las tejas ahí
siguen, en un rincón… nos llevamos las cosas en carros, todo lo aprovechable>>.
El
molino se quedó sin su cubierta para protegerse y sus tejas duermen inútiles en
un rincón de una cochera, no sé qué moraleja se sacará de esto pero he de
reconocer que he pensado un poco sobre el tema, buscando una conclusión
lógica.