viernes, 21 de diciembre de 2012

UN AÑO DE BLOG


Areté era un concepto de la antigua Grecia que significaba la búsqueda de lo que, de verdad, deseamos; provistos, de antemano, de unas propiedades, sin las cuales, no podríamos encontrar, ni siquiera, un atisbo de recompensa de lo que ansiamos, en el terrenal espacio donde nos movemos. Designa el cumplimiento acabado del propósito o función, aunque, para muchos estudiosos del tema, la verdadera areté es el camino hacia dicho destino, hacia las metas que nos proponemos alcanzar algún día; así, mientras avanzamos sobre raíles de incertidumbre y lucha, de recónditos secretos e inesperadas turbulencias, en busca de nuestro sino, los antiguos griegos vaticinaban que  vamos incorporando cualidades a nuestro espíritu, de manera que, al subir al pedestal de nuestros objetivos, habríamos alcanzado la areté, la señal, el fogonazo de luz en la noche oscura, la misma que vierten los faros sobre espesas yardas de agua marítima; el beso que se extiende de la realidad al sueño, la esperanza y la satisfacción terca de quien ha peleado hasta el final.

Así, pausado a través de las semanas, este blog da rienda suelta a sus historias, cobrando personalidad, sin angustias feroces ni entelequias en su contenido, tan solo guiado por la libertad y el deseo, cobijado en un fragor de entusiasmo por las voces que lo aplauden. Es de una virtud sosegada no tener ni la más remota idea sobre lo que escribir, una vez terminado el relato, para la siguiente semana o el próximo mes; es de una amplitud tan atractiva la de temas e historias que sonsacar a los múltiples medios, en el morir de las tardes, cuando el día se sonroja en los tejados y las horas discurren apelotonadas en el fluir del tiempo; es, también, realmente curioso como los personajes, creados o resucitados, van cobrando forma real, aunque solo físicamente, en los rostros de los/as compañeros/as, jefes/as, amigos/as, desconocidos/as que deambulan por la vida de uno, como piezas que van encajando en el destino para que éste sea, en parámetros casi simétricos, determinado.
De esta manera, Areté (el blog) va engordando de historias, relatos y anécdotas cuya alma, primordial e imprescindible, es La Cumbre, nuestro pueblo, en su sencilla estructura y sus escasos monumentos; en nuestra forma de hablar y de pensar; en las costumbres hilvanadas a días exactos del año, intachables desde sus orígenes; en el carácter y su memoria; en esas pequeñas cosas que nos hacen grandes. Areté teje palabras con recuerdos, saliendo a la calle con la sorpresa de alguna marimanta en alguna esquina, esas noches veraniegas, donde unos muchachinos van a por “gambusinos” por los portillos de las cercas, cerca de nuestra ermita de San Gregorio, observados, a lo lejos, por una luna expectante, redonda y calavérica, que corona el pico de la sierra de Santa Cruz.
Nuestro blog es capaz de viajar en el tiempo, adentrarse en fechas exactas y rescatar olvidadas hazañas que asolan en las esquinas, como la valentía real de Luis Arías Castro en su lucha contra los bandoleros franceses por defender la honra de su hermana; o la ficticia de Galceran y su sobrino Abem, a los que hemos dejado con las espadas en alto frente al castillo de Trevejo para un posterior desenlace; al igual que el estricto juez comisionado Núñez de Avendaño y su curiosa discusión con el caballero Pedro Barrantes por la compra de nuestro pueblo…
A veces, los pasos son más lentos de los que quisiera, entretenido un domingo por la noche, mirando fotografías antiguas en el intento de retroceder el tiempo; imaginando que lo consigo al meter el brazo en el agujero de la cucaña, mientras, encima de la mesa del salón, descansa ajado, un viejo libro que desparrama, sobre el cristal, versos de Miguel Hernández. Entonces, otro día cualquiera, suena el pitido del tren, que anuncia el cierre de sus puertas y el estallido de una nueva idea en mi mente, doblando la hoja, cierro el ejemplar de “El Hereje” de Miguel Delibes; la imaginación se arrastra sobre las letras en el cuaderno, formando un pacto consensuado en la placidez de quien tiene algo que contar; el vagón se llena de gente, por un casual, sin pretenderlo, viene a la mente el recuerdo de Granadilla, la soledad de su paisaje, su estremecedora historia que prolonga el deterioro de sus muros. Acto seguido, llueve, como todos estos días atrás, los charcos rebosan en las aceras, en los ríos y los pantanos… ¿estará cubierta la Torre de Floripes?, ¿se formará un aterrador remolino en su cúspide y se oirán las voces ahogadas de Fierabrás y Brutamonte?... la tinta del “pilot” azul sigue haciendo pequeños trazos, como una hormiga que moja sus patitas en tinta, y escribe, puedo contar la historia de La Cumbre al hablar de… la Cruz del Aviador, por ejemplo, y la inercia se cierne sobre el relato naciente, que evoluciona al aumentar sus líneas.

El blog cumple un año y quiere seguir recorriendo los arcos de La Huerta, remontar historias de La Jara, huronear en las peripecias de los/as vecinos/as, desenterrar misterios, desempolvar escudos, abrir viejos libros y vivir, sin más, esa utopía posible y helénica. Ante esto, muchos son los que me proponen que hay que hacer algo con todos estos relatos, recopilarlos en un libro o algo así; yo, simplemente, opino que, quizá, o no, el libro sea la meta, pero mientras tanto, el blog es el camino, y en el trayecto, como un antiguo guerrero griego, vamos incorporando cualidades que nos permitan llegar hasta ese final, desenmarañando, poco a poco, las veredas, en busca de nuestra Areté.


Jesús Bermejo Bermejo.      Madrid 2012.


* Todos los relatos de este blog están amparados por el  Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, que en su articulo 17 dice que corresponde al autor el ejercicio exclusivo de los derechos de explotación de su obra en cualquier forma y, en especial, los derechos de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación, que no podrán ser realizadas sin su autorización, salvo en los casos previstos en la presente Ley.


viernes, 30 de noviembre de 2012

RECORRIENDO LA SIERRA DE SANTA CRUZ (Y II)


En la cima se siente la fuerza de Viriato, se enciende un fuego obstinado a permanecer, pétreo, por mucho que pasen los años y las costumbres, por mucho que nos alejemos de la tierra y sean otros los horizontes sobre los que el sol se nos oculte a la caída de las horas. Allí seguirá, mecida entre orillas de llanuras arboladas y riscos contorneándose a su alrededor, doblegada a la luz y a los años, como un viejo libro donde encontramos todas las respuestas a preguntas cruzadas en los distintos caminos de la vida.


Empalmando con la otra ruta que desemboca en Santa Cruz de la Sierra, emprendemos la bajada sorteando las piedras milenarias, que nos atestiguan la existencia de la gran fortaleza árabe que describíamos en el anterior relato. Nos viene el viento del oeste, aquel al que los celtas denominaban “Céfiro” y que, según sus creencias, fecunda a las yeguas solamente con su silbido.
Según bajamos, las escobas marchan en formación, agarradas a la tierra, indomables, vinculadas a sus propios misterios, como una rebelión de civilizaciones que marcaron las huellas para, tranquilamente, dejarse desgarrar, poco a poco, a través del tiempo, culmen de todo.
Descendíamos, calzadas pedregosas se emparejan con abruptas veredas que laminan el sendero y, allí, en la falda saliente, nos encontramos con el poblado que le da nombre; con restos de casas rectangulares, contiguas, agrupadas en manzanas, cuyas estructuras albergan materiales celtas, vetones, visigodos y árabes; pues, como ya dije, muchos fueron los pueblos que aprovecharon la superficie defensiva que ofrece el paisaje serrano.
Aquí, la vida es salvaje, no hay rastro de construcciones nuevas ni presencia ganadera. Imagino el curso de los días en la convivencia constante de la naturaleza primitiva con los antiguos vestigios de la Historia, silenciosa, a pasos lentos, mentalidad antigua, incompatible con nuestro tiempo.

Un poco más abajo, al llegar a la Necrópolis, vuelve el recuerdo de Viriato, que golpea mis pensamientos y eleva la temperatura de mi cuerpo; saber que, por estos lugares acampaba y tenía como gran refugio el gran caudillo lusitano, el mismo que mantuvo en jaque al mismísimo imperio romano. En el pueblo de Santa Cruz de la Sierra, emparedada en una casa, existe una lápida con su nombre y, cuenta la leyenda, que su cuerpo fue incinerado y esparcido a los cuatro vientos en el altar de la cumbre de esta Sierra tan mágica y sorprendente; sin duda, Viriato fue un héroe excepcional, que realizó grandes hazañas por nuestra tierra, dignas de mención en otro “areté”*.
La Necrópolis se establece en lo que se conoce como “campo sagrado”, al lado del popular “Risco Chico” que, al parecer, constituía la torre del homenaje de la ciudadela, provisto de piedras verticales, formando círculos, sobre los que se elevan dos altares de sacrificio donde, siglos atrás, las entrañas de cabras, caballos y bueyes calmaban a las divinidades del cielo y propiciaban fortuna para las batallas y opulencia en las cosechas.
Seguimos bajando por las veredas célticas, me imagino la sierra en las noches de luna llena veraniegas, la luz del satélite descubriendo misterios, las estrellas fugaces fundiéndose en los recovecos de las milenarias rocas, recordando las grandes hogueras que, seguramente, rondaban por toda la sierra (y por todos los montes extremeños) al son de canciones y danzas para purificar el alma.




Más adelante, nos encontramos con un viejo sendero empedrado, restos de la calzada romana que subía a la cima y que por la zona se conoce como “camino de los moros”, pues estos, como estamos viendo en toda la ruta, aprovecharon todo tipo de construcciones para adoptarlas y utilizarlas, quedando el topónimo para la eternidad popular. Una vez adentrados, entre un crepitar de piedras hermanadas con las primeras encinas cobijadas a la falda de la sierra, llama la atención una roca saliente conocida como “el cancho de la misa”, donde los restos del rozamiento de las ruedas de los carros se hace patente y marcan el curso de nuestro camino.

A medida que descendíamos, preciosos rincones se dejan observar como pinceladas de un cuadro colorista; fuentes improvisadas con pilas antiguas traídas, seguramente, de los poblados de la sierra; grandes alcornoques cerniéndose sobre canchales, abrazándolos con sus raíces; de nuevo, las varas de granito por donde bajaba el agua de la cima al pueblo, ese sistema de canalizaciones romano que perduró durante siglos por estos parajes.
El agua, la luz, el verde y gris ceniza de las rocas, la disminución de lo abrupto del camino, las fotos para el recuerdo… mitigan el cansancio y procuran un cierto asombro al caminar por la antigua calzada romana, vereda que tantas y tantas gentes han hecho uso, bordeando, los viejos nombres de los vestigios ancestrales: “el sillón del moro”, “el pozo del rey”, “el canchal de Calisto”, “la vereda de los caracoles”, “el patio”, ”la majada de las cabras”, “el pajar de la sierra”, ”los callejones”, “los medios celemines”, “malvacío”, “el cancho del búho”, “las 3 fuentes”, “la pilita”, “la fuente Ana”, “el regato conejero”, “el regato reventón”, “ el chabarcón de los moros” y un largo etc. de topónimos que reflejan en la Historia las almas de aquellos que comparten el mismo cielo y el mismo destino.




Llegando al pueblo de Santa Cruz de la Sierra, llama la atención y el asombro las ruinas de su Convento Agustino. Nos quedamos perplejos al contemplar el contraste de su majestuosidad con su actual estado de conservación; las maravillas que esconde tras el velo de suciedad que lo sepulta y la lápida de abandono que padece.
Fue este un convento de frailes agustinos recoletos fundado bajo el patrocinio de don Juan de Chávez y Mendoza, primer señor de la villa, a principios del siglo XVII. Al parecer, los frailes eligieron este lugar, por el misterio que encerraba, y encierra, las continuas apariciones de luces en las noches, y la presencia de un pozo con aguas milagrosas. Es de planta de cruz latina y estaba provisto de claustro con dependencias para albergar a 30 religiosos.
Fue muy reconocido en toda la comarca, pero no tardaron en aparecer las desavenencias con los vecinos del pueblo, sobre todo en lo concerniente a la distribución del agua por el sistema de canalización granítica (parece ser que este fue el origen del desuso de estas varas pétreas, ya que existe un pleito por el que los frailes reclamaban primero la distribución a su morada y por el que falló a su favor Carlos III, olvidándose en la redacción del mismo, no obstante, a quien le correspondía la reparación de dicho sistema, por lo que, seguramente, en cuanto llegaron las averías y nadie las reparaba se terminó el invento romano que, durante siglos, regó la sierra y surtió de recursos estos páramos).
Si a esto añadimos el aumento de propiedades, su inclinación hacia los más poderosos, etc los frailes del convento se ganaron la antipatía de las gentes, viviendo en un permanente enfrentamiento con la vecindad.
Sus días de gloria y esplendor acabaron cuando el 18 de septiembre de 1835, se realizó la exclaustración, y el pueblo aprovechó la 1ª Guerra Carlista para destruir el convento.
Hoy día, se pueden ver “frescos” en las cornisas y en los espacios donde se albergaban pequeñas capillas; así como su solemne cúpula, la entrada con los escudos de sus señores fundadores, y una pila bautismal cilíndrica en el centro del templo, mientras el viento y las palomas campan a sus anchas y zurean entre las hornillas, donde tienen sus nidos.



Serpenteando por sus calles estrechas, con baluartes de granito engalanando pequeños rincones, llegamos a su plaza mayor, auspiciada antes por un hermoso crucero que sirve de entrada a su envergadura, con su fuente circular en el medio, lapidas incrustadas en la casas que laurean sus cimientos y la iglesia parroquial de la Vera Cruz, en un lateral, realizada con aparejo de mampostería y sillería granítica, donde alberga, entre otras maravillas, una imagen de Santa Rita, del siglo XVII.
No se puede ignorar, en este precioso pueblo extremeño, la esencia de uno de sus personajes más famosos: Ñuflo de Chávez, explorador y conquistador, fundador de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia, y participe de la expedición de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, donde descubrieron las cataratas del Iguazú, en la frontera con Paraguay, Brasil y Argentina.


Agotados y sedientos, la satisfacción emana al unísono con el sudor de nuestros poros; quedamos encantados con el recorrido, satisfechos por la cantidad de cosas que pudimos contemplar. Con la promesa de volver, emprendemos el regreso al otro pueblo, el Puerto de Santa Cruz, ahora por la carretera, donde tenemos los coches para la vuelta a La Cumbre.

Dejamos atrás una llama petrificada en el corazón de Extremadura, esta Sierra tan mágica como atrayente, de sillares cargados con los siglos de historia que la cortejan; de epopeyas que se hacen eco en lo más profundo de sus raíces; de carácter universal pues, al ser contemplada en toda nuestra comarca, la hacemos, un poco, nuestra (también) y nos sumamos a las hazañas que los siglos explayaron por toda su singladura.

Jesús Bermejo Bermejo       Alcorcón 2012.

* Areté: así denomino, de manera particular a los relatos publicados en el blog.



Bibliografía:

ü      El convento agustino de Santa Cruz de la Sierra. Escrito por Francisco Cillán Cillán. Coloquios Históricos de Extremadura.
ü      Wikipedia.


domingo, 18 de noviembre de 2012

EL SILENCIO DE LOS JUSTOS


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viernes, 26 de octubre de 2012

ANÉCDOTAS DE UNA VIGA (II)


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miércoles, 17 de octubre de 2012

VESPACIO: LA CUMBRE – SANTIAGO DE COMPOSTELA (II)


                     2º DÍA: PLASENCIA- SALAMANCA (POR EL VALLE DEL JERTE).


Para Iñaki y Ana, a la amistad vieja (y nueva)
que perdura.
Y para mi primo Jorge, que lee el blog con el
mismo fervor que un cumbreño.


El dulzor de la mermelada, ligeramente propagada sobre el pan, enjuaga la brisa que recorre la mañana sobre la terraza de la cafetería del hostal placentino; el periódico “Extremadura” se desliza en nuestras manos como una indicación remitente y delatora de la actualidad. Los coches pasan por la Avenida de Salamanca sin sosiego y la vespa, provista ya de nuestra mochila, aguarda serena el comienzo del día, mientras el innegable café nos infunda de animada actitud ante el recorrido.
Arrancamos, la curiosidad de los transeúntes se contagia entre las sombras de los grandes árboles del Parque de la Coronación y, casi zigzagueando, recorremos los barrios de “San Calixto” y “Miralvalle” para enfilar el Puente de Adolfo Suárez y, así, coger la N-110, famosamente conocida como “Carretera de Valle”.
La vegetación cambia y los balcones se tornan de madera bajo inscripciones en latín que laurean las puertas de los pueblos del Jerte, todavía no han empezado las curvas pero el paisaje se enreversa a la vez que maravilla nuestra silueta.
Es este un río generoso, que se hundió entre el macizo de Tormantos y los montes de Traslasierra y Sierra de Bejar en una curiosa desviación de montañas hace 40 millones de años, y que lame toda su especial singladura, modelando las laderas, entre las cuales, destacan las “terrazas” de cerezos característicos y, más arriba, los típicos chozos pastoriles de pizarra arrancada de las sierras por el efecto del hielo. Y “voilá”, he aquí este enigmático y paradisiaco valle, gran galán del norte de nuestra tierra.
Pasamos Navaconcejo, el rítmico traquetear de la moto encandila más, si cabe, la esencia de la aventura; cruzamos las aguas del protagonista del paisaje una y otra vez, maravillados por su cristalinidad, hasta llegar a Cabezuela del Valle, en cuyo Centro de Salud trabaja, de médico, mi primo Jorge.
Comparto con mi primo muchas cosas: un bisabuelo; la afición de viajar; conocer nuevos parajes, gentes y costumbres; el senderismo y demás deportes de naturaleza; el placer de leer;… y, en esa mañana de agosto, un café “hospitalario” entre una agradable conversación sobre el plan trazado de nuestro particular viaje a Santiago de Compostela, a través de un medio de transporte que rompe los moldes de la normalidad en los tiempos que corren.

Descansamos en la plaza de Jerte, balcones de madera escudriñan las tertulias en antiguos soportales que miran a la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, cuya torre campanario rinde homenaje a los jerteños que la defendieron en la Guerra del Francés.
Más arriba, antes de encañonar su puerto, Tornavacas se abre a nosotros como cabecera del valle, engalanándola de historias, mezcladas de leyendas, cuyos ecos resuenan entre el chapoteo de las aguas por sus piedras redondas, resaltadas cuando, apostados sobre un puente medieval, deleitamos, aún más, nuestra parada, y nos imaginamos cuando, en el Siglo X, en este mismo lugar, llamado entonces Villaflor de las Cadenas, tornaron rebaños de vacas, con teas encendidas en sus cornamentas, para hacer huir a los musulmanes durante la Reconquista, esculpiendo, para siempre, su actual topónimo.
Podríamos denominar al Puerto de Tornavacas como la frontera hacia Extremadura (desde Ávila) abrupta y salvaje, denotadora de la dificultad para acceder a estos enclaves mágicos. Por sus empinadas cuestas y curvas nos adentramos atrevidos, despacio, reduciendo hasta límites alarmantes la velocidad de la moto, que, en ciertos puntos, todo hay que decirlo, se las veía y deseaba para subir. Constantemente miraba su temperatura, si ascendía demasiado tendríamos que parar o ir a tramos, la verdad es que no era un planteamiento inicial; tampoco había que alarmarse, íbamos tan despacio que podíamos hablar sin problemas, pero mejor era no correr demasiados riesgos, así que, coincidiendo con un descanso, en una de sus múltiples curvas, paramos. Aprovechamos para beber agua y resguardarnos del sol entre los alisos mientras un cabrero, que estaba con el rebaño justo allí, nos preguntó si se “había escacharrau la amotu”, a la vez que su perrillo no paraba de ladrarnos, << no no, hemos parado para no fatigar demasiado a la vespa>> contesté yo; nos presentamos y le contamos de donde veníamos y el destino de nuestro viaje, también hablamos un poco del valle y del envidiable verde de estos parajes por los pueblos de la Extremadura del centro. El pastor se nos quedó mirando con naturalidad, parecía acostumbrado, a lo mejor, a las  locuras de los visitantes por estos lares; se llamaba Cesar, y su perro, lo más curioso, también se llamaba cesar, “pa no confundirme le he puestu como yo”. César era todo un erudito de las historias de la zona; entre “chascarrillos” refranes y, por supuesto, en “Artu Extremeñu”, nos contó que este lugar era la principal “Puerta” de Castilla hacía Extremadura y por él pasaron los rebaños trashumantes del Honrado Consejo de la Mesta durante siglos; el Emperador Carlos V, en su viaje al Monasterio de Yuste; franceses y carlistas durante sus respectivas guerras y un sinfín de personalidades que, junto al pueblo llano, construyó el valle tal y como lo vemos hoy. Maravillado por su conocimiento, le pregunté “como es que tenía esos saberis”, “ave”, contestó, “a las gentis de juera que vienin les gusta y yo se las palro porque me las enseñó mi agüelu cuandu chequininu”. Con un apretón de manos continuamos la marcha, las sombras de neblinosa esencia improvisaban dibujos en el asfalto desde las alturas pero, a medida que ascendíamos, quedaban al margen y las coníferas bajas tomaban el relevo sobre terrenos de roca fragmentada
El final mereció la pena, quedamos extasiados en el mirador y en él depositamos nuestros pensamientos negativos, bajo una piedra desnuda que abraza estos picos y riscos (el Calvitero, etc.).

Entrando en tierras de Ávila, Puerto Castilla se nos presenta como un pueblo fantástico y solitario con las casas, literalmente, en el mismo arcén de la carretera; dos niños se nos quedaron mirando mientras jugaban con un balancín improvisado, sujeto a una hercúlea viga de madera, en un antiguo establo.
A 15km, en el Barco de Ávila descansamos en su Plaza Mayor, que rinde homenaje a Juan del Barco, tripulante de la Nao Santa María en el viaje descubridor, junto a la “casa del reloj”, casa señorial con paredes de piedra labrada y mampostería de inconfundible traza castellana que guarda el reloj de la villa;  en medio del encanto y del gentío que se mueve en armonía, un policía nos advierte el mal estacionamiento de la moto y una mujer, después de felicitarnos por nuestra aventura, se desahoga en decirnos que nos están acorralando de autovías y que motos de baja cilindrada cada vez tiene menos caminos por los que andar: los pueblos pequeños es la solución, digo yo, las rutas que no están escritas en ningún libro.
Tiene el Barco de Ávila la estructura de un gran pueblo tupido de historia y encanto, donde la tierra se carga de riqueza y ofrece a sus habitantes la opulencia de sus frutos. Aquí se esgrimen entradas misteriosas a túneles, en la vetas de su castillo del siglo XIV, que cruzan montes y atraviesan ríos; se sacuden el polvo y la sangre de los combates en la calle de la “Gallareta”; pardean luces, al atardecer, en el “Puente Viejo”; cantan salmodias a San Pedro del Barco en su ermita; atesoran memorables lugares como la casa de los balcones, la “Puerta del Ahorcado”…; y trunca el horizonte cuando, azotando el sol en lo más alto, seguimos el viaje con un guiño en el aire, el mismo que tuvo Ernest Hemingway con este lugar en su libro “Por quien doblan las campanas”.

Al llegar a Piedrahita decidimos comer de menú del día y, contra todo pronostico, dimos con un gran sitio donde degustar una sopa castellana y truchas con jamón por menos de 10 € en su Plaza Mayor, ataviada de soportales de distinta época en forma poligonal, testigos, sin duda de los más variopintos espectáculos y eventos mundanos: corridas de toros, procesiones, representaciones teatrales, mercados, autos de fe,…
Como la tarde nos ganaba la carrera (por segundos), apenas dimos una vuelta rápida por este pueblo, de esencia medieval, que simboliza lo que su carácter define: piedra berroqueña clavada en la tierra, dejada como los hitos antiguos que miden las distancias y reconocen el terreno para florecer socialmente, como el remanso de un río en la lenta corriente.
Los pueblos están dormidos, como el rebaño ovejero en la siesta; pasamos por ermitas de valioso estilo encintas de esplendidos retablos e imágenes; los chopos, robles, castaños, alisos,… han dado lugar a los encinares que estamos acostumbrados en La Cumbre. El terreno se vuelve estepario y cerealista por la CL 510; la vespa rompe el silencio de las horas candentes mientras el aire juega con nosotros, acariciándonos pausadamente en el pacto de la tarde. Al atravesar Horcajo dos hombres nos saludan mientras ponen a secar tejas árabes y ladrillos macizos en el suelo. Ventanas de curiosidad escrutadora brillan a nuestro paso cuando, al pasar, dibujamos una efímera presencia y volvemos a reconciliarnos con el camino oficiado por este relato viajero, que se sumerge en la inmensidad de su naturaleza para describir lo que realmente vive.
Unos kilómetros más, en Alba de Tormes,  descansamos a la sombra de un torreón del siglo XV de los Duques de Alba y, después, un café con hielo reconfortante en una terraza ante el frescor del río Tormes.

Y, llenos de buenas probabilidades, espoleábamos a la vespa a través de este río, ya en Salamanca, donde el pícaro Lázaro de Tormes vio sus primeras luces; y Miguel de Unamuno apagó las suyas; donde una rana envejece encima de una calavera en la fachada de la Universidad; lo mismo que un moderno astronauta, en un lateral de la Puerta de Ramos de la Catedral; mientras, más abajo, Calixto y Melibea profesan su amor entre jardines y la Casa Lys; todo eso mientras posponemos un deambular, de nuevo, por su Plaza Mayor, tal vez, si es posible, a nuestra vuelta.
Llegamos a casa de nuestros amigos Iñaki y Ana a la hora prevista, después de descargar nuestros enseres y de reírnos todos del “istalache” que yo había montado en la moto para sujetar la mochila, pasamos una agradable cena entre risas, anécdotas y recuerdos que realzan, y hacen patente, esa amistad vieja (y nueva) que perdura.



Jesús Bermejo Bermejo             Salamanca, agosto de 2011.


jueves, 20 de septiembre de 2012

LAS CALLES DEL SILENCIO

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jueves, 6 de septiembre de 2012

RECORRIENDO LA SIERRA DE SANTA CRUZ (1)


Para Juanmi, empeñado, 
como yo,
como muchos,
en seguir hacia adelante.

El Puerto de Santa Cruz y Santa Cruz de la Sierra son dos pueblos que descansan abrigados en las faldas de la imponente Sierra que les da nombre. Como todos los núcleos urbanos de nuestra zona, son asentamientos de calles irregulares, estrechas y anchas, que serpentean para cruzarse unas con otras hasta llegar a grandes plazuelas, donde se deja ver una importante raigambre histórica, mientras la naturaleza del paisaje se torna salvaje, difícilmente doblegada, en un conjunto realmente extraordinario.
Llegamos al Puerto de Santa Cruz una mañana primaveral nublada, dispuestos a coronar la cima del Pico San Gregorio, un lugar donde los mitos nunca fueron irreales y se forjó la historia de toda nuestra zona. El pueblo, durante la dominación romana, fue refugio y posada para los caminantes, sobre todo a los que iban de la Emerita Augusta (Mérida) a Cesar Augusta (Zaragoza); algo muy parecido a nuestra Rodacis Cumbreña, lugar de paso de caminantes y viajeros que subían también hacia Trujillo y el norte de la antigua Hispania por nuestro particular sendero romano (el cordel).
Nos hicimos la foto de inicio de nuestra marcha ante la Iglesia de San Bartolomé Apóstol, del siglo XVI, subidos en la honorable fuente del Caño, también de esa época, en la cual se conservan los escudos de la familia Vargas Carvajal.

Las calles se tornaron en caminos, y estos en veredas abruptas, escondidas entre jarales y esparragueras cada vez más prominentes, a medida que ascendíamos, mientras el Puerto se quedaba atrás con sus casas adornadas de lapidas milenarias, caídas desde los secretos de esta Sierra, únicamente conocidos por los chaparros que crecen salvajes, agarrándose, como las piedras, en la escarpada subida, zigzagueante entre el cuerpo granítico que la moldea.
Según subíamos, la simetría entre la roca se mostraba cada vez más fragmentada, dejando picos desnudos donde, claramente, se podían entrever antiguos puestos de centinelas, en esta gran fortaleza natural. La ruta es dura al principio, pero, poco a poco, se amilana porque lo que quiere es rodear la parte oriental para, desde allí, ir subiendo lenta y progresivamente a la cima y, de esta manera, contemplar las maravillas de la Sierra en todo su esplendor.




La vegetación se recorta, los chaparros, jaras, esparragueras,… dejan paso a las duras escobas que bailan al son del viento entre las rocas y los restos de las primeras construcciones antiguas que nos vamos encontrando. También los primeros abrigos y cuevas se dejan descubrir a nuestro transito, mientras, a lo lejos, un ejercito de helechos custodian el poblado árabe, cuyas paredes y calles sobresalen para atestiguar su existencia.
Aquí, mientras aprovechamos un descanso para beber agua y retomar energías, las mismas piedras nos delatan su propia historia; de cuando los almohades, aprovechando los vestigios prerromanos, fortificaron este lugar, convirtiéndolo en un asentamiento clave para evitar el avance de las tropas cristianas. En este mismo enclave, el califa Abu-Al-Munin fortifica el territorio en 1148, asegurando el tránsito de sus tropas por la zona y haciendo más fuertes tres puntos estratégicos: el de esta Sierra, el de Trujillo y el de Montánchez.





El poblado, actualmente, parece un conjunto de pequeñas parcelas pedregosas, pero al seguir el camino por sus calles, nos invade un profundo respeto histórico al contemplar las primeras “varas”, sistemas de canalizaciones que transportaban agua desde los aljibes de las alturas hasta el núcleo urbano.
Ya para entonces, la necesidad del ser humano por tener agua corriente disponible y cercana a su vivienda hizo que ideara estos sistemas, realmente extraordinarios desde el punto de vista histórico y antropológico, ya que nos da una idea de la cotidianeidad diaria de sus gentes y su modo de vida.
Al llegar a la cima se pierden los pensamientos, la escalera esculpida en la roca y la forma del moldeado granítico nos delata la existencia de un antiguo altar de sacrificio celta o vetón donde la sangre de los animales, principalmente cabras, ovejas o bueyes servían para calmar a las divinidades de la tierra, el agua, el fuego, el viento o la luz; sí, la luz de un sol furioso que golpea a la memoria para que despierte la esencia de los hechos en este mismo lugar, para que despliegue sus múltiples formas y sigamos sus pistas en el encuentro de nosotros mismos, de nuestros ancestros, de la raíz que compartimos, condensada bajo una misma savia.




La cima, solitaria y salvaje, se entretiene con nuestros gritos y exclamaciones de asombro ante la vista tan majestuosa de toda la Penillanura trujillano-cacereña al norte, el valle del Guadiana al sur, Las Villuercas al este y la Sierra de Montánchez al oeste. No ha sido hasta ahora cuando nos hemos dado cuenta del enorme tesoro, estratégico y guerrero, que poseían los árabes, allá cuando las alturas permitían observar el avance enemigo desde leguas a la redonda.
Allí, donde se encuentra la principal ventana de nuestro territorio, se improvisan las sensaciones y los flashes de nuestras cámaras inmortalizan nuestra efímera presencia, mientras nos atrevemos a observar el aljibe y los vestigios de la antigua fortaleza que tanto esfuerzo costó a las Ordenes militares cristianas conquistar; clara muestra la tenemos en los cruceros que se multiplican por toda la cúspide de la Sierra, seguramente, herederos del proceso de cristianización de la zona, allá por el 1234, dos años después de la reconquista definitiva de Trujillo al Islam.




La temperatura es agradable e invita a tomarse tranquilamente un bocadillo, dejando a la impaciencia escondida en lo más profundo de la mochila, mientras, simplemente contemplamos la magnitud del paisaje y observábamos, curiosos, como La Cumbre se alza sencilla, unido al resto de pueblos. El punto de vista se torna al revés, tantas y tantas veces he observado esta Sierra de Santa Cruz desde el campo, la terraza de mis abuelos, la carretera de Ibahernando,… que no imaginaba como se vería el pueblo, la dehesa y los encinares de La Jara desde esta cúspide donde, dicen, las estrellas fugaces relampaguean el cielo, sobre todo en las noches de verano, y se ven luces mágicas, como si, realmente, habitaran aquí los dioses antiguos de épocas pasadas y nos manifestaran su presencia.

Continuará

Jesús Bermejo Bermejo               La Cumbre 2012


martes, 14 de agosto de 2012

CINCO MINUTOS PARA RESPIRAR...


Quizás no sea para tanto, quizás se está mal acostumbrado, el calor asfixia el asfalto y los coches surcan las carreteras mientras los carteles digitales advierten sobre el gran peligro de arrojar cigarros encendidos por la ventanilla… no lo sé, se lleva todo el año esperando el verano, cuando hace mucho frío nos acordamos de él, en aquellos momentos de lluvia y semanas encadenadas a fines de semana simultáneamente equitativos, donde es posible escuchar a la monotonía en lo más profundo de las heladas… el calor aprieta, da igual donde se trabaje o se estudie, el calor aprieta porque lo que de verdad se desea es encontrar un hueco para respirar, un tiempo determinado dentro de los tres meses para poder mirar a nuestro alrededor y parar un poco el vertiginoso ritmo de la vida.

Entonces llegas al pueblo, descargas todo y te vas a la piscina, te sientas al final, en el bordillo, la gente toma el sol hasta que pita Carlos o Alberto porque este año se cierra a mediodía; coges tus bártulos y te vas a tomar algo… llegas a Naya y te juntas con la cuadrilla y, a la vez, con todas las demás, saludos, ironías, risas, cerveza con limón, caña, tinto de verano, una copita de vino blanco; después, vas a ver al canalla de Manolo “Medalla” que siempre tiene una historia con la que te partes de risa; luego das media vuelta y marchas a ver a Iván el Fonta y a Juli; patatas ali-oli, salchichas, rejos, carne en salsa, ya vas medio comido; alguien lanza <<¿Vamos a la plaza?>> y otro << ¡no hay huevos!>> la frase mágica para ir sí o sí, la última, buf, y ahora, ¿quien se come un plato de cocido?, aún así lo intentas y te echas a siesta, cuando te levantas el dolor de cabeza es insoportable y caes en la cuenta que es la primera siesta de todo el año y tu cuerpo no está acostumbrado; pegas pequeños sorbos al café mirando al infinito porque estás con todo el sueño zumbándote en los oídos, agarras a la “alemana” (mi bicicleta) y pedaleas con ella a la piscina otra vez; hay que preparar las cosas de la peña para las ferias y la semana joven rodacis aún te golpea de soslayo por lo que hay que arrimar el hombro, planteamientos en el transcurso del pensamiento de unos días a la playa que vaguean en tu mente; llegas a casa y pasas por delante del televisor lanzándole una mirada de extrañeza, como si acabaras de ver a un pingüino en el desierto; sales a correr por el camino de la Puente, el recorrido de siempre, el mismo que llevas haciendo desde los 14 o 15 años, el aire golpea tu cara y el sol te ciega unos instantes, tiñendo su dominio, los montes de la Jara, de color cada vez más rojizo, La Puente se desdibuja en el valle mientras arriba, en el camino, las acacias que sembró el ayuntamiento resisten milagrosamente, atraviesas la Puente Nueva y recuerdas lo dura que es la cuesta hasta que llegas al final del cerro para luego volver, la tranquilidad es absolutamente cautivadora y no puedes decir una palabra a los transeúntes que te encuentras porque estas demasiado sofocado, por lo que te limitas a levantar la mano, a modo de saludo.
El sol da sus últimas bocanadas y la gente empieza salir “al fresco”; desde el ciber la carretera es una gran espada que corta la tierra en dos y, a esas horas, la dehesa es lo que más se parece al mar por los alrededores; te sientas fuera con un litro de tinto con fanta limón y cae, sin quererlo, un periódico viejo de varios días en tus manos: las medallas españolas en estos Juegos Olímpicos londinenses de 2012 llegan a 10 (al final llegamos a 17), pero en nuestra querida España, Sanidad deja en el aire la atención a los sin papeles con dolencias crónicas y un “problema contable” bloquea la ayuda de 400€ de 200.000 parados, mientras el rey (con minúscula, faltaría menos) inaugura el verano desde su palacio en Mallorca y RTVE agoniza de la degolladura a la que la han sometido; nada nuevo, piensas, coges otra vez a la alemana y te das una vuelta por el pueblo, aunque sea tarde las bicicletas están por todos lados y los jóvenes se beben unos litros apostados en los bancos del Corral Concejo, los saludas casi con envidia y te vas a dormir; mientras bajas por la Calle de la Cruz, el aire se mete en tus pulmones con energía, consciente, de esos cinco minutos tan sumamente buscados.

Jesús Bermejo Bermejo      La Cumbre 2012.

miércoles, 4 de julio de 2012

MARIMANTAS, HOMBRES DE LA MEDIA, CULEBRAS GIGANTES, EXTRATERRESTRES Y DEMÁS SERES NATURALES Y ANTINATURALES.




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miércoles, 20 de junio de 2012

VESPACIO: LA CUMBRE-SANTIAGO DE COMPOSTELA (I)


1º DÍA: LA CUMBRE-PLASENCIA.

El tiempo, la locura, el viaje, la aptitud de la moto y de nosotros mismos; nuestras propias limitaciones, el entusiasmo, la realidad… todo un amasijo de sentimientos despertaron en ese pálido amanecer de temperatura impropia. La vuelta al “Rollo” (monolito ubicado en el centro de la plaza de La Cumbre que le otorgó propia jurisdicción e independencia siglos atrás) para bendecir la travesía. Surcamos la carretera hacia Trujillo con la familiaridad que otorga los años recorriendo este camino para múltiples quehaceres; y, con ese pensamiento, atravesamos la ciudad conquistadora velozmente, provechosos de poseer la ventaja de conocerla a fondo y poder aparcar sus calles empedradas, casas solariegas, puertas amuralladas, castillo-fortaleza, esplendida plaza,… para otra breve ocasión.
Enfilamos la Ex 208 dirección Monfragüe, las encinas salpican el paisaje y los jóvenes abejarucos (verdes) atraviesan la carretera cuando pasamos por la Aldea del Obispo. El río Tozo, como nuestro Gibranzos, nos recibe seco, con sus charcos bostezando el sueño de las aguas empantanadas y el “cieno” volviéndose de un color más negruzco, a medida que la temperatura asciende; los puentes son de los años 60-70, todos tienen la misma estructura, recuerdan a aquella revolución industrial que nunca surcó estos páramos, las piedras sangran herrumbre al contacto con las barandillas de hierro, traspasadas por los años. Nada que ver con su afluente, el río Almonte sí nos recibe como lo que es, uno de los hijos mimados del Tajo. Un poquito hacia nuestra derecha le laurean sus tres puentes, cerca de Jaraicejo: el Medieval, el de la Dictadura y el de la Democracia.

Paramos en Torrejón el Rubio a echar combustible en una minúscula gasolinera, frente al parque Jesús Garzón, uno de los culpables de que el Parque Nacional de Monfragüe sea lo que es, naturalista cántabro incansable, que supo ver en nuestra tierra lo que muchos de nosotros aún no apreciamos y deberíamos ver como un autentico tesoro.
El tiempo seguía grisáceo, como la temperatura en la moto, algo, que por otro lado agradecían los hombres de los campos, subidos en los remolques de los tractores; nos saludaban mientras echaban las porciones de pacas a las ovejas que, como beatas en procesión, seguían el rastro de la maquinaria agrícola.

Los romanos llamaron a Monfragüe  “Mons fragorum” (Monte Fragoso) y los árabes “Al Mofrag” (El Abismo) y hasta allí descendimos, por un abismo de curvas interminables, donde, en una de ellas, nos saludó una raposa, brincando de entre las jaras. Es allí donde la soledad va acompañada con el deleite de ver sobrevolar a un buitre negro, justo encima de nuestras cabezas. Éramos consciente de la gran belleza, inmensidad y misterio del lugar donde nos encontramos; de las pocas excursiones productivas del Colegio y el Instituto, estaba la de este Parque, ahora Nacional; donde, sobre otras anécdotas y rincones, sabía donde anidaban todos los años una pareja de cigüeñas negras y otra de búho real en Peñafalcón, gran roquedo bañado por las aguas del Tajo; enfrente se halla el mirador del “Salto del Gitano”; dos columnas pedregosas donde, según la popular leyenda, atravesó el huido, perseguido de la Guardia Civil.
Subimos con la moto hasta lo que pudimos de la cuesta del Castillo, dejando en lo alto las cuevas donde se hallan pinturas rupestres, repartidas por estas escarpadas sierras cuarciticas. Es, sin duda, un lugar precioso, que nunca me cansaré de visitar; a 465 metros, como un vigía, se haya el Castillo de Monfragüe, fortaleza antigua de gran importancia en el territorio, sobre todo en los rifirrafes entre almohades y las ordenes cristianas hasta su conquista por estas últimas en el siglo XII. Posteriormente, fue lugar muy venerado por estos caballeros de la Edad Media, como se demuestra en la Virgen que hay en su ermita, contigua al castillo, traída desde Palestina por los Cruzados.

Arriba, en la torre pentagonal del homenaje, la vista es indescriptible: la bajada del camino hacia la fuente del francés, la fusión del Tajo con el Tietar, los depósitos de cuarcitas apelotonados en las faldas de las sierras, ese “mar” de encinas que, tantas y tantas veces, me ha cautivado y me cautivará para siempre; una sensación orgullosa de quien siente su tierra en el corazón.
Serpenteamos Peñafalcón y “El salto del gitano”, con el río a nuestra izquierda, hasta llegar a la fuente del francés, al parecer, denominada así en honor a un naturalista del país del norte vecino, que intentó salvar a un ave en las traicioneras aguas del río Tajo y se ahogó en el intento; es un lugar de espiritualidad casi monástica, poblado de vegetación, donde la majestuosidad del gran río ibérico compite con las sierras que los custodian, cautivo del bosque mediterráneo, aquí el rumor acuífero se deja atrapar y respira a través de las encinas, quejigos, madroños y jaras; una sensación que se agarra como el musgo a las rocas, en este santuario natural.
Este es un paraje en el que, durante en la Guerra Civil Española, hubo una intensa permanencia de guerrilleros antifranquistas y, precisamente, uno de ellos, el jefe de la 12ª división en el norte de Cáceres: Pedro José Marquino Monje “el francés” cayó abatido en un enfrentamiento con la Guardia Civil cerca de este lugar; hecho que hace que, siempre que beba en esta fuente me pregunte la verdadera historia de su nombre.
Y hecho, el de la actividad de los guerrilleros antifranquistas en esta zona natural, que es recordado en una placa sencilla de pizarra a orillas del Puente del Cardenal, misteriosa obra arquitectónica que aparece, cuando bajan, y desaparece, cuando suben, las aguas mezcladas del Tajo y el Tietar. Fue mandado construir por el cardenal Juan de Carvajal, en 1446, facilitando las comunicaciones entre Plasencia, Jaraicejo y Trujillo. Al parecer, dice el clamor popular, que costó 30.000 monedas de oro, las misma cantidad que piedras tiene el puente.
Historias, leyendas, nombres, castillos, puentes, parajes, rincones,… no éramos conscientes, o más bien, todavía no asimilábamos la envergadura y la riqueza de nuestro viaje.
Avanzando unas curvas más llegamos a Villarreal de San Carlos; pizarra, pequeña iglesia en lo más alto, restaurantes, tiendas de recuerdos y Centro de Interpretación del Parque. Fundada en 1788 por Carlos III como guarnición fija para vigilar esta zona del continuo bandolerismo que la asolaba, sobre todo en el, ya citado, puente del Cardenal y el puerto de la Serrana.
Posee una calle principal preciosa que invita a la tranquilidad y donde, por lo menos la última vez que vine, rondaba un jabalí “domesticado”, que se zampaba las chucherías que les echaba los niños, para sorpresa de los muchos turistas de este paraje natural.
Comimos unos bocadillos a la sombra de un merendero, junto a los chozos de pizarra y “escoba”, antiguo aguardo de pastores, que ahora se utilizan como reclamo turístico y para los colegios, para inculcar el amor a la naturaleza y, lo más importante aún, su conservación y protección.
El aire se mete entre nuestro cascos y nos zumba en los oídos cuando serpenteamos las grandes fincas de encinas y alcornoques mientras disfrutamos de cada segundo y metro recorrido: el traquetear del motor, la posición en las curvas, la sensación de tener el tiempo retenido, metido en un saco, para esparcirlo como y cuando queramos, doblegarlo como el viento al pasto, peinado, dorado al sol en la tarde extremeña.
Llegamos a Plasencia coincidiendo con el Martes Mayor y, al igual que Trujillo, con la ventaja de conocerla bien; atravesamos el río Jerte, bordeando la muralla, la Catedral y la Puerta del Sol, hasta llegar al antiguo recinto ferial y al Acueducto, momento en el cual torcimos a la izquierda y, pasando la plaza de toros, llegamos al hostal donde pasaríamos la noche.

Es Plasencia lo que podría denominar “una de mis ciudades” pues en ella viví y cursé el Bachillerato; en 1995 dejé atrás al niño “montehermoseño” para dar paso al adolescente “placentino”. No sabría explicar la sensación de recorrer mi antiguo barrio, cambiadisimo, los “canchales”, como aquí se llaman, se hayan ahora debajo de la gran cantidad de barriadas de casas que han construido desde mi marcha. Mientras andábamos notaba como mi presencia en ese lugar se había desvanecido y trataba de buscarla a toda costa, a golpe de recordar, hablando con los ojos bien abiertos, intentando reconocerme a mi mismo.
Llegamos a “Sor Valentina Mirón” y atravesamos la Iglesia del Salvador y su pasaje; mi amigo Jesús nos esperaba frente a la puerta del ayuntamiento, con el estado de haber pasado todo el día de cañas (era Martes Mayor). Ni corto ni perezoso, como ese día en Plasencia no era el idóneo para tomar un café tranquilamente, nos metimos en la popular calle de “los vinos”, donde antiguos bares y pubs, que aún perduraban, me hacían retroceder en el tiempo, a esos fines de semana mágicos y, por desgracia, lejanos.

Jesús Bermejo Bermejo.    Plasencia (Cáceres) Agosto de 2011.




jueves, 31 de mayo de 2012

AQUELLOS DÍAS DE EXTREMADURA...


AQUELLOS DÍAS DE EXTREMADURA…

Como todas las cosas, la “era Ibarra” en Extremadura podrá, ahora que ha pasado, someterse a innumerables críticas (que las tiene y “muy gordas”); pero a mí, personalmente me gustaría  resaltar el inicio en el empeño y la constancia de rescatar o renacer el orgullo extremeño; esa incansable empresa de otorgar la identidad que se merece Extremadura, de sentirnos ennoblecidos con nuestra Tierra y alejar, para siempre, los tópicos impuestos por pasados yugos y señoritos.
Solo así se explican aquellos extravagantes “Días de Extremadura” de los años ochenta; solo así podemos comprender que a muchos paisanos se les erizase el vello de los brazos cuando Montserrat Caballé (una catalana) cantaba nuestro recién estrenado himno, compuesto por Miguel del Barco. Aquello era un despilfarro sí, una bomba de relojería que nos indicaba que Extremadura iba a cambiar, un episodio de nuestra historia evitable pero necesario, el despertar de una época que nacía en nuestras manos.
Entonces, el objetivo era el principio de un orgullo: La Identidad Extremeña; y los discursos políticos sonaban así:
“Hay que resaltar nuestra condición política de extremeño, nuestro folclore, tradiciones, bailes, costumbres, paisajes, artistas, intelectuales,…”; “Tenemos que hacer que el caciquismo y el miedo desaparezcan para siempre de nuestro horizonte”; “Hay que hacer de Extremadura una tierra de la que nadie tenga que marcharse para labrarse un futuro de progreso”.*
¿Lo ven?, por eso, aquellos niños extremeños de los años ochenta hemos crecido con ese esplendor tantas veces repetido; hemos pegado a nuestras bicicletas pegatinas con nuestra bandera autonómica; hemos visto cantar a Julio Iglesias en la plaza de Trujillo sobre el hombro de nuestros padres;… en definitiva, nos prepararon para sentirnos orgullosos de todo lo que es hoy Extremadura y sus orígenes.

No obstante, déjenme que les cuente una anécdota: hace algunos veranos, cuando trabajaba de socorrista en nuestra piscina, se me acercó una persona, “nacía y criá aquí” y me dijo en un forzado acento catalán <<Bona tarda, a que hora se plega esto>>, no me pude contener, con un hormigueo en el estomago le conteste <<En cuanti ohcurezca, jundeamos tóh de p aquí>>**.
¿Se dan cuenta? Aunque exista esta clase de personas que, en lugar de preservar sus raíces, nadan sobre ellas sin dejarse impregnar en absoluto; yo me alegro de ser extremeño, me alegro de aquellos discursos de Ibarra que fortalecieron el pensamiento de mis padres y educaron el espíritu de aquel niño que hoy les escribe. Me devolvieron mi identidad, la misma que fue pisoteada a mis antepasados y renace limpia en mí con proyección de futuro.
Y me da igual que alguien piense que este texto tiene connotaciones políticas (que no las tiene) y que mi novia, la leerlo, me diga <<Jesús, que se te ve venir>>; peor es lo que me dice mi amigo Emilio que, en cuanto me ve, me salta con que <<Tengo engañao a medio pueblo>>.

Jesús Bermejo Bermejo    La Cumbre 2009.

*Fragmentos de discursos de aquellos “Días de Extremadura”. La última frase es un constante compromiso que, desgraciadamente y a nuestro muy pesar, no se consigue todavía.

** Castuo “acumbreñizado”, la “h” se pronuncia como si fuera la “s” aspirada.