2º DÍA: PLASENCIA- SALAMANCA (POR EL VALLE DEL JERTE).
Para Iñaki y Ana, a la amistad vieja (y nueva)
que perdura.
Y para mi primo Jorge, que lee el blog con el
mismo fervor que un
cumbreño.
El dulzor de la mermelada,
ligeramente propagada sobre el pan, enjuaga la brisa que recorre la mañana
sobre la terraza de la cafetería del hostal placentino; el periódico “Extremadura”
se desliza en nuestras manos como una indicación remitente y delatora de la
actualidad. Los coches pasan por la Avenida de Salamanca sin sosiego y la
vespa, provista ya de nuestra mochila, aguarda serena el comienzo del día,
mientras el innegable café nos infunda de animada actitud ante el recorrido.
Arrancamos, la curiosidad de los
transeúntes se contagia entre las sombras de los grandes árboles del Parque de
la Coronación y, casi zigzagueando, recorremos los barrios de “San Calixto” y
“Miralvalle” para enfilar el Puente de Adolfo
Suárez y, así, coger la N-110, famosamente conocida como “Carretera de
Valle”.
La vegetación cambia y los
balcones se tornan de madera bajo inscripciones en latín que laurean las
puertas de los pueblos del Jerte, todavía no han empezado las curvas pero el
paisaje se enreversa a la vez que maravilla nuestra silueta.
Es este un río generoso, que se
hundió entre el macizo de Tormantos y los montes de Traslasierra y Sierra de
Bejar en una curiosa desviación de montañas hace 40 millones de años, y que
lame toda su especial singladura, modelando las laderas, entre las cuales,
destacan las “terrazas” de cerezos característicos y, más arriba, los típicos
chozos pastoriles de pizarra arrancada de las sierras por el efecto del hielo.
Y “voilá”, he aquí este enigmático y paradisiaco valle, gran galán del norte de
nuestra tierra.
Pasamos Navaconcejo, el rítmico
traquetear de la moto encandila más, si cabe, la esencia de la aventura;
cruzamos las aguas del protagonista del paisaje una y otra vez, maravillados
por su cristalinidad, hasta llegar a Cabezuela del Valle, en cuyo Centro de
Salud trabaja, de médico, mi primo Jorge.
Comparto con mi primo muchas
cosas: un bisabuelo; la afición de viajar; conocer nuevos parajes, gentes y
costumbres; el senderismo y demás deportes de naturaleza; el placer de leer;…
y, en esa mañana de agosto, un café “hospitalario” entre una agradable
conversación sobre el plan trazado de nuestro particular viaje a Santiago de
Compostela, a través de un medio de transporte que rompe los moldes de la
normalidad en los tiempos que corren.
Descansamos en la plaza de Jerte,
balcones de madera escudriñan las tertulias en antiguos soportales que miran a
la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, cuya torre campanario rinde
homenaje a los jerteños que la defendieron en la Guerra del Francés.
Más arriba, antes de encañonar su
puerto, Tornavacas se abre a nosotros como cabecera del valle, engalanándola de
historias, mezcladas de leyendas, cuyos ecos resuenan entre el chapoteo de las
aguas por sus piedras redondas, resaltadas cuando, apostados sobre un puente
medieval, deleitamos, aún más, nuestra parada, y nos imaginamos cuando, en el
Siglo X, en este mismo lugar, llamado entonces Villaflor de las Cadenas,
tornaron rebaños de vacas, con teas encendidas en sus cornamentas, para hacer
huir a los musulmanes durante la Reconquista, esculpiendo, para siempre, su
actual topónimo.
Podríamos denominar al Puerto de
Tornavacas como la frontera hacia Extremadura (desde Ávila) abrupta y salvaje,
denotadora de la dificultad para acceder a estos enclaves mágicos. Por sus
empinadas cuestas y curvas nos adentramos atrevidos, despacio, reduciendo hasta
límites alarmantes la velocidad de la moto, que, en ciertos puntos, todo hay
que decirlo, se las veía y deseaba para subir. Constantemente miraba su
temperatura, si ascendía demasiado tendríamos que parar o ir a tramos, la
verdad es que no era un planteamiento inicial; tampoco había que alarmarse,
íbamos tan despacio que podíamos hablar sin problemas, pero mejor era no correr
demasiados riesgos, así que, coincidiendo con un descanso, en una de sus
múltiples curvas, paramos. Aprovechamos para beber agua y resguardarnos del sol
entre los alisos mientras un cabrero, que estaba con el rebaño justo allí, nos
preguntó si se “había escacharrau la amotu”, a la vez que su perrillo no paraba
de ladrarnos, << no no, hemos parado para no fatigar demasiado a la
vespa>> contesté yo; nos presentamos y le contamos de donde veníamos y el
destino de nuestro viaje, también hablamos un poco del valle y del envidiable
verde de estos parajes por los pueblos de la Extremadura del centro. El pastor
se nos quedó mirando con naturalidad, parecía acostumbrado, a lo mejor, a
las locuras de los visitantes por estos
lares; se llamaba Cesar, y su perro,
lo más curioso, también se llamaba cesar, “pa no confundirme le he puestu como
yo”. César era todo un erudito de las historias de la zona; entre
“chascarrillos” refranes y, por supuesto, en “Artu Extremeñu”, nos contó que
este lugar era la principal “Puerta” de Castilla hacía Extremadura y por él
pasaron los rebaños trashumantes del Honrado Consejo de la Mesta durante
siglos; el Emperador Carlos V, en su
viaje al Monasterio de Yuste; franceses y carlistas durante sus respectivas
guerras y un sinfín de personalidades que, junto al pueblo llano, construyó el
valle tal y como lo vemos hoy. Maravillado por su conocimiento, le pregunté
“como es que tenía esos saberis”, “ave”, contestó, “a las gentis de juera que
vienin les gusta y yo se las palro porque me las enseñó mi agüelu cuandu
chequininu”. Con un apretón de manos continuamos la marcha, las sombras de
neblinosa esencia improvisaban dibujos en el asfalto desde las alturas pero, a
medida que ascendíamos, quedaban al margen y las coníferas bajas tomaban el
relevo sobre terrenos de roca fragmentada
El final mereció la pena,
quedamos extasiados en el mirador y en él depositamos nuestros pensamientos
negativos, bajo una piedra desnuda que abraza estos picos y riscos (el Calvitero,
etc.).
Entrando en tierras de Ávila,
Puerto Castilla se nos presenta como un pueblo fantástico y solitario con las
casas, literalmente, en el mismo arcén de la carretera; dos niños se nos
quedaron mirando mientras jugaban con un balancín improvisado, sujeto a una hercúlea
viga de madera, en un antiguo establo.
A 15km, en el Barco de Ávila descansamos
en su Plaza Mayor, que rinde homenaje a Juan
del Barco, tripulante de la Nao Santa María en el viaje descubridor, junto
a la “casa del reloj”, casa señorial con paredes de piedra labrada y
mampostería de inconfundible traza castellana que guarda el reloj de la villa; en medio del encanto y del gentío que se mueve
en armonía, un policía nos advierte el mal estacionamiento de la moto y una
mujer, después de felicitarnos por nuestra aventura, se desahoga en decirnos
que nos están acorralando de autovías y que motos de baja cilindrada cada vez
tiene menos caminos por los que andar: los pueblos pequeños es la solución,
digo yo, las rutas que no están escritas en ningún libro.
Tiene el Barco de Ávila la estructura
de un gran pueblo tupido de historia y encanto, donde la tierra se carga de
riqueza y ofrece a sus habitantes la opulencia de sus frutos. Aquí se esgrimen
entradas misteriosas a túneles, en la vetas de su castillo del siglo XIV, que
cruzan montes y atraviesan ríos; se sacuden el polvo y la sangre de los
combates en la calle de la “Gallareta”; pardean luces, al atardecer, en el
“Puente Viejo”; cantan salmodias a San
Pedro del Barco en su ermita; atesoran memorables lugares como la casa de
los balcones, la “Puerta del Ahorcado”…; y trunca el horizonte cuando, azotando
el sol en lo más alto, seguimos el viaje con un guiño en el aire, el mismo que
tuvo Ernest Hemingway con este lugar
en su libro “Por quien doblan las campanas”.
Al llegar a Piedrahita decidimos
comer de menú del día y, contra todo pronostico, dimos con un gran sitio donde
degustar una sopa castellana y truchas con jamón por menos de 10 € en su Plaza
Mayor, ataviada de soportales de distinta época en forma poligonal, testigos,
sin duda de los más variopintos espectáculos y eventos mundanos: corridas de
toros, procesiones, representaciones teatrales, mercados, autos de fe,…
Como la tarde nos ganaba la
carrera (por segundos), apenas dimos una vuelta rápida por este pueblo, de
esencia medieval, que simboliza lo que su carácter define: piedra berroqueña
clavada en la tierra, dejada como los hitos antiguos que miden las distancias y
reconocen el terreno para florecer socialmente, como el remanso de un río en la
lenta corriente.
Los pueblos están dormidos, como
el rebaño ovejero en la siesta; pasamos por ermitas de valioso estilo encintas
de esplendidos retablos e imágenes; los chopos, robles, castaños, alisos,… han
dado lugar a los encinares que estamos acostumbrados en La Cumbre. El terreno
se vuelve estepario y cerealista por la CL 510; la vespa rompe el silencio de
las horas candentes mientras el aire juega con nosotros, acariciándonos pausadamente
en el pacto de la tarde. Al atravesar Horcajo dos hombres nos saludan mientras
ponen a secar tejas árabes y ladrillos macizos en el suelo. Ventanas de
curiosidad escrutadora brillan a nuestro paso cuando, al pasar, dibujamos una
efímera presencia y volvemos a reconciliarnos con el camino oficiado por este
relato viajero, que se sumerge en la inmensidad de su naturaleza para describir
lo que realmente vive.
Unos kilómetros más, en Alba de
Tormes, descansamos a la sombra de un
torreón del siglo XV de los Duques de Alba y, después, un café con hielo
reconfortante en una terraza ante el frescor del río Tormes.
Y, llenos de buenas
probabilidades, espoleábamos a la vespa a través de este río, ya en Salamanca,
donde el pícaro Lázaro de Tormes vio
sus primeras luces; y Miguel de Unamuno
apagó las suyas; donde una rana envejece encima de una calavera en la fachada
de la Universidad; lo mismo que un moderno astronauta, en un lateral de la
Puerta de Ramos de la Catedral; mientras, más abajo, Calixto y Melibea profesan
su amor entre jardines y la Casa Lys; todo eso mientras posponemos un
deambular, de nuevo, por su Plaza Mayor, tal vez, si es posible, a nuestra
vuelta.
Llegamos a casa de nuestros
amigos Iñaki y Ana a la hora prevista, después de descargar nuestros enseres y de reírnos
todos del “istalache” que yo había montado en la moto para sujetar la mochila,
pasamos una agradable cena entre risas, anécdotas y recuerdos que realzan, y hacen
patente, esa amistad vieja (y nueva) que perdura.
Jesús Bermejo Bermejo Salamanca, agosto de 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario