sábado, 9 de noviembre de 2019

LA ALBUERA


Uno escribe un blog, entre muchas cosas, para saciar esa curiosidad que despierta el entorno y la nomenclatura de sus acciones; para tratar de descifrar el viaje al origen del tiempo; la senda por la que surcan los elementos que, continuamente, observamos.

Por esto mismo, no es de extrañar que, por ejemplo, nuestro cordel (del que ya hablaremos) deje su trazo romano de antiguos miliarios; atraviese, con el polvo del paso de las vacas y las ovejas, los ojos de sus puentes medievales y acabe encontrándose con la carretera Ex–381, a la altura de Trujillo y de la Albuhera, evidenciando el gran abrevadero que fue y el desprestigio que, de manera insulsa, nos empeñamos en otorgar a estos monumentos.
La hemos visto y la vemos de continuo, en nuestras incursiones a Trujillo y los viajes allende la distinguimos durante unos instantes; y esa cotidianidad nos hace sentirla, un poco, nuestra. En esos segundos (un poquito más cuando estaban las curvas) hemos padecidos sus malos olores; nuestras pupilas infantiles y adolescentes se han asombrado con los galápagos prehistóricos amontonándose encima de las piedras en el calor de las mañanas de verano; el verde de su valle en agosto era una lengua de frescura que se abría al horizonte; y en los atardeceres de invierno, el reflejo del sol en el agua nos parece un brasero de picón recién avivado.
Pero la Albuera de Trujillo (albuera, albuhera, albufera, palabras árabes que significan 'mar pequeño'), como sucede con muchas de estas construcciones, es mucho más de lo que parece.

Sobre la puerta del molino, se lee esta inscripción:

TRUGILLO FECIT
REGNANTE PHILIPO SEGUNDO
Y SIENDO CORREGIDOR POR SU MAG.
EL DOCTOR PAREJA DE PERALBA.
AÑO DE 1577.

Estamos, por tanto, ante la presa de contrafuertes más antigua de la que se tiene noticia. Trujillo, en aquella época, necesitaba un molino de cereales para abastecer al pueblo. La harina, entonces, se elaboraba en lugares demasiados alejados y los caudales de los ríos, con sus fuertes sequías, hacían que la producción fuera discontinua e insuficiente.

En 1571, una Comisión, presidida por el mencionado Dr. Peralba y el maestro cantero Sancho Cabrera, eligió como lugar más apropiado la Dehesa de las Yeguas, por su desnivel y cercanía a Trujillo. Dicha Comisión nombró como maestros de obras al citado Sancho de Cabrera y Francisco Becerra.
Decir Francisco Becerra en el siglo XVI es como decir hoy día Norman Foster, Philip Johnson, Le Corbusier, Antoni Gaudí y miles de grandes arquitectos de gran reconocimiento internacional. Definido en su época como “el mejor arquitecto que pasó a América en el buen tiempo de la arquitectura española”, la vida de Francisco Becerra da para mucho más que un “areté”. En los tiempo que narramos, este joven de menos de treinta años ya había demostrado sus dotes con su padre Alonso Becerra y su abuelo Hernán González (que fue maestro mayor de la catedral de Toledo), trabajando con ellos en la Iglesia de Herguijuela. El maestro Sancho de Cabrera se dio cuenta de su talento cuando proyectaban la Iglesia de San Martín y Santa María la Mayor en Trujillo, en los años 1558-1560, y le “fichó” para este cometido.

Desde sus inicios, el conjunto de sus obras mostraban una limpieza de líneas y formas, con predominio de los valores puramente arquitectónico sobre los ornamentales. Por ello, al conjunto de la Albuera le dotó de la magnífica puerta renacentista que se puede observar en la Dehesa de las Yeguas, cuya estructura de vano adintelado, sobre columnas toscanas y frontón triangular, además de los flameros, repetiría en sus obras americanas futuras.

El 23 de abril de 1572 se puso la primera piedra de la que se conoció como “Albuera de San Jorge” (por el santo del día). A este acto asistieron el Consejo y una gran comitiva eclesiástica. Se rezó por el bien de la construcción y, cuando quisieron colocar bajo el primer sillar cinco monedas diferentes con las armas de Felipe II, nadie de los hacendados visitantes tenía la intención de “rascarse el bolsillo”. Al final, quizás movido por la tensión (sírvase este relato para reconocer su acto), el Mayordomo Francisco Loaiza las puso con la promesa de pagársela después el Concejo, que no lo hizo hasta octubre, seis meses después.
Francisco Becerra vigilaba la construcción, en el acuerdo del Concejo de 20 de junio de 1572 se cita su jornada laboral: “se notifique a Francisco Becerra, Maestro de la albuhera que si piensa y quiera estar y asistir como es obligado desde las cinco de la mañana hasta que se ponga el sol de cada día, que lo haga y diga y para que ello se obligue con pena, porque a la obra conviene su asistencia”.

En la presa se combinó piedras irregulares y sillares. Así mismo, se añadieron enormes contrafuertes a la estructura para darle más solidez, empleándose jambas y dinteles de granito en las puertas y las ventanas de los edificios anexos. En 1577 estaba el molino construido pero no terminada la presa, por lo que el primero no pudo funcionar durante años. En 1585 un documento certifica que la obra estaba “sacada de cimientos y alta, y  fundado el molino en que se gastaron cuarenta mil reales”, por lo que hace pensar que la construcción del embalse se quedó sin fondos y se denunciaba que, ya que se había gastado el dinero en la construcción del molino, se buscara, nuevamente, capital para terminar el muro.
Pero en aquella época, Francisco Becerra ya estaba en América convirtiéndose en el gran arquitecto que fue, ¿Qué pasó?

Parece ser que el arquitecto trujillano tuvo algunos problemas en el trazo que quería dar a este proyecto. Sus múltiples construcciones, hoy alabadas con notoriedad, no estaban exentas de polémicas. Obviamente, “nadie es profeta en su tierra” y en una ciudad donde había más “de cincuenta oficiales del oficio”, las rencillas y envidias hacia quien destacaba tuvieron que saltar a la vista. Un ejemplo lo tenemos en las religiosas dominicas, seguramente “asesoradas” por algún rival, que obligaron a Becerra a colocar, dentro del convento que proyectaba, unos estribos, innecesarios y antiestéticos, en los arcos por el infundado temor que las obras no pudieran sostenerse sobre apoyos tan frágiles.
Como profesional e innovador, (ahí nos queda los balcones de esquina de los palacios trujillanos, entre otros logros, como elementos característicos de sus obras y de la influencia que dejó) las diferencias y tensiones con clientes dan muestra del carácter y de la seguridad que mostró en su oficio.

En todo caso, son razones infundadas en documentos que nos conducen al pleito que el ayuntamiento de Trujillo llevó a la Cancillería de Granada sobre las construcción de la Albuhera, obra que tuvo, en su etapa final, como maestro, otra vez, a Sancho de Cabrera.
Quizá, el levantamiento de esta laguna fuera el detonante de la marcha de Francisco Becerra a América y, por tanto, de la construcción de la catedral de Puebla de los Ángeles, Iglesia Del Convento De S. Francisco (en Ciudad de México), iglesia de Santo Domingo y San Agustín (en Quito), el trazado de las catedrales de Cuzco y Lima (en Perú) y un gran número de obras religiosas y civiles (como el Hospital De Santa Ana, las Casas Reales y el Palacio de los Virreyes en Lima) que le han valido el renombre que ocupa en la arquitectura colonial en Hispanoamérica, (no deja de tener su gracia, hoy día, que los extremeños turistas en Perú vayan a ver, precisamente, estos monumentos).

Volviendo a la albuera, en 1676, el Corregidor Yáñez volvió a insistir en la terminación y reparación de la obra (quizá estuviera terminada pero mal acabada por la falta de efectivos); recalcó que era muy necesaria la necesidad de los molinos y el enorme beneficio del estanque como abrevadero para el ganado que estuviera en la dehesa de las Yeguas.
En 1689 se termina el tercer molino, con conducción del tipo Aruba, es decir, con dos niveles, uno para todo lo relacionado con el agua (canal, rodete, piedra, etc.) y otro para la molienda del cereal (limpia, clasificación del grano, etc.).

Debemos imaginarnos el trasiego constante de ganado, carros y gentes desde nuestro cordel y carretera hacia Trujillo pasando por este enclave que funcionaba a pleno rendimiento. Y aquí cabe destacar un gran detalle:
Y es que es muy curioso como los trabajos de ingeniería se “fosilizaron” durante los siglos siguientes. Las circunstancias políticos sociales de la región y la ausencia de una revolución industrial provocó tal atraso que este tipo de construcciones se reproducía de manera similar siglo tras siglo. La pervivencia de las técnicas de la Edad Media las tenemos, por ejemplo, en la Charca Ronel que, siendo del siglo XVIII, reproduce sin innovar muchos de los elementos de la Albuera de Trujillo (sillarejo en los muros, contrafuertes, tres molinos, ect), quitándole, para más inri, los elementos ornamentales de antaño.
Otros ejemplos, desperdigados por Extremadura, los encontramos en las presas de Feria o Zalamea de la Serena.



Pero no acaba aquí la historia de este estanque de Trujillo cuyo muro es de 190 metros de longitud. Se utilizó también como criadero de peces, por eso tiene un contraembalse. Desde el molino de la base del muro sale un pequeño canal (50 cm de ancho por un metro de profundidad, todo de bloques de granito), que conducía el agua unos 400 metros hasta la cubeta del segundo molino y después salía esa misma agua, por un segundo canal hasta el tercer molino, 100 metros abajo.

Debió de funcionar así hasta principios del siglo XX, cuando empezaron a verterse las aguas residuales de Trujillo. Más arriba se encuentra la Estación depuradora de aguas residuales; una acción, sin duda, digna de ser juzgada y que debería requerir la obligación de volver a dotar al conjunto histórico natural de la Albuera el rango que se merece.



Parece ser, y esto es una reflexión personal, que Trujillo tiene elementos históricos de sobra como para despreciar muchos de los que tiene. Le pasó con el lavadero, que está siendo rehabilitado; y le sigue pasando con muchos de los edificios y monumentos de la ciudad. Cuando voy a los Coloquios Históricos de Extremadura, me quedo maravillado con el Convento de la Coria; pero hay que recordar que fue un importante historiador, Xavier de Salas, quien se fijó e impulsó su restauración. Hoy día, cuando vamos  a la Coria, justo enfrente, sigue habiendo ruinas de otro edificio que tuvo similar belleza, a juzgar por los bordones franciscanos esculpidos en las puertas; y lo mismo pasa con otros muchos edificios.

Hace 120 años destinaron las aguas residuales de la ciudad a la Albuera de San Jorge, pero también dijeron NO al paso del ferrocarril ¿debemos seguir en los mismos errores que aquellos carcundos de finales del siglo XIX? Ahí dejo esa cuestión, con todo respeto, mientras me imagino el magnífico paseo por el muro de una Albuhera de aguas limpias, con muchos patos y peces donde poder pescar, descansar y maravillarse con esta construcción del mayor arquitecto extremeño del siglo XVI.
Será porque en La Cumbre conocemos muy bien el paisaje que separa este embalse de nuestro pueblo; será porque sabemos que nuestro cordel es historia viva escrita en sus veredas; será porque debemos cuidar estos enclaves que, tan apropósito, destronaron quienes no supieron valorarlos. En todo caso, allí siguen su muro,su portada y sus molinos, atrincherados en los berrocales de lo que son materia.




Jesús Bermejo Bermejo


Foto portada Dehesa de las Yeguas: Jesús Bermejo Bermejo.
Fotos de la Albuera de Trujillo: José Antonio Amarilla Jaraíz.







lunes, 21 de octubre de 2019

LAS NOTRE DAMES


La Catedral de Notre Dame de París ardió, el pasado abril, en medio de una multitud desesperada que gritaba su impotencia por las redes sociales. No se han hecho esperar los simbolismos (la aguja del tejado caer en un gesto que nos ha recordado a las Torres Gemelas); los milagros (esos bomberos entrando y observando la cruz del altar brillando intacta con la Piedad de Nicolás Coustou impoluta entre escombros); las teorías conspirativas (al mismo tiempo que ardía la catedral un fuego sospechoso se propagaba por la mezquita de Al-Aqsa en Jerusalén); y la hipocresía a que nos tienen acostumbrados Facebook, Instagram y sus colegas, especializados en convertir en eruditos a grandísimos zoquetes y a solidarios a grandísimos egoístas. Una gran cantidad de personas en el mundo han mostrado su interés en donar grandes sumas de dinero para restaurarla, como si la Iglesia fuera pobre y no pudiese hacer frente a esta desgracia.

Casi al mismo tiempo, contemplábamos con estupor los incendios veraniegos; una gran masa de fuego se propagaba por las llanuras portuguesas y desde el castillo de Monsanto se apreciaba el fétido aliento de las brasas humeantes. De nuevo, en torno a este tema, surgen las teorías confabuladoras de quienes provocan al dios Vulcano y le azuzan ayudados por la falta de agua y altas temperaturas. Así, como antaño hicieran con los españoles que intentaron sitiar el castillo templario, los habitantes de Monsanto se preparaban, en el silencio sepulcral que ofrece el granito, para contraatacar el fuego que intentaba devorar sus entrañas y desfigurar la tierra de sus antepasados.

Si saltamos el charco, los incendios del Amazonas fulminan nuestro pulmón planetario para convertirlo en tierras de ganado y comercio; los políticos hacen estragos para atacar al contrario, pero lo cierto es que los incendios en la mayor selva del mundo se llevan sucediendo durante siglos,  y en las últimas décadas con una virulencia aplastante. Luego nos preguntamos ¿Por qué no llueve?, o ¿Qué calor hace?, o, simplemente, estamos celebrando “los Santos” (el uno de noviembre) en el campo, en mangas corta.

Pero ya haremos un “Areté ecologista”, que tiene bastante “miga” y en el que me gustaría resaltar un aspecto que nos viene “asfixiando” sin darnos cuenta… estábamos hablando del incendio de la Catedral de Notre Dame sucedido en abril. Cuando vi la noticia explayada en los periódicos e internet, no pude evitar acordarme de las miles y miles de “Notre Dames” que agonizan la ruina histórica de desaparecer. Esos edificios, semiescondidos la mayoría, víctimas de su propia coyuntura de años sin dar el servicio que se les requiere; sin esas circunstancias que hacen que se les estime o se les valore, restaurándoles y dándoles el uso, original o alternativo, que se merecen.

Justo por esas fechas se llevaron el brocal del pozo de los milagros del Convento Agustino de Santa Cruz de la Sierra; el dueño creía tener un poder aún mayor que las aguas milagrosas que emanaban de ese brocal y que fueron la primera piedra y el principal eje sobre el que se construyó el edificio.

Habría que explicar la historia: antes del inmueble, en el lugar se sucedían fenómenos extraños de luces y sombras entre destellos que salían de la tierra o asomaban por la sierra… en 1633 Bernabé Moreno de Vargas (primer cronista e historiador de Mérida) escribió que “de ordinario se ven unas luces milagrosas, y se entiende son señales de que allí están escondidos algunos cuerpos de santos, pues otras semejantes luces se han visto adonde había cosas de este género”… a lo místico y sobrenatural del contexto se unió que, en un punto alto del pueblo, existía una especie de pozo cuyas aguas eran famosas por las propiedades medicinales que ostentaba, especialmente para sanar la viruela (una enfermedad que causaba verdaderos estragos entre la población). Este pozo lo mismo estaba vacío que, de  repente, se llenaba en unos segundos. De todas partes venían gentes para beber y echarse por encima esas aguas milagrosas, incluso de Portugal.

El pozo ya estaba ahí desde tiempos inmemoriales y en torno a él se edificó el convento de los frailes agustinos, la cúpula mayor laurea su brocal (bueno, laureaba); nadie se explicaba entonces el poder curativo de sus aguas y el carácter misterioso del aura sobre el que se envolvía. Los frailes de entonces, para apartarlo del paganismo natural (propio de la Iglesia en aquellos tiempos), empezó a infundir que la esencia divina de esas aguas se debía a que en el lugar se encontraba parte de la cátedra (el sillón) de San Ildefonso y un fragmento de Lignum Crucis (la cruz de Cristo). En 1699 se hizo una excavación para averiguarlo y no encontraron nada de lo que afirmaban.

El pozo milagroso y las luces enigmáticas convirtieron al convento en centro de peregrinación y prestigio. Pero como las relaciones Iglesia- Pueblo siempre se han configurado desde la creencia de la superioridad de la primera sobre el segundo y el temor a Dios ha sido bien explotado con fines no siempre benevolentes. Lo cierto es que, cuando se construyó el convento, la población se quedó sin las aguas milagrosas del manantial sagrado; de hecho los frailes construyeron otro pozo para abastecerse ellos y provocaron la sequía, a su vez, de otro que utilizaba el pueblo. También, las famosas cañerías romanas que bajaban agua de la sierra se estropearon y los frailes se negaron a repararlas, ni siquiera una parte. Los pleitos se sucedieron y llegaron hasta el Juzgado de Granada pero la Justicia (como hoy en muchos casos), se inclinó hacia los poderosos del momento y falló a favor de los frailes. Por si eso no fuera poco, los impuestos, demandas y limosnas obligatorias se sucedían y multiplicaban, poseyendo las mejores tierras, la posada y el molino, en el río Alcollarín.

Las generaciones de Santacruceños se sucedieron y vivieron sin las medicinales aguas del pozo durante siglos. Es por eso que no tuvieron ningún reparo, durante las desamortizaciones del siglo XIX y tras irse los últimos frailes, en cegar (sin saberlo) su manantial más preciado y destruir las paredes, bóvedas, estancias… ¡Que no vuelvan esos frailes explotadores!, pensarían…
Solo respetaron la iglesia, del siglo XVII, que sufre, hoy día, el abandono del tiempo y que, desde este verano, se ha quedado desnuda del todo porque (siempre hay alguien que saca tajada de los errores del pasado) el, poco considerado, propietario se ha llevado el brocal del pilar fundamental de este monumento tan fabuloso.

El lacerante acto se ha puesto en conocimiento de la Junta de Extremadura. No quiero ni imaginarme al brocal de esta historia pululando por el mercado negro o en el “cortijo” de algún caprichoso, o en la casa victoriana de algún anglosajón. Espero que vuelva a su lugar de origen y nada me alegraría más, ahora que vivimos tiempos en los que en los pueblos vanagloriamos nuestras raíces con el conocimiento en la exaltación cultural, que este Convento agustino se convierta en un edificio municipal restaurado, para disfrute de todo Santa Cruz de la Sierra y, por ende, de todos los pueblos vecinos.

En tal caso, es una de las muchas “Notre Dames” que no dispone de mecenas ni de conglomerado mediático para hacerse valorar. Es interesante la “Lista Roja del Patrimonio” que sacude las redes y los informes. En nuestro territorio tenemos varias: El citado convento de Santa Cruz de la Sierra, la torre palacio de los Pizarro en Conquista, la ermita de Santa Ana en Trujillo…
Estos tienen el honor de figurar en la lista, pero, al leerla, nos acordamos de nuestros molinos, de los pretiles y perdida de cimentación de La Puente, de los contrafuertes desgastados de la ermita de San Gregorio y restos de minúsculas “Notre Dames” que aguardan nuestra consideración y entrega; nuestro deber en los tiempos que nos tocan.

En un cumpleaños (ahora las fiestas se me han tornado en cumpleaños infantiles) un hombre me contó que tuvieron que coger las vigas y tejas de uno de los molinos del Gibranzos, propiedad de su familia, para construir una cuadra-cochera (ahora la moda es cochera-cocina) en La Cumbre: <<luego, años más tarde, hicimos el tejado moderno, las vigas las fuimos quemando en la lumbre y las tejas ahí siguen, en un rincón… nos llevamos las cosas en carros, todo lo aprovechable>>.
El molino se quedó sin su cubierta para protegerse y sus tejas duermen inútiles en un rincón de una cochera, no sé qué moraleja se sacará de esto pero he de reconocer que he pensado un poco sobre el tema, buscando una conclusión lógica.



Jesús Bermejo Bermejo. La Cumbre 2019



jueves, 28 de marzo de 2019

CON TRES AÑITOS


Con tres añitos la vida entra en las palabras
como la raíz a la tierra.
Esos secretos que solo tú entiendes
se descifran arropados entre mantas de sueño,
a través de las líneas que salpican los cuentos
que cada noche memorizas…

Con tres añitos los pasos se convierten en carreras
abalanzándose en la luz de tu risa,
en la gracia  con que observas el mundo;
tantos  desafíos de deseos en las tardes
atrapadas de sol, con las puertas entornadas
que tus pupilas intentan descifrar;
donde el aroma de los versos sabe a la tinta
de un garabato sobre la arena esparcida;
la plaza es solo un planeta
dentro del universo donde nacen los juegos;
el tronco de los árboles
parecen vértices que cubren la memoria
de tus días, del color que asoma en tus mejillas.

Con tres añitos los gritos son necesarios
como las murallas de los fortines;
se crea esa dependencia con que bailan tus cabellos
al compás del viento, con que exploran las ventanas
los ojos de los pájaros;
cuando descansan, a lo lejos, horizontes inmensos
de relojes detenidos
que no comparten la idiosincrasia del tiempo.

Con tres añitos mi mundo
se cierra solo ante ti;
aquellos lugares inhóspitos esperan
el murmullo de tus sensaciones,
el beso de las danzas que comparten las sombras
mientras la luz abre sus manos a la primavera.

Con tres añitos, las horas asimilan la vida
y los segundos se consumen con una sonrisa
fructífera.

JBB. 29/03/2019.


martes, 12 de marzo de 2019

UNA OVEJA EN LA ESTACIÓN DE TREN


El pasado 23 de febrero de 2019, una oveja salió de su rebaño, cogió el camino de Magacela, atravesó la carretera, surcó la urbanización “Las Mimosas” y siguió, vía adelante, hasta presentarse en la estación de Villanueva de la Serena para sorpresa de los viajeros que, una vez más, compraron el billete de la “gran aventura del tren extremeño”. Lejos de asustarse, el animal se quedó inmóvil, tranquilo, observando algo que, sin duda, se nos escapa a todos.
Aunque parezca inverosímil, las ovejas me recuerdan  a los trenes; siempre juntas como vagonetas imposibles acopladas a los pliegues de la sociedad ganadera. Donde entra una entran todas y es, precisamente, por este comportamiento tan unionista lo que revela lo peculiar del caso.
Pero no es por eso por lo que me recuerdan a los trenes, sino porque, por donde iba a pasar la vía del tren en La Cumbre, hoy solo transitan ovejas, pegadas las unas a las otras, sorteando escobas y creando las veredas que nos conducen a los lugares perdidos del pasado.

El tren fue un espejismo en nuestra comarca a principios del siglo XX, un destello de luz de luciérnagas bajo una noche de verano, una cabezonería de unos pocos, inclinados al progreso y a la industrialización del territorio, que luchaban contra otros pocos, amantes de lo tradicional y conservadores de unas costumbres arrastradas desde el Antiguo Régimen; y  en medio, los pueblos morenos de asfixiantes estíos y curtidos en los vientos que arreciaban y parecían arremolinarse, una y otra vez, para no llevarlos a ninguna parte.
Los detalles de la historia del tren que pudo ser y no fue los tengo reservado para mi futura publicación (perdonadme que los guarde de momento); pero, resumiendo, fue un “tira y afloja” de más de 30 años, elevando el problema a nivel nacional; pues, sobre la mesa, también estaban los intereses mineros de Logrosan y las trabas de los sectores conservadores de Trujillo y terratenientes de alrededores, quienes veían el peligro de una avalancha de prosperidad sobre la masa campesina que controlaban, y que desembocaría en el auge del transporte, negocios, fábricas, comunicaciones… prosperidad, en una palabra, “utilidad pública” como la llamaban los promotores de las sociedades de entonces, centradas en el asunto.
Más de cien años después, que se dice pronto, el tren en Extremadura sigue arrastrando la losa de la desigualdad y el abandono; se hunden las infraestructuras y descarrilan los despojos de un medio de transporte que, por nuestros cielos, trazó una línea tímida, sin avales de conciencia segura, porque nunca se quiso que los beneficios industriales que conllevaba calasen en nuestra economía; nunca fue una intención manifiesta acercar, a golpe de locomotora,  a los pueblos y ciudades que custodiaban los campos y dehesas donde marqueses, condesas, duques y doñas manipulaban a placer.
Ahora se busca y se reivindica, por los menos que las infraestructuras construidas se renueven y los convoyes ofrezcan la suficiente calidad para no pararse en mitad del campo, o retrasarse desmesuradamente, o arder, en medio de la desolación de todos los/as extremeños/as que clamamos un tren digno para nuestra tierra: protestando, manifestándonos o con un remanso de versos, como los que se leyeron en Badajoz hace un año y donde tuve el gusto (y el honor) de participar.

El lugar de La Cumbre que hablo es muy especial, hay que ir, no se pasa; las escobas habrán florecido y convertirán a las pizarras en pequeñas penínsulas ancladas a la tierra sobre un mar blanco; las ovejas atravesarán las pasaderas y espolvorearán las veredas en una calma infinita, donde extrañas construcciones duermen un sueño, el anhelo que transita en un susurro de aquellos que apostaron por el progreso.

* Foto de Toni Ángeles Martín





lunes, 25 de febrero de 2019

LA MONA DEL ROLLO DE MADROÑERA


LA MONA DEL ROLLO DE MADROÑERA
Escondido en la plaza del mismo nombre, el rollo de Madroñera observa tranquilo las horas que siguen a los días en este tiempos de idas y venidas históricas, donde todo parece estar condenado, irremediablemente, a repetirse. Cuando pasamos, hace unos años, camino de Guadalupe, me sorprendió lo recatado del lugar que, sin embargo, no peca de modesto en cuanto a la estructura de sus viviendas, sobre todo la extraordinaria puerta de cantería de la casa palacio del que fuera señor de la villa: Alonso Ruiz de Santa Cruz, otro de los “peruleros” que fueron con Pizarro y se labraron nombre al regresar a su tierra.
Y es que, al igual que La Cumbre, Madroñera también fue vendida y desprendida de la jurisdicción de Trujillo. En 1558 se la reservó para sí el artífice de todas aquellas ventas: don Gutierre de Vargas Carvajal, pero al morir un año después, ya había otro interesado en convertirse en “dueño del lugar”.
Todas estas construcciones, del siglo XVI, obedecen elementos similares (graderío, basa, fuste, capitel, ect) pero se adaptan a las particularidades del momento y a las disposiciones arquitectónicas de sus dueños. En este caso, para sortear el desnivel del terreno,  este rollo tiene un alzado que deja a su graderío, prácticamente, inservible. Debido a esta altura, la basa apenas se nota y su columna emerge cilíndrica en sillares de granito, donde sobresalen cuatro ornamentaciones de justicia, para acabar en la pieza más importante: el remate; que consta de dos cuerpos donde se observan dos escudos del propietario del villazgo y animales fantásticos (¿águilas?) halagándolos. Justo arriba, se asientan dos yelmos y, en la parte superior, un león, símbolo de poder y fuerza de ley, con los brazos extendidos que, debido a su pequeño tamaño, siempre se le ha confundido con una mona y, de ahí, que los madroñeros y madroñeras lo llamen “la mona del rollo”.

Como todos, los avatares de la historia, los años y las acciones de sus vecinos/as marcan el devenir de estos “arboles de piedra”, que diría Demetrio González; en este no hay cascos de caballos que puedan castigar su graderío pero las acciones, muchas veces imprudentes, de los “quintos” y “quintas” a la hora de colocar a la “mona” las banderas extremeña y española, han provocado, entre otras cosas que, hace unos años, parte de una garra del león se desprendiera (recogida por los vecinos y guardándose en el ayuntamiento). La última que se ha llevado ha sido que, tras su restauración (como el nuestro) este año, alguien lo ha rociado con aceite de motor. Algunos hablan de que ha sido porque <<no les ha gustado como lo han restaurado, luciendo con cemento su base>>,otros porque << no se ha adjudicado la obra a “gente del pueblo”>>…
Lo sucedido nos hace pensar en la época (1813-1870) en que estos monumentos civiles fueron ilegales, ya que simbolizaban la pertenencia de un lugar a alguien en particular; y como los pueblos de España no conocen otra titularidad que la nación española,  las Cortes de Cádiz ordenaron la destrucción de rollos y picotas a través del Decreto de 26 de mayo de 1813. «Los Ayuntamientos de todos los pueblos procederán de por sí y sin causar perjuicio alguno a quitar y demoler todos los signos de vasallaje que haya en sus entradas, casas capitulares o cualesquiera otros sitios».
Muchos quedaron demolidos, con sus entrañas se hicieron cantos para afirmar carreteras y caminos; o bien sirvieron de base para nuevas construcciones, convertidos en cruceros o como pedestales para poner encima alguna imagen religiosa en la iglesia.
Eso es lo que le pasó al rollo de Salvatierra de Santiago, que no existe hoy día pero que conserva una calle con su nombre; al de Deleitosa, que le destruyeron el remate; al de Torrecillas, que le rasparon los escudos y al de Santa Marta de Magasca, que lo derribaron, para luego arrepentirse y levantarlo de nuevo, desplazándolo a un rincón de la plaza.
En cuanto al nuestro, parece ser que los cumbreños y cumbreñas del siglo XIX no vieron a su principal monumento como un “símbolo de deshonra”, aunque no me atrevería a afirmar esto con rotundidad, pues nos falta la bola que coronaba el remate (cuyo mástil hemos perdido con la restauración) y una de las estrellas del escudo de los Paredes (si, Paredes y no Ulloas) esta “misteriosamente erosionada”… ¿hubo disputa entre los vecinos por derribarlo o no?… si así hubiese sido, menos mal que se optó por dejarle, formando parte de la vida de generaciones de cumbreños que le observan con cariño y orgullo y que, tras la restauración de 2019, ha quedado sano y fuerte, dispuesto a servirnos de emblema y símbolo por muchos siglos más… no se vosotros/as pero cuando lo vi restaurado por primera vez no pude evitar acordarme de Pedro Barrantes, observándolo, allá por el siglo XVI, con un aspecto, un tanto, parecido.