LA MONA DEL ROLLO DE MADROÑERA
Escondido
en la plaza del mismo nombre, el rollo de Madroñera observa tranquilo las horas
que siguen a los días en este tiempos de idas y venidas históricas, donde todo
parece estar condenado, irremediablemente, a repetirse. Cuando pasamos, hace
unos años, camino de Guadalupe, me sorprendió lo recatado del lugar que, sin
embargo, no peca de modesto en cuanto a la estructura de sus viviendas, sobre
todo la extraordinaria puerta de cantería de la casa palacio del que fuera
señor de la villa: Alonso Ruiz de Santa
Cruz, otro de los “peruleros” que fueron con Pizarro y se labraron nombre
al regresar a su tierra.
Y
es que, al igual que La Cumbre, Madroñera también fue vendida y desprendida de
la jurisdicción de Trujillo. En 1558 se la reservó para sí el artífice de todas
aquellas ventas: don Gutierre de Vargas
Carvajal, pero al morir un año
después, ya había otro interesado en convertirse en “dueño del lugar”.
Todas
estas construcciones, del siglo XVI, obedecen elementos similares (graderío,
basa, fuste, capitel, ect) pero se adaptan a las particularidades del momento y
a las disposiciones arquitectónicas de sus dueños. En este caso, para sortear
el desnivel del terreno, este rollo
tiene un alzado que deja a su graderío, prácticamente, inservible. Debido a
esta altura, la basa apenas se nota y su columna emerge cilíndrica en sillares
de granito, donde sobresalen cuatro ornamentaciones de justicia, para acabar en
la pieza más importante: el remate; que consta de dos cuerpos donde se observan
dos escudos del propietario del villazgo y animales fantásticos (¿águilas?)
halagándolos. Justo arriba, se asientan dos yelmos y, en la parte superior, un león,
símbolo de poder y fuerza de ley, con los brazos extendidos que, debido a su pequeño
tamaño, siempre se le ha confundido con una mona y, de ahí, que los madroñeros
y madroñeras lo llamen “la mona del rollo”.
Como
todos, los avatares de la historia, los años y las acciones de sus vecinos/as
marcan el devenir de estos “arboles de piedra”, que diría Demetrio González; en este no hay cascos de caballos que puedan
castigar su graderío pero las acciones, muchas veces imprudentes, de los “quintos”
y “quintas” a la hora de colocar a la “mona” las banderas extremeña y española,
han provocado, entre otras cosas que, hace unos años, parte de una garra del
león se desprendiera (recogida por los vecinos y guardándose en el
ayuntamiento). La última que se ha llevado ha sido que, tras su restauración
(como el nuestro) este año, alguien lo ha rociado con aceite de motor. Algunos
hablan de que ha sido porque <<no les ha gustado como lo han restaurado,
luciendo con cemento su base>>,otros porque << no se ha adjudicado
la obra a “gente del pueblo”>>…
Lo
sucedido nos hace pensar en la época (1813-1870) en que estos monumentos
civiles fueron ilegales, ya que simbolizaban la pertenencia de un lugar a
alguien en particular; y como los pueblos de España no conocen otra titularidad
que la nación española, las Cortes de
Cádiz ordenaron la destrucción de rollos y picotas a través del Decreto de 26
de mayo de 1813. «Los Ayuntamientos de
todos los pueblos procederán de por sí y sin causar perjuicio alguno a quitar y
demoler todos los signos de vasallaje que haya en sus entradas, casas
capitulares o cualesquiera otros sitios».
Muchos
quedaron demolidos, con sus entrañas se hicieron cantos para afirmar carreteras
y caminos; o bien sirvieron de base para nuevas construcciones, convertidos en
cruceros o como pedestales para poner encima alguna imagen religiosa en la
iglesia.
Eso
es lo que le pasó al rollo de Salvatierra de Santiago, que no existe hoy día
pero que conserva una calle con su nombre; al de Deleitosa, que le destruyeron
el remate; al de Torrecillas, que le rasparon los escudos y al de Santa Marta
de Magasca, que lo derribaron, para luego arrepentirse y levantarlo de nuevo, desplazándolo
a un rincón de la plaza.
En
cuanto al nuestro, parece ser que los cumbreños y cumbreñas del siglo XIX no
vieron a su principal monumento como un “símbolo de deshonra”, aunque no me
atrevería a afirmar esto con rotundidad, pues nos falta la bola que coronaba el
remate (cuyo mástil hemos perdido con la restauración) y una de las estrellas
del escudo de los Paredes (si, Paredes y no Ulloas) esta “misteriosamente
erosionada”… ¿hubo disputa entre los vecinos por derribarlo o no?… si así
hubiese sido, menos mal que se optó por dejarle, formando parte de la vida de
generaciones de cumbreños que le observan con cariño y orgullo y que, tras la
restauración de 2019, ha quedado sano y fuerte, dispuesto a servirnos de
emblema y símbolo por muchos siglos más… no se vosotros/as pero cuando lo vi
restaurado por primera vez no pude evitar acordarme de Pedro Barrantes, observándolo, allá por el siglo XVI, con un
aspecto, un tanto, parecido.
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