lunes, 25 de febrero de 2019

LA MONA DEL ROLLO DE MADROÑERA


LA MONA DEL ROLLO DE MADROÑERA
Escondido en la plaza del mismo nombre, el rollo de Madroñera observa tranquilo las horas que siguen a los días en este tiempos de idas y venidas históricas, donde todo parece estar condenado, irremediablemente, a repetirse. Cuando pasamos, hace unos años, camino de Guadalupe, me sorprendió lo recatado del lugar que, sin embargo, no peca de modesto en cuanto a la estructura de sus viviendas, sobre todo la extraordinaria puerta de cantería de la casa palacio del que fuera señor de la villa: Alonso Ruiz de Santa Cruz, otro de los “peruleros” que fueron con Pizarro y se labraron nombre al regresar a su tierra.
Y es que, al igual que La Cumbre, Madroñera también fue vendida y desprendida de la jurisdicción de Trujillo. En 1558 se la reservó para sí el artífice de todas aquellas ventas: don Gutierre de Vargas Carvajal, pero al morir un año después, ya había otro interesado en convertirse en “dueño del lugar”.
Todas estas construcciones, del siglo XVI, obedecen elementos similares (graderío, basa, fuste, capitel, ect) pero se adaptan a las particularidades del momento y a las disposiciones arquitectónicas de sus dueños. En este caso, para sortear el desnivel del terreno,  este rollo tiene un alzado que deja a su graderío, prácticamente, inservible. Debido a esta altura, la basa apenas se nota y su columna emerge cilíndrica en sillares de granito, donde sobresalen cuatro ornamentaciones de justicia, para acabar en la pieza más importante: el remate; que consta de dos cuerpos donde se observan dos escudos del propietario del villazgo y animales fantásticos (¿águilas?) halagándolos. Justo arriba, se asientan dos yelmos y, en la parte superior, un león, símbolo de poder y fuerza de ley, con los brazos extendidos que, debido a su pequeño tamaño, siempre se le ha confundido con una mona y, de ahí, que los madroñeros y madroñeras lo llamen “la mona del rollo”.

Como todos, los avatares de la historia, los años y las acciones de sus vecinos/as marcan el devenir de estos “arboles de piedra”, que diría Demetrio González; en este no hay cascos de caballos que puedan castigar su graderío pero las acciones, muchas veces imprudentes, de los “quintos” y “quintas” a la hora de colocar a la “mona” las banderas extremeña y española, han provocado, entre otras cosas que, hace unos años, parte de una garra del león se desprendiera (recogida por los vecinos y guardándose en el ayuntamiento). La última que se ha llevado ha sido que, tras su restauración (como el nuestro) este año, alguien lo ha rociado con aceite de motor. Algunos hablan de que ha sido porque <<no les ha gustado como lo han restaurado, luciendo con cemento su base>>,otros porque << no se ha adjudicado la obra a “gente del pueblo”>>…
Lo sucedido nos hace pensar en la época (1813-1870) en que estos monumentos civiles fueron ilegales, ya que simbolizaban la pertenencia de un lugar a alguien en particular; y como los pueblos de España no conocen otra titularidad que la nación española,  las Cortes de Cádiz ordenaron la destrucción de rollos y picotas a través del Decreto de 26 de mayo de 1813. «Los Ayuntamientos de todos los pueblos procederán de por sí y sin causar perjuicio alguno a quitar y demoler todos los signos de vasallaje que haya en sus entradas, casas capitulares o cualesquiera otros sitios».
Muchos quedaron demolidos, con sus entrañas se hicieron cantos para afirmar carreteras y caminos; o bien sirvieron de base para nuevas construcciones, convertidos en cruceros o como pedestales para poner encima alguna imagen religiosa en la iglesia.
Eso es lo que le pasó al rollo de Salvatierra de Santiago, que no existe hoy día pero que conserva una calle con su nombre; al de Deleitosa, que le destruyeron el remate; al de Torrecillas, que le rasparon los escudos y al de Santa Marta de Magasca, que lo derribaron, para luego arrepentirse y levantarlo de nuevo, desplazándolo a un rincón de la plaza.
En cuanto al nuestro, parece ser que los cumbreños y cumbreñas del siglo XIX no vieron a su principal monumento como un “símbolo de deshonra”, aunque no me atrevería a afirmar esto con rotundidad, pues nos falta la bola que coronaba el remate (cuyo mástil hemos perdido con la restauración) y una de las estrellas del escudo de los Paredes (si, Paredes y no Ulloas) esta “misteriosamente erosionada”… ¿hubo disputa entre los vecinos por derribarlo o no?… si así hubiese sido, menos mal que se optó por dejarle, formando parte de la vida de generaciones de cumbreños que le observan con cariño y orgullo y que, tras la restauración de 2019, ha quedado sano y fuerte, dispuesto a servirnos de emblema y símbolo por muchos siglos más… no se vosotros/as pero cuando lo vi restaurado por primera vez no pude evitar acordarme de Pedro Barrantes, observándolo, allá por el siglo XVI, con un aspecto, un tanto, parecido.

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