El
pasado 23 de febrero de 2019, una oveja salió de su rebaño, cogió el camino de
Magacela, atravesó la carretera, surcó la urbanización “Las Mimosas” y siguió,
vía adelante, hasta presentarse en la estación de Villanueva de la Serena para
sorpresa de los viajeros que, una vez más, compraron el billete de la “gran
aventura del tren extremeño”. Lejos de asustarse, el animal se quedó inmóvil,
tranquilo, observando algo que, sin duda, se nos escapa a todos.
Aunque
parezca inverosímil, las ovejas me recuerdan
a los trenes; siempre juntas como vagonetas imposibles acopladas a los
pliegues de la sociedad ganadera. Donde entra una entran todas y es,
precisamente, por este comportamiento tan unionista lo que revela lo peculiar
del caso.
Pero
no es por eso por lo que me recuerdan a los trenes, sino porque, por donde iba
a pasar la vía del tren en La Cumbre, hoy solo transitan ovejas, pegadas las
unas a las otras, sorteando escobas y creando las veredas que nos conducen a
los lugares perdidos del pasado.
El tren fue un
espejismo en nuestra comarca a principios del siglo XX, un destello de luz de
luciérnagas bajo una noche de verano, una cabezonería de unos pocos, inclinados
al progreso y a la industrialización del territorio, que luchaban contra otros
pocos, amantes de lo tradicional y conservadores de unas costumbres arrastradas
desde el Antiguo Régimen; y en medio,
los pueblos morenos de asfixiantes estíos y curtidos en los vientos que
arreciaban y parecían arremolinarse, una y otra vez, para no llevarlos a
ninguna parte.
Los
detalles de la historia del tren que pudo ser y no fue los tengo reservado para
mi futura publicación (perdonadme que los guarde de momento); pero, resumiendo,
fue un “tira y afloja” de más de 30 años, elevando el problema a nivel
nacional; pues, sobre la mesa, también estaban los intereses mineros de
Logrosan y las trabas de los sectores conservadores de Trujillo y
terratenientes de alrededores, quienes veían el peligro de una avalancha de
prosperidad sobre la masa campesina que controlaban, y que desembocaría en el
auge del transporte, negocios, fábricas, comunicaciones… prosperidad, en una
palabra, “utilidad pública” como la llamaban los promotores de las sociedades
de entonces, centradas en el asunto.
Más
de cien años después, que se dice pronto, el tren en Extremadura sigue
arrastrando la losa de la desigualdad y el abandono; se hunden las
infraestructuras y descarrilan los despojos de un medio de transporte que, por
nuestros cielos, trazó una línea tímida, sin avales de conciencia segura,
porque nunca se quiso que los beneficios industriales que conllevaba calasen en
nuestra economía; nunca fue una intención manifiesta acercar, a golpe de
locomotora, a los pueblos y ciudades que
custodiaban los campos y dehesas donde marqueses, condesas, duques y doñas manipulaban
a placer.
Ahora
se busca y se reivindica, por los menos que las infraestructuras construidas se
renueven y los convoyes ofrezcan la suficiente calidad para no pararse en mitad
del campo, o retrasarse desmesuradamente, o arder, en medio de la desolación de
todos los/as extremeños/as que clamamos un tren digno para nuestra tierra:
protestando, manifestándonos o con un remanso de versos, como los que se
leyeron en Badajoz hace un año y donde tuve el gusto (y el honor) de
participar.
El
lugar de La Cumbre que hablo es muy especial, hay que ir, no se pasa; las
escobas habrán florecido y convertirán a las pizarras en pequeñas penínsulas ancladas
a la tierra sobre un mar blanco; las ovejas atravesarán las pasaderas y
espolvorearán las veredas en una calma
infinita, donde extrañas construcciones duermen un sueño, el anhelo que
transita en un susurro de aquellos que apostaron por el progreso.
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Foto de Toni Ángeles Martín