miércoles, 20 de junio de 2012

VESPACIO: LA CUMBRE-SANTIAGO DE COMPOSTELA (I)


1º DÍA: LA CUMBRE-PLASENCIA.

El tiempo, la locura, el viaje, la aptitud de la moto y de nosotros mismos; nuestras propias limitaciones, el entusiasmo, la realidad… todo un amasijo de sentimientos despertaron en ese pálido amanecer de temperatura impropia. La vuelta al “Rollo” (monolito ubicado en el centro de la plaza de La Cumbre que le otorgó propia jurisdicción e independencia siglos atrás) para bendecir la travesía. Surcamos la carretera hacia Trujillo con la familiaridad que otorga los años recorriendo este camino para múltiples quehaceres; y, con ese pensamiento, atravesamos la ciudad conquistadora velozmente, provechosos de poseer la ventaja de conocerla a fondo y poder aparcar sus calles empedradas, casas solariegas, puertas amuralladas, castillo-fortaleza, esplendida plaza,… para otra breve ocasión.
Enfilamos la Ex 208 dirección Monfragüe, las encinas salpican el paisaje y los jóvenes abejarucos (verdes) atraviesan la carretera cuando pasamos por la Aldea del Obispo. El río Tozo, como nuestro Gibranzos, nos recibe seco, con sus charcos bostezando el sueño de las aguas empantanadas y el “cieno” volviéndose de un color más negruzco, a medida que la temperatura asciende; los puentes son de los años 60-70, todos tienen la misma estructura, recuerdan a aquella revolución industrial que nunca surcó estos páramos, las piedras sangran herrumbre al contacto con las barandillas de hierro, traspasadas por los años. Nada que ver con su afluente, el río Almonte sí nos recibe como lo que es, uno de los hijos mimados del Tajo. Un poquito hacia nuestra derecha le laurean sus tres puentes, cerca de Jaraicejo: el Medieval, el de la Dictadura y el de la Democracia.

Paramos en Torrejón el Rubio a echar combustible en una minúscula gasolinera, frente al parque Jesús Garzón, uno de los culpables de que el Parque Nacional de Monfragüe sea lo que es, naturalista cántabro incansable, que supo ver en nuestra tierra lo que muchos de nosotros aún no apreciamos y deberíamos ver como un autentico tesoro.
El tiempo seguía grisáceo, como la temperatura en la moto, algo, que por otro lado agradecían los hombres de los campos, subidos en los remolques de los tractores; nos saludaban mientras echaban las porciones de pacas a las ovejas que, como beatas en procesión, seguían el rastro de la maquinaria agrícola.

Los romanos llamaron a Monfragüe  “Mons fragorum” (Monte Fragoso) y los árabes “Al Mofrag” (El Abismo) y hasta allí descendimos, por un abismo de curvas interminables, donde, en una de ellas, nos saludó una raposa, brincando de entre las jaras. Es allí donde la soledad va acompañada con el deleite de ver sobrevolar a un buitre negro, justo encima de nuestras cabezas. Éramos consciente de la gran belleza, inmensidad y misterio del lugar donde nos encontramos; de las pocas excursiones productivas del Colegio y el Instituto, estaba la de este Parque, ahora Nacional; donde, sobre otras anécdotas y rincones, sabía donde anidaban todos los años una pareja de cigüeñas negras y otra de búho real en Peñafalcón, gran roquedo bañado por las aguas del Tajo; enfrente se halla el mirador del “Salto del Gitano”; dos columnas pedregosas donde, según la popular leyenda, atravesó el huido, perseguido de la Guardia Civil.
Subimos con la moto hasta lo que pudimos de la cuesta del Castillo, dejando en lo alto las cuevas donde se hallan pinturas rupestres, repartidas por estas escarpadas sierras cuarciticas. Es, sin duda, un lugar precioso, que nunca me cansaré de visitar; a 465 metros, como un vigía, se haya el Castillo de Monfragüe, fortaleza antigua de gran importancia en el territorio, sobre todo en los rifirrafes entre almohades y las ordenes cristianas hasta su conquista por estas últimas en el siglo XII. Posteriormente, fue lugar muy venerado por estos caballeros de la Edad Media, como se demuestra en la Virgen que hay en su ermita, contigua al castillo, traída desde Palestina por los Cruzados.

Arriba, en la torre pentagonal del homenaje, la vista es indescriptible: la bajada del camino hacia la fuente del francés, la fusión del Tajo con el Tietar, los depósitos de cuarcitas apelotonados en las faldas de las sierras, ese “mar” de encinas que, tantas y tantas veces, me ha cautivado y me cautivará para siempre; una sensación orgullosa de quien siente su tierra en el corazón.
Serpenteamos Peñafalcón y “El salto del gitano”, con el río a nuestra izquierda, hasta llegar a la fuente del francés, al parecer, denominada así en honor a un naturalista del país del norte vecino, que intentó salvar a un ave en las traicioneras aguas del río Tajo y se ahogó en el intento; es un lugar de espiritualidad casi monástica, poblado de vegetación, donde la majestuosidad del gran río ibérico compite con las sierras que los custodian, cautivo del bosque mediterráneo, aquí el rumor acuífero se deja atrapar y respira a través de las encinas, quejigos, madroños y jaras; una sensación que se agarra como el musgo a las rocas, en este santuario natural.
Este es un paraje en el que, durante en la Guerra Civil Española, hubo una intensa permanencia de guerrilleros antifranquistas y, precisamente, uno de ellos, el jefe de la 12ª división en el norte de Cáceres: Pedro José Marquino Monje “el francés” cayó abatido en un enfrentamiento con la Guardia Civil cerca de este lugar; hecho que hace que, siempre que beba en esta fuente me pregunte la verdadera historia de su nombre.
Y hecho, el de la actividad de los guerrilleros antifranquistas en esta zona natural, que es recordado en una placa sencilla de pizarra a orillas del Puente del Cardenal, misteriosa obra arquitectónica que aparece, cuando bajan, y desaparece, cuando suben, las aguas mezcladas del Tajo y el Tietar. Fue mandado construir por el cardenal Juan de Carvajal, en 1446, facilitando las comunicaciones entre Plasencia, Jaraicejo y Trujillo. Al parecer, dice el clamor popular, que costó 30.000 monedas de oro, las misma cantidad que piedras tiene el puente.
Historias, leyendas, nombres, castillos, puentes, parajes, rincones,… no éramos conscientes, o más bien, todavía no asimilábamos la envergadura y la riqueza de nuestro viaje.
Avanzando unas curvas más llegamos a Villarreal de San Carlos; pizarra, pequeña iglesia en lo más alto, restaurantes, tiendas de recuerdos y Centro de Interpretación del Parque. Fundada en 1788 por Carlos III como guarnición fija para vigilar esta zona del continuo bandolerismo que la asolaba, sobre todo en el, ya citado, puente del Cardenal y el puerto de la Serrana.
Posee una calle principal preciosa que invita a la tranquilidad y donde, por lo menos la última vez que vine, rondaba un jabalí “domesticado”, que se zampaba las chucherías que les echaba los niños, para sorpresa de los muchos turistas de este paraje natural.
Comimos unos bocadillos a la sombra de un merendero, junto a los chozos de pizarra y “escoba”, antiguo aguardo de pastores, que ahora se utilizan como reclamo turístico y para los colegios, para inculcar el amor a la naturaleza y, lo más importante aún, su conservación y protección.
El aire se mete entre nuestro cascos y nos zumba en los oídos cuando serpenteamos las grandes fincas de encinas y alcornoques mientras disfrutamos de cada segundo y metro recorrido: el traquetear del motor, la posición en las curvas, la sensación de tener el tiempo retenido, metido en un saco, para esparcirlo como y cuando queramos, doblegarlo como el viento al pasto, peinado, dorado al sol en la tarde extremeña.
Llegamos a Plasencia coincidiendo con el Martes Mayor y, al igual que Trujillo, con la ventaja de conocerla bien; atravesamos el río Jerte, bordeando la muralla, la Catedral y la Puerta del Sol, hasta llegar al antiguo recinto ferial y al Acueducto, momento en el cual torcimos a la izquierda y, pasando la plaza de toros, llegamos al hostal donde pasaríamos la noche.

Es Plasencia lo que podría denominar “una de mis ciudades” pues en ella viví y cursé el Bachillerato; en 1995 dejé atrás al niño “montehermoseño” para dar paso al adolescente “placentino”. No sabría explicar la sensación de recorrer mi antiguo barrio, cambiadisimo, los “canchales”, como aquí se llaman, se hayan ahora debajo de la gran cantidad de barriadas de casas que han construido desde mi marcha. Mientras andábamos notaba como mi presencia en ese lugar se había desvanecido y trataba de buscarla a toda costa, a golpe de recordar, hablando con los ojos bien abiertos, intentando reconocerme a mi mismo.
Llegamos a “Sor Valentina Mirón” y atravesamos la Iglesia del Salvador y su pasaje; mi amigo Jesús nos esperaba frente a la puerta del ayuntamiento, con el estado de haber pasado todo el día de cañas (era Martes Mayor). Ni corto ni perezoso, como ese día en Plasencia no era el idóneo para tomar un café tranquilamente, nos metimos en la popular calle de “los vinos”, donde antiguos bares y pubs, que aún perduraban, me hacían retroceder en el tiempo, a esos fines de semana mágicos y, por desgracia, lejanos.

Jesús Bermejo Bermejo.    Plasencia (Cáceres) Agosto de 2011.




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