ARETÉ.: LA CUEVA DE LOS LADRONES

jueves, 30 de mayo de 2013

LA CUEVA DE LOS LADRONES

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El Gesto del Escriba

Al desviarme por una antigua vereda, el fértil aroma de los cantuesos se destapa ante un misterioso rincón desheredado de voces humanas; el tiempo detenido habla con extrañeza de las marcas de mis pasos, del color de la altivez de las encinas; la fascinación que provoca el merodear en la línea invisible donde duerme el sosiego. Entonces me siento entre el zumbido pasajero, perenne, instintivo del moscardón; con una libreta escucho la pasividad del alma, existen muy pocos lugares como este, alejado de los límites, hallado a la deriva. Miro mientras duerme el graznido turbulento, el fragor tumultuoso de la sociedad; escucho como un espía molesto, que roba la luz, ese instante, la atalaya donde trina el pájaro, el dulce susurro de la hierba crecida, auscultada por el sol, bailada por el viento; el desorden de una luz que hace florecer las lilas, los iracundos chaparros, extrañas sombras que se cruzan a mí alrededor. Escribo mientras me absorbe la inmensidad de mi propio silencio cuando, difusos, relinchan los cuerpos geométricos de granito formando una simétrica exactitud entre el follaje; el equilibrio con la corriente del agua, agitada con pericia, alabada por los pitidos de los sapillos del río, que pronostica esa “soledad sonora” del poeta, el uso cansado, monótono del rumiar ovejero, el remanso bendito, la soberbia de las flores peinadas desnudas entre labios que detienen el tiempo, los segundos quedan errantes, la voz se resigna y habla la mirada, los ojos caen como la gotas del deshielo, sobre la fronda lozana de las jaras y los olivos. Me he sentado a escribir en este lugar, tan solo mi presencia aporta opacidad, pretende justificar la incomprensión de su destino, la sátira de mi gesto enfundado en la imposibilidad de arrancar los pétalos de las rosas, esa lógica parte de la que no encuentra su sitio el hombre. Audaces, los rabilargos han esquivado mi figura, a pesar de mi cautela se han posado en la alambrada a observarme; ahora soy yo el que, con mi gesto, traslado mi escrito al otro lado del espejo. Estoy inmerso en la calidez del lugar, entre el estambre sutil de la inocencia de los maitines a la vera del riachuelo, bajo el canto de la abubilla dentro de los párpados de las mimosas cuando cumple el cielo el amparo más profundo, en el cruce de los vientos. La soledad estalla en mis escritos, brota como lenguas ausentes de sentidos, insomnes estrechan lazos con palabras fugitivas, han venido hacia mí en esta tarde habitada de ojos hundidos en la tierra, silencio ajado entre el verde latir de los juncos en la ribera, donde duerme y canta la boca de una pasión serenada, y el ocaso se rinde ante lo inhóspito de la ternura; como un puño quiere acercarse a mi gesto, esa escritura vertida a trazos se quiebra al rememorar la tempestad de pesadas cadenas, cae sobre el mismo escriba, le empuja a la amargura que desprende una flor inholora, todo es una herrumbrosa escena de tormento sentir en apesadumbrados corazones, bajo la tarde que quiere limpiar el alma abrasada en las entrañas del que escribe, venido aquí sediento del flujo de la aurora disfrazada entre las encinas, huyendo, sin rumbo, de las sombras siervas del desprecio, innocuas palabras maduradas en la eternidad. Jesús Bermejo Bermejo. 2007

jueves, 30 de mayo de 2013

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