sábado, 29 de junio de 2013

EL PUENTE DE SAN MARTÍN

Para ti y para tu hermano,
que lo vivisteis, que volvisteis,
que me lo contasteis. Porque no
pasa un día sin que os tenga presente.


Muchos viernes por la noche nos quedábamos en casa; el piso era frío y alto (estaba en un noveno) pero los muebles, al ser viejos, eran confortables porque no había que tener cuidado de no poner los pies encima de la mesa o tirarse “en plancha” sobre el sofá. Los viernes por la noche, digo, no solíamos salir a ninguna parte; comprábamos bebidas, frutos secos,… y nos quedábamos charlando hasta la madrugada enraizados con nuestras propias palabras que fluían a través de los pensamientos, como las ramificaciones de un árbol; se enlazaban unas con otras en conversaciones que surgían espontáneas y en las que se trataban diversos temas sin llegar a diferenciarse el término de uno y el inicio del otro.
Por aquellos años aún no se había cumplido el 70 aniversario del comienzo de la Guerra Civil Española; pero las novelas, ensayos, biografías y reflexiones acerca de nuestra más reciente contienda se multiplicaban y apelotonaban en nuestras librerías y centros comerciales; y esas fotografías de soldados anónimos, perdedores de todo, con el rostro cansado y maltrecho, la mirada perdida, buscando, quizá, alguna esperanza en el tiempo, ilustraban las cubiertas de los libros que se exponían en los grandes escaparates antes la observación dudosa e incrédula de los transeúntes, diría mejor, de asombro y despertar.
En ocasiones, en el salón de nuestro pequeño piso de estudiantes, con el sonido del televisor de fondo y el cenicero agobiado de colillas, dialogábamos sobre ese periodo que nos pertenece mucho más de lo que nuestros padres creen; una etapa convulsa cuyas consecuencias no están enteramente digeridas.
Y entonces me acuerdo de una historia que no está escrita (por ahora) en ningún libro, un recuerdo trasmitido por uno de esos hombres nobles que muy poca gente llega a ser y, sin embargo, lo son aquellos que no buscan serlo; un hombre muy serio que siempre está de buen humor y es capaz de hacer reír a un barrio entero, que siempre saluda aunque no conozca a quien y, sobre todo, se ríe a carcajadas de la propia muerta porque, aunque inevitablemente llegue, sabe que la ha vencido para siempre.


El Puente de San Martín de Toledo es, junto con el de Alcántara, uno de los más espectaculares de España, fotografiado cada día por miles de turistas que quedan deslumbrados por la belleza de sus puertas que dan acceso a la ciudad y le otorga una nobleza transpirable a través de los siglos que lo contemplan.
Pero un 26 de septiembre de 1936, este hermoso puente estaba lleno de sacos terreros y actuaba como frontera, pasadizo de las dos Españas: una, la de la República, en el interior de la ciudad; la otra, la sublevada, en el otro extremo, en las inmediaciones de la Venta de San Martín (que existe hoy día) y, en medio, el Tajo, testigo de las historias y del tiempo a través de sus imponentes aguas.
Faltaba un día para que se desencadenase el ataque a la ciudad pero eso no se sabía ni entre las tropas franquistas que acampaban desde hacía días en la Venta. Allí, mientras el país sangraba por todos sus poros y se iba directamente a la mierda, tres soldados, un teniente y un cabo disputaban una peculiar partida de cartas siguiendo un “españolísimo” rito ancestral: jugarse el pellejo; en este caso, lo que perdieran se pondrían en primera línea de ataque subidos en un carro de combate alemán “Panzer I”.
El Teniente Medrano parecía que había nacido para la guerra, era el único que estaba allí por placer y el promotor de todo el juego. La sublevación le había cogido en Ceuta, embriagado de alcohol, mujeres y una sustancia extraña que fumaban los moros; legionario, demasiado impaciente; no hizo ninguna pregunta respecto a nada y saltó a la península a luchar en un conflicto cuyas ideas le importaban un pimiento.
Sieteplazas era distinto, él si era un fascista declarado, torerillo aficionado, le habían saltado dos dientes de un puñetazo una vez que se encaró con un bracero de Granada; siempre hacía alarde de una supuesta valentía y de su habilidad en el ruedo. Se encontraba en esa partida alentado por los demás soldados que le reían las gracias cuando daba pases al aire con un capote imaginario.
Facundo “el cojón”, cabo asturiano que, por azares de la vida estaba en ese lugar, le llamaban así porque era pequeño, redondo, renegrido y peludo como un testículo; maleducado, hosco, victima de un desengaño amoroso, despreciaba la vida pero no la buena comida y el Teniente Medrano le había prometido carta blanca en la cocina si participaba en el juego.
“Caramieo” tenía los ojos tristes aún cuando reía, era un muchacho de un pueblo de Murcia, tímido, taciturno, que había visto suficientes cosas execrables como para que se le quedara un perpetuo espíritu asustadizo y que estaba allí engañado por el teniente para conseguir un permiso.

Durante la partida, nada hubiera pasado desapercibido si no fuera porque el último de los soldados partícipes del juego tenía, en lugar de botas o alpargatas, unos mocasines de lujo, de los que llevan los señoritos los día de Jueves Santo; un soldado jovencísimo de los muchos que no pudieron elegir bando, la guerra le había pillado un año antes de su quinta en su pueblo, La Cumbre, un muchacho que siempre estaba serio pero que era capaz de hacer reír a su pelotón entero, la cara ancha, morena y un pelo muy fuerte y negro. Había cometido el error de ofrecerse como barbero, en la inocente creencia de que, quizás, iba a pasar el conflicto en la retaguardia, afeitando a los oficiales que se habían alzado contra la República; nada más lejos de su propósito, desde que empezó “el meollo”, siempre estuvo en medio del “tomate”. En Córdoba se encontró unos mocasines fabulosos, nunca los había visto y, sin dudarlo, se quitó las alpargatas y se los calzó; al llegar a las puertas de Toledo, tenía los pies ensangrentados, llenos de ampollas, y sabía que nadie le iba a cambiar sus cómodas botas o sus ligeras alpargatas por unos zapatitos, aunque fueran del mismísimo Primo de Rivera <<¡que inconsciente juventud!>> le había espetado el médico al contemplar la planta de sus pies.


El juego era sencillo, se barajaban bien cinco cartas y se repartían, las dos más altas ganaban; las más bajas perdían y la del medio elegía su destino.
La suerte de los desesperados estaba echada, nuestro paisano miraba a los demás a través de sus pardos ojos, el sudor empapaba las manos y retorcía aun más los nervios. En un alarde de chulería, serio, guiño un ojo, chasqueó la lengua y soltó el naipe:
-          Ahí la tenéis.
Los demás hicieron lo mismo casi mecánicamente hasta que le llegó el turno al Teniente Medrano quien, levantando la cabeza y con cierto aire de superioridad, golpeó la mesa y se levantó bruscamente del asiento, su carta era la más baja:
-          Me cago en el barbero ochenta veces, la suerte que tiene el jodio.
El cabo Facundo también había perdido, sin embargo, se reía gozosamente de Sieteplazas porque le había salido la carta de en medio y tenía que elegir destino:
-          Y ¿ahora que vas hacer torerillo? ¿vas a salir con nosotros al ruedo o te vas a quedar cagado de miedo en el burladero como este?- decía “el Cojón” señalando a “Caramieo” que, al igual que el cumbreño, había sacado la más alta.
Los soldados de las otras mesas no perdían detalle de lo que pasaba:
-          ¡Sieteplazas al toro!- gritaban.
Y el pobre muchacho, malagueño, sin dos dientes por ser demasiado impertinente, se puso de pie y, agarrándose fuerte a la cintura, le lanzó al grupo:
- Ustede que paza ¿Qué pienzan que no tengo cojone no?, pos tengo más que ninguno, ¡cabo! mañana eztoy con usté y con el teniente en el carro eze.
Toda la venta aplaudía la gallardía del soldado torero mientras el Teniente Medrano se cambiaba con el barbero las botas por los mocasines, eso era lo acordado en el juego, maldiciendo continuamente su estampa.
La partida de los condenados al azar estaba resuelta, nuestro paisano, alejándose del griterío formado, se tumbó junto a los sacos terreros próximos al puente. Desde allí parecía apreciarse una brisa de frescor que emanaba directamente del río, y se escuchaba a los pajarillos en los árboles de la ladera. Entonces, en aquellos momentos de sosiego, con el aliciente de la comodidad de sus nuevas botas y el descanso de saber que no había perdido, se acordaba se su pueblo extremeño y de cómo se formó todo esto.


Hacía apenas unos meses pero parecía que habían pasado años, la noche del 17 de julio hubo una gran estampida de estrellas, como si llorase el cielo, al día siguiente, el 18, él ni se enteró que la mitad del ejercito se había sublevado contra el Gobierno legítimo, estaba segando en “Las Magasconas” y, la verdad, Extremadura estaba lejos hasta de su propio país. Aquel día no pasó nada en La Cumbre, las noticias de Cáceres y Trujillo iban y venían como el viento que arrastra la paja. Al día siguiente se proclamó en Cáceres el estado de guerra, todos se habían rebelado contra el gobernador civil de la provincia, Miguel Canales, que sería fusilado; la Guardia Civil y los falangistas se habían armado rápidamente. Por todos lados se escuchaba que, en Las Huertas estaban cogiendo a mucha gente prisionera pero nada se sabía a ciencia cierta, los acontecimientos se sucedían bajo el desconocimiento de la distancia. Los susurros de que en Ibahernando estaban pasando cosas se hacían cada vez más palpables.
Días después, todo se terminó de ir al carajo cuando también se sublevó el Regimiento de Argel, controlando la parte occidental y centro de la provincia de Cáceres. Entonces fueron a La Cumbre falangistas trujillanos repartiendo panfletos con su himno “el cara al sol”. Ese día, mucha gente se reunió en la plaza; a nuestro protagonista le hacía gracia que los, entonces pocos, falangistas cumbreños empezaran a chapurrear la canción sin saberse muy bien la letra. Él no lo sabía pero estaban ocurriendo cosas en su pueblo; se habla de un incendio de ficheros, de destrucción de cartas, eliminación de pruebas de una sociedad agraria de ideas socialistas… no se sabe, todos los testimonios son demasiado borrosos; tan solo era patente la presencia de repeinados trujillanos, de camisas azules y correajes nuevos, cuyas lustrosas botas parecían insultar las humildes alpargatas de los futuros soldados cumbreños.
Luego, la noticia de que en la batalla de Villamesias los republicanos habían caído como chinches; otro murmullo, un soplo de viento que nacía por levante acercaba el olor podrido de la guerra hasta las calles de nuestro pueblo.
Una semana después, el Regimiento nº27 de Argel pisaba La Cumbre, en cuyos balcones se apelotonaban sábanas blancas en señal de paz y, a partir de entonces, empezaron a reclutar jóvenes del pueblo, obligándoles a participar en un entierro donde nadie les había dado vela.


El Cojón enrolló a un alambre un trozo de tocino, con un chusco de pan atrapaba las gotas de grasa que caían de la carne, calentada a la lumbre.
- Lo más rico no se puede escapar jajajaja- se reía con una carcajada mucosa, tabaquera, parecida al graznido de una urraca que detonaba en todo el Tajo. Hincándole en diente se puso de pie, desafiante, y empezó a gritar hacia el otro bando, en el otro extremo del río:
- ¡¡¡Eeeeehhh “rogelio”!!!.
- ¿Qué quieres “franquito”?- le contestaba un miliciano socialista que estaba de guardia.
- ¿Qué tenéis para cenar?, nosotros cocido con chorizo, morcilla ¡y cordero!, ¿has oído bien? ¡¡y cordero!!- bramaba el Cojón.
Y el miliciano socialista, que en esos momentos le sonaban las tripas como una bicicleta oxidada, y que ignoraba que también se pasaba hambre en el enemigo gritaba desesperado:
- ¡Me cago en tu madre y no me cago en tu madre porque…!
- ¡¿Por qué?!- gritaba con todas sus fuerzas el cabo, conocedor de la respuesta.
- ¡Porque puedo ser yo, faccioso hijo de la gran puta!- se desahogaba el miliciano.
Entonces rugió por todo el Tajo la mecánica risa del cabo asturiano, completamente satisfecho por haber sacado de quicio al enemigo.

Nuestro paisano esbozo una sonrisa ante tal espectáculo, las risas y frases amenazantes formaban parte de esa guerra psicológica que se combatía sin balas, sobre todo por las noches, y que requería de todo tipo de recursos picarescos e ingenio para quedar encima del enemigo. El cumbreño seguía, recogido entre los sacos terreros, pensativo, nostálgico con su pueblo y con su tierra. Más allá del puente, en Toledo, el Alcázar se hacía visible como un gigante que emerge en la roca; el 18 de septiembre una mina desplomó una de las torres; más cerca, por San Juan de los Reyes, los “pacos” estaban al acecho y por el Baño de la Cava se podían ver a los enlaces jugándose el tipo, saltando los obstáculos donde eran más vulnerables y podían encontrarse con una bala perdida.
Enfrente de él, en un rincón del exterior de la Venta, los moros del Tabor de Regulares habían instalado un improvisado chiringuito con los objetos que recogían de los cadáveres enemigos (pulseras, relojes, pendientes, dientes de oro, etc); muchos de ellos llevaban argollas doradas en las orejas y sus temibles cuchillos curvos relucían en sus cinturas, <<¡cómo no van a dar miedo!>>, pensaba el cumbreño, que los había visto aullar como lobos en el momento de entrar en el combate, y relamerse los labios ansiosos en esos minutos infinitos antes de cada batalla o escaramuza. Eran hombres salvajes, el Teniente Medrano estaba todo el día de riña con ellos, a él si que le tenían respeto; una vez, en un pueblo de Badajoz, a uno le rompió cuatro costilla de un palazo porque no se estaba quieto.
Lo de Badajoz fue brutal, ahora, a punto de ir al “hule”, no era recomendable acordarse de todo aquello, en el fragor de esos pensamientos, nuestro paisano se tocó los ojos y las mejillas sabiendo que era consciente que no iba a llorar, pues había agotado todas las lágrimas de su vida en aquellos lugares, ¡cuantas violencia se desató en tierras extremeñas!, cuantas deudas imposibles tiene la historia.

Aquella noche calurosa del veranillo de San Miguel, comidas por el polvo de un lado a otro del río, cruzaban las voces de los soldados que, al día siguiente, iban a matarse en un encarnizado combate, y la calma, el silencio premonitorio de la muerte, parecía reírse entre las cascadas del Tajo.


Al día siguiente, los Ju-53 de la aviación nacional bombardeaban Toledo en un intento de acabar con la artillería republicana.
Todo estaba preparado para cruzar el puente; una vez más, el nerviosismo se transformaba en sudor en nuestro paisano; la respiración cada vez más fuerte, los ojos más abiertos que nunca. En esos momentos, se dio cuenta de que Caramieo le estaba mirando completamente infectado de pánico; así que, mordiéndose la lengua, esbozó una media sonrisa burlona y le dijo:
-          Tú a mi lao siempre, hasta que acabe el meollo.
Llegó el momento, el Teniente Medrano (con los zapatitos del barbero), Facundo el Cojón y Sieteplazas, subidos en el Panzer I, se aventuraron los primeros creando un gran escudo al resto de la tropa; atravesaron el puente y, al entrar por la otra puerta al interior de la ciudad, un coctel molotov les estalló de lleno. Completamente quemados, saltaron despavoridos del carro de combate y, en el mismo puente de San Martín, a doscientos metros donde el día anterior se jugaron el puesto, varias ráfagas de ametralladoras sesgaron sus vidas.
Antes de mediodía, Toledo era tomado por el bando franquista, los que se habían atrincherados en el Alcázar desde el inicio de la guerra salían, famélicos, de su cautiverio. Mientras se pronunciaba por el General Moscardó la famosa frase << “Sin novedad en el Alcázar”>> al General Varela; nuestro cumbreño y el resto de soldados, completamente sofocados, descansaban unos metros calle abajo, en la Plaza del Zocodover.

Semanas después, en las cercanías de Villaverde (Madrid), en un destartalado puesto de los moros, unos mocasines de lujo, de esos que llevan los señoritos los días de Jueves Santo, semiquemados, se exponían a la venta junto al resto de la mercancía.

Se han cumplido 75 años del inicio de la Guerra Civil Española; por eso cuento esta historia, un relato que no está escrito en ningún lugar ni se publicará en ningún libro olvidándose para siempre, arrastrado por el río de la distancia; una vivencia de uno de esos hombres nobles que muy poca gente llega a ser y, sin embargo, lo son aquellos que no buscan serlo. Un hombre muy serio que siempre está de buen humor y es capaz de hacer reír a su barrio entero (un barrio de calles estrechas habitado, casi totalmente, por gente mayor, que se arremolinan en las noches de verano en una pequeña encrucijada donde casi siempre corre el aire), que siempre saluda aunque no conozca a quien y, sobre todo, se ríe a carcajadas de la propia muerte porque, aunque inevitablemente le llegó, sabía que la había vencido para siempre.


 Jesús Bermejo Bermejo.                                Cáceres 2007


Glosario:
ü      Pacos: francotiradores.
ü      hule, meollo, lío, tomate: así se denominaba el combate en el habla popular.

ü      Baño de la Cava, San Juan de los Reyes, Plaza del Zocodover: lugares de Toledo.

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