Para ti y para tu
hermano,
que lo vivisteis,
que volvisteis,
que me lo
contasteis. Porque no
pasa un día sin que
os tenga presente.
Muchos viernes por la noche nos
quedábamos en casa; el piso era frío y alto (estaba en un noveno) pero los
muebles, al ser viejos, eran confortables porque no había que tener cuidado de
no poner los pies encima de la mesa o tirarse “en plancha” sobre el sofá. Los
viernes por la noche, digo, no solíamos salir a ninguna parte; comprábamos
bebidas, frutos secos,… y nos quedábamos charlando hasta la madrugada
enraizados con nuestras propias palabras que fluían a través de los
pensamientos, como las ramificaciones de un árbol; se enlazaban unas con otras
en conversaciones que surgían espontáneas y en las que se trataban diversos
temas sin llegar a diferenciarse el término de uno y el inicio del otro.
Por aquellos años aún no se había
cumplido el 70 aniversario del comienzo de la Guerra Civil Española; pero las
novelas, ensayos, biografías y reflexiones acerca de nuestra más reciente
contienda se multiplicaban y apelotonaban en nuestras librerías y centros
comerciales; y esas fotografías de soldados anónimos, perdedores de todo, con
el rostro cansado y maltrecho, la mirada perdida, buscando, quizá, alguna esperanza
en el tiempo, ilustraban las cubiertas de los libros que se exponían en los
grandes escaparates antes la observación dudosa e incrédula de los transeúntes,
diría mejor, de asombro y despertar.
En ocasiones, en el salón de
nuestro pequeño piso de estudiantes, con el sonido del televisor de fondo y el
cenicero agobiado de colillas, dialogábamos sobre ese periodo que nos pertenece
mucho más de lo que nuestros padres creen; una etapa convulsa cuyas
consecuencias no están enteramente digeridas.
Y entonces me acuerdo de una
historia que no está escrita (por ahora) en ningún libro, un recuerdo
trasmitido por uno de esos hombres nobles que muy poca gente llega a ser y, sin
embargo, lo son aquellos que no buscan serlo; un hombre muy serio que siempre
está de buen humor y es capaz de hacer reír a un barrio entero, que siempre
saluda aunque no conozca a quien y, sobre todo, se ríe a carcajadas de la
propia muerta porque, aunque inevitablemente llegue, sabe que la ha vencido
para siempre.
El Puente de San Martín de Toledo
es, junto con el de Alcántara, uno de los más espectaculares de España,
fotografiado cada día por miles de turistas que quedan deslumbrados por la
belleza de sus puertas que dan acceso a la ciudad y le otorga una nobleza
transpirable a través de los siglos que lo contemplan.
Pero un 26 de septiembre de 1936,
este hermoso puente estaba lleno de sacos terreros y actuaba como frontera,
pasadizo de las dos Españas: una, la de la República, en el interior de la
ciudad; la otra, la sublevada, en el otro extremo, en las inmediaciones de la
Venta de San Martín (que existe hoy día) y, en medio, el Tajo, testigo de las
historias y del tiempo a través de sus imponentes aguas.
Faltaba un día para que se
desencadenase el ataque a la ciudad pero eso no se sabía ni entre las tropas
franquistas que acampaban desde hacía días en la Venta. Allí, mientras el país
sangraba por todos sus poros y se iba directamente a la mierda, tres soldados,
un teniente y un cabo disputaban una peculiar partida de cartas siguiendo un “españolísimo”
rito ancestral: jugarse el pellejo; en este caso, lo que perdieran se pondrían
en primera línea de ataque subidos en un carro de combate alemán “Panzer I”.
El Teniente Medrano parecía
que había nacido para la guerra, era el único que estaba allí por placer y el
promotor de todo el juego. La sublevación le había cogido en Ceuta, embriagado
de alcohol, mujeres y una sustancia extraña que fumaban los moros; legionario,
demasiado impaciente; no hizo ninguna pregunta respecto a nada y saltó a la península
a luchar en un conflicto cuyas ideas le importaban un pimiento.
Sieteplazas era distinto,
él si era un fascista declarado, torerillo aficionado, le habían saltado dos
dientes de un puñetazo una vez que se encaró con un bracero de Granada; siempre
hacía alarde de una supuesta valentía y de su habilidad en el ruedo. Se
encontraba en esa partida alentado por los demás soldados que le reían las
gracias cuando daba pases al aire con un capote imaginario.
Facundo “el cojón”, cabo
asturiano que, por azares de la vida estaba en ese lugar, le llamaban así
porque era pequeño, redondo, renegrido y peludo como un testículo; maleducado,
hosco, victima de un desengaño amoroso, despreciaba la vida pero no la buena
comida y el Teniente Medrano le había prometido carta blanca en la cocina si
participaba en el juego.
“Caramieo” tenía los ojos
tristes aún cuando reía, era un muchacho de un pueblo de Murcia, tímido,
taciturno, que había visto suficientes cosas execrables como para que se le
quedara un perpetuo espíritu asustadizo y que estaba allí engañado por el
teniente para conseguir un permiso.
Durante la partida, nada hubiera
pasado desapercibido si no fuera porque el último de los soldados partícipes
del juego tenía, en lugar de botas o alpargatas, unos mocasines de lujo, de los
que llevan los señoritos los día de Jueves Santo; un soldado jovencísimo de los
muchos que no pudieron elegir bando, la guerra le había pillado un año antes de
su quinta en su pueblo, La Cumbre, un muchacho que siempre estaba serio pero
que era capaz de hacer reír a su pelotón entero, la cara ancha, morena y un
pelo muy fuerte y negro. Había cometido el error de ofrecerse como barbero, en
la inocente creencia de que, quizás, iba a pasar el conflicto en la
retaguardia, afeitando a los oficiales que se habían alzado contra la
República; nada más lejos de su propósito, desde que empezó “el meollo”,
siempre estuvo en medio del “tomate”. En Córdoba se encontró unos mocasines
fabulosos, nunca los había visto y, sin dudarlo, se quitó las alpargatas y se
los calzó; al llegar a las puertas de Toledo, tenía los pies ensangrentados,
llenos de ampollas, y sabía que nadie le iba a cambiar sus cómodas botas o sus
ligeras alpargatas por unos zapatitos, aunque fueran del mismísimo Primo de
Rivera <<¡que inconsciente juventud!>> le había espetado el
médico al contemplar la planta de sus pies.
El juego era sencillo, se
barajaban bien cinco cartas y se repartían, las dos más altas ganaban; las más
bajas perdían y la del medio elegía su destino.
La suerte de los desesperados
estaba echada, nuestro paisano miraba a los demás a través de sus pardos ojos,
el sudor empapaba las manos y retorcía aun más los nervios. En un alarde de chulería,
serio, guiño un ojo, chasqueó la lengua y soltó el naipe:
-
Ahí la tenéis.
Los demás hicieron lo mismo casi
mecánicamente hasta que le llegó el turno al Teniente Medrano quien, levantando
la cabeza y con cierto aire de superioridad, golpeó la mesa y se levantó
bruscamente del asiento, su carta era la más baja:
-
Me cago en el barbero ochenta veces, la
suerte que tiene el jodio.
El cabo Facundo también había
perdido, sin embargo, se reía gozosamente de Sieteplazas porque le había salido
la carta de en medio y tenía que elegir destino:
-
Y ¿ahora que vas hacer torerillo? ¿vas a
salir con nosotros al ruedo o te vas a quedar cagado de miedo en el burladero
como este?- decía “el Cojón” señalando a “Caramieo” que, al igual que el
cumbreño, había sacado la más alta.
Los soldados de las otras mesas
no perdían detalle de lo que pasaba:
-
¡Sieteplazas al toro!- gritaban.
Y el pobre muchacho, malagueño,
sin dos dientes por ser demasiado impertinente, se puso de pie y, agarrándose
fuerte a la cintura, le lanzó al grupo:
- Ustede que paza ¿Qué pienzan
que no tengo cojone no?, pos tengo más que ninguno, ¡cabo! mañana eztoy con
usté y con el teniente en el carro eze.
Toda la venta aplaudía la
gallardía del soldado torero mientras el Teniente Medrano se cambiaba con el
barbero las botas por los mocasines, eso era lo acordado en el juego,
maldiciendo continuamente su estampa.
La partida de los condenados al
azar estaba resuelta, nuestro paisano, alejándose del griterío formado, se
tumbó junto a los sacos terreros próximos al puente. Desde allí parecía
apreciarse una brisa de frescor que emanaba directamente del río, y se
escuchaba a los pajarillos en los árboles de la ladera. Entonces, en aquellos
momentos de sosiego, con el aliciente de la comodidad de sus nuevas botas y el
descanso de saber que no había perdido, se acordaba se su pueblo extremeño y de
cómo se formó todo esto.
Hacía apenas unos meses pero
parecía que habían pasado años, la noche del 17 de julio hubo una gran
estampida de estrellas, como si llorase el cielo, al día siguiente, el 18, él
ni se enteró que la mitad del ejercito se había sublevado contra el Gobierno
legítimo, estaba segando en “Las Magasconas” y, la verdad, Extremadura estaba
lejos hasta de su propio país. Aquel día no pasó nada en La Cumbre, las
noticias de Cáceres y Trujillo iban y venían como el viento que arrastra la
paja. Al día siguiente se proclamó en Cáceres el estado de guerra, todos se
habían rebelado contra el gobernador civil de la provincia, Miguel Canales,
que sería fusilado; la Guardia Civil y los falangistas se habían armado
rápidamente. Por todos lados se escuchaba que, en Las Huertas estaban cogiendo
a mucha gente prisionera pero nada se sabía a ciencia cierta, los
acontecimientos se sucedían bajo el desconocimiento de la distancia. Los
susurros de que en Ibahernando estaban pasando cosas se hacían cada vez más
palpables.
Días después, todo se terminó de
ir al carajo cuando también se sublevó el Regimiento de Argel, controlando la
parte occidental y centro de la provincia de Cáceres. Entonces fueron a La
Cumbre falangistas trujillanos repartiendo panfletos con su himno “el cara al
sol”. Ese día, mucha gente se reunió en la plaza; a nuestro protagonista le
hacía gracia que los, entonces pocos, falangistas cumbreños empezaran a
chapurrear la canción sin saberse muy bien la letra. Él no lo sabía pero
estaban ocurriendo cosas en su pueblo; se habla de un incendio de ficheros, de
destrucción de cartas, eliminación de pruebas de una sociedad agraria de ideas
socialistas… no se sabe, todos los testimonios son demasiado borrosos; tan solo
era patente la presencia de repeinados trujillanos, de camisas azules y
correajes nuevos, cuyas lustrosas botas parecían insultar las humildes
alpargatas de los futuros soldados cumbreños.
Luego, la noticia de que en la
batalla de Villamesias los republicanos habían caído como chinches; otro murmullo,
un soplo de viento que nacía por levante acercaba el olor podrido de la guerra
hasta las calles de nuestro pueblo.
Una semana después, el Regimiento
nº27 de Argel pisaba La Cumbre, en cuyos balcones se apelotonaban sábanas
blancas en señal de paz y, a partir de entonces, empezaron a reclutar jóvenes
del pueblo, obligándoles a participar en un entierro donde nadie les había dado
vela.
El Cojón enrolló a un alambre un
trozo de tocino, con un chusco de pan atrapaba las gotas de grasa que caían de
la carne, calentada a la lumbre.
- Lo más rico no se puede escapar
jajajaja- se reía con una carcajada mucosa, tabaquera, parecida al graznido de
una urraca que detonaba en todo el Tajo. Hincándole en diente se puso de pie,
desafiante, y empezó a gritar hacia el otro bando, en el otro extremo del río:
- ¡¡¡Eeeeehhh “rogelio”!!!.
- ¿Qué quieres “franquito”?- le
contestaba un miliciano socialista que estaba de guardia.
- ¿Qué tenéis para cenar?,
nosotros cocido con chorizo, morcilla ¡y cordero!, ¿has oído bien? ¡¡y cordero!!-
bramaba el Cojón.
Y el miliciano socialista, que en
esos momentos le sonaban las tripas como una bicicleta oxidada, y que ignoraba
que también se pasaba hambre en el enemigo gritaba desesperado:
- ¡Me cago en tu madre y no me
cago en tu madre porque…!
- ¡¿Por qué?!- gritaba con todas
sus fuerzas el cabo, conocedor de la respuesta.
- ¡Porque puedo ser yo, faccioso
hijo de la gran puta!- se desahogaba el miliciano.
Entonces rugió por todo el Tajo
la mecánica risa del cabo asturiano, completamente satisfecho por haber sacado
de quicio al enemigo.
Nuestro paisano esbozo una
sonrisa ante tal espectáculo, las risas y frases amenazantes formaban parte de
esa guerra psicológica que se combatía sin balas, sobre todo por las noches, y
que requería de todo tipo de recursos picarescos e ingenio para quedar encima
del enemigo. El cumbreño seguía, recogido entre los sacos terreros, pensativo, nostálgico
con su pueblo y con su tierra. Más allá del puente, en Toledo, el Alcázar se
hacía visible como un gigante que emerge en la roca; el 18 de septiembre una
mina desplomó una de las torres; más cerca, por San Juan de los Reyes, los
“pacos” estaban al acecho y por el Baño de la Cava se podían ver a los enlaces jugándose
el tipo, saltando los obstáculos donde eran más vulnerables y podían
encontrarse con una bala perdida.
Enfrente de él, en un rincón del
exterior de la Venta, los moros del Tabor de Regulares habían instalado un
improvisado chiringuito con los objetos que recogían de los cadáveres enemigos
(pulseras, relojes, pendientes, dientes de oro, etc); muchos de ellos llevaban
argollas doradas en las orejas y sus temibles cuchillos curvos relucían en sus
cinturas, <<¡cómo no van a dar miedo!>>, pensaba el cumbreño, que
los había visto aullar como lobos en el momento de entrar en el combate, y
relamerse los labios ansiosos en esos minutos infinitos antes de cada batalla o
escaramuza. Eran hombres salvajes, el Teniente Medrano estaba todo el día de
riña con ellos, a él si que le tenían respeto; una vez, en un pueblo de
Badajoz, a uno le rompió cuatro costilla de un palazo porque no se estaba
quieto.
Lo de Badajoz fue brutal, ahora,
a punto de ir al “hule”, no era recomendable acordarse de todo aquello, en el
fragor de esos pensamientos, nuestro paisano se tocó los ojos y las mejillas
sabiendo que era consciente que no iba a llorar, pues había agotado todas las
lágrimas de su vida en aquellos lugares, ¡cuantas violencia se desató en
tierras extremeñas!, cuantas deudas imposibles tiene la historia.
Aquella noche calurosa del
veranillo de San Miguel, comidas por el polvo de un lado a otro del río,
cruzaban las voces de los soldados que, al día siguiente, iban a matarse en un
encarnizado combate, y la calma, el silencio premonitorio de la muerte, parecía
reírse entre las cascadas del Tajo.
Al día siguiente, los Ju-53 de la
aviación nacional bombardeaban Toledo en un intento de acabar con la artillería
republicana.
Todo estaba preparado para cruzar
el puente; una vez más, el nerviosismo se transformaba en sudor en nuestro paisano;
la respiración cada vez más fuerte, los ojos más abiertos que nunca. En esos
momentos, se dio cuenta de que Caramieo le estaba mirando completamente
infectado de pánico; así que, mordiéndose la lengua, esbozó una media sonrisa
burlona y le dijo:
-
Tú a mi lao siempre, hasta que acabe el
meollo.
Llegó el momento, el Teniente
Medrano (con los zapatitos del barbero), Facundo el Cojón y Sieteplazas,
subidos en el Panzer I, se aventuraron los primeros creando un gran escudo al
resto de la tropa; atravesaron el puente y, al entrar por la otra puerta al
interior de la ciudad, un coctel molotov les estalló de lleno. Completamente
quemados, saltaron despavoridos del carro de combate y, en el mismo puente de
San Martín, a doscientos metros donde el día anterior se jugaron el puesto,
varias ráfagas de ametralladoras sesgaron sus vidas.
Antes de mediodía, Toledo era
tomado por el bando franquista, los que se habían atrincherados en el Alcázar
desde el inicio de la guerra salían, famélicos, de su cautiverio. Mientras se
pronunciaba por el General Moscardó la famosa frase << “Sin
novedad en el Alcázar”>> al General Varela; nuestro cumbreño y el
resto de soldados, completamente sofocados, descansaban unos metros calle
abajo, en la Plaza del Zocodover.
Semanas después, en las cercanías
de Villaverde (Madrid), en un destartalado puesto de los moros, unos mocasines
de lujo, de esos que llevan los señoritos los días de Jueves Santo,
semiquemados, se exponían a la venta junto al resto de la mercancía.
Se han cumplido 75 años del
inicio de la Guerra Civil Española; por eso cuento esta historia, un relato que
no está escrito en ningún lugar ni se publicará en ningún libro olvidándose
para siempre, arrastrado por el río de la distancia; una vivencia de uno de
esos hombres nobles que muy poca gente llega a ser y, sin embargo, lo son
aquellos que no buscan serlo. Un hombre muy serio que siempre está de buen
humor y es capaz de hacer reír a su barrio entero (un barrio de calles
estrechas habitado, casi totalmente, por gente mayor, que se arremolinan en las
noches de verano en una pequeña encrucijada donde casi siempre corre el aire),
que siempre saluda aunque no conozca a quien y, sobre todo, se ríe a carcajadas
de la propia muerte porque, aunque inevitablemente le llegó, sabía que la había
vencido para siempre.
Jesús Bermejo Bermejo. Cáceres 2007
Glosario:
ü
Pacos: francotiradores.
ü
hule, meollo, lío, tomate: así se
denominaba el combate en el habla popular.
ü
Baño de la Cava, San Juan de los
Reyes, Plaza del Zocodover: lugares de Toledo.
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