4º DÍA: ZAMORA – EL GANSO (LEÓN).
En
el transito monocorde de los días de verano, decidimos ir hacia Benavente para
luego surcar los pueblos zamoranos de la LE-1; allí los bosques se aprietan y
abrazan pequeñas carreteras parcheadas por las que la vespa se abre camino,
cobijada en la sombra de robledales cuando aprieta el calor en los valles y
agotada en las sierras, a pesar del descenso de la temperatura y el viento, que
fragmenta las cumbres moteadas de nieve.
En
Otero de Bodas paramos a descansar, al lado de la iglesia, en los peldaños
pizarrosos de una casa que, seguramente, llevaba más de 40 años sellada al
mundo; aquí los vecinos, ese día, tenían
un conflicto acuífero, pues la mitad del pueblo llevaba varios días sin
agua en las casas y tenían que salir, de nuevo, con cántaros y cubos a las
fuentes; << si vais para arriba, a la sierra, en el “muelo de la
vieja” os encontrareis la herradura del apóstol, que se la dejó ahí, en una
roca, por un salto de su caballo>> nos dice un hombre, que había
dejado los cubos de agua un instante mientras descansaba en una esquina,
<< nos gustaría mucho pero no creo que pasemos, queremos llegar esta
tarde a Santiago Millas>> le contesté, <<entonces ir de día
que éste es un pueblo lobero>>, << ¿hay muchos por aquí?>>
pregunté sorprendido, <<¡buh!>>, el hombre se echó las manos
a la cabeza y soltó, orgulloso, que en la Sierra de La Culebra se encuentra la
mayor población de lobos de Europa, <<¿vosotros sabéis porque se llama
este pueblo Otero de Bodas?>>, ante nuestra negación, soltó los cubos
y se sentó con nosotros en los peldaños de la antigua casa cerrada a los
tiempos; entonces bajó la voz y nos hablo del caballero Gil Otero de Biedma,
que mantuvo amoríos con una de las pupilas de Enrique IV, famosa en la
comarca por bruja; aquella hechicera lo maldijo a no sentir placer en el acto sexual, salvo cuando
desposara a una virgen y durante la noche de bodas. En virtud de la maldición,
Gil de Otero se dedicó a desposar doncellas con el objetivo de alcanzar placer
en la noche nupcial, matándolas después para poder casarse con otra nueva;
hechos que le otorgaron el mote de Otero de Bodas, apodo que se trasladó al
pueblo. Nuestro cronista volvió a bajar el tono de voz; <<dicen las gentes
de aquí que aquel caballero mataba a las chicas, las despezaba y se las echaba
a los lobos en una encrucijada próxima que se llama “trozoloslobos”; ¡andad con
cuidado caminantes!, los parajes loberos tienen historias como esta y más
adelante aguardan los lobos los “trozos” de las muchachas de Gil de Otero,
quien se aparece por las noches y pregunta
a las solteras ¿Quieres casarte conmigo? jajajaja>>.
Estos
parajes recónditos, de historias con sabor a muerte y deseo, descienden entre
robledales, que se apoderan del terreno; surcándolos con la vespa, teníamos la
sensación de ser observados, entre los pinos de las cumbres, por sombras
agazapadas en constante movimiento. La carretera se estrecha y se observa (y
siente) su continuo parcheo con nuestra mochila atrás, restando viento,
mientras antiguos miliarios evidencian el camino antecesor por el que pasó el
séquito de Teodorico II, de camino a Bragança.
En
Molezuelas de la Carballeda los vecinos saludan nuestro tránsito con la mano, a
juzgar por las camisas, el tiempo, suave hoy, se juzga por estas tierras, más
bien, frío. Los hombres siembran en huertos cobijados de la intemperie, a la
falda de las casas; tres mujeres con sombrero de paja de ala ancha nos
observan, haciendo girar sus cuellos hasta perdernos de vista; apenas hemos visto
niños y el silencio se abalanza sobre el destino, en el trayecto del porvenir
de estos lugares.
Volvemos
a subir, zigzagueando, deteniéndonos en una de las cimas para observar el
paisaje, robusto, lleno de presagios circunvalando las sierras como protegidas
de sueños que producen el desperezo en las horas solitarias, constituyendo la
comarca como un punto de partida, el inicio de un carácter, un estoque de
tradición que conserva los mismos ojos, el mismo pelo, la misma lengua de
quienes los precedieron, atavismos aferrados con fiereza sobre el estupor de la
memoria que parece descolgarse, de vez en cuando, y habitar entre los
robledales, las pizarras, los pinos soldados de las cumbres, hasta en la casta
del inaccesible rebeco que nos observa desde la cima, o el lobo furtivo que
acecha desde la espesura de estos montes.
Volviendo
al valle, en Cubo de Benavente, la tradición vinícola envuelve a sus
habitantes, quienes tienen un caldo curioso y refinado en las bodegas subterráneas
excavadas a mano en las laderas de los montes; el linaje de los vinos se
pierden entre la misma tierra que lo embelesa para deleitar. Como íbamos con la
moto, apenas pudimos hacer una cata y nos vimos imposibilitados de llevarnos
alguna botella; así, con el imposible sabor del vino, entramos en la provincia
de León, esquivando hendiduras de viejas carreteras, que se abren al cielo como
cicatrices de asfalto y parecen intimar con la soledad y la ausencia del
tránsito de vehículos.
Entramos
en la comarca de “La Maragatería”, nombre provisto de muchos orígenes, como las
costumbres que la laurean y las construcciones típicas que la encumbran; el
término “maragato” se pierde como una hoja en la otoñada, se piensa que puede
derivarse de aquellos mauri capti (moros capturados) haciendo alusión a
aquellos musulmanes conversos que se establecieron en la zona; otra hipótesis
proviene del rey Mauregato, relacionando el nombre, de nuevo, con un
origen bereber; y otro, más coloquial,
hace alusión al trasiego y comercio de sus habitantes, que vendían pescado en
Madrid, cogiéndolo antes en Galicia; se dice pues, que de Galicia (mar) a
Madrid (gatos) se fusiona la denominación “maragato”.
Rencillas
toponímicas aparte, la comarca serpentea entre tierras fértiles de paredes de
piedra que bifurcan las lindes y los senderos por donde surcan los innumerables
caminos de armónica compostura, ennoblecidos con valles donde residen choperas,
cuyo verdor contrasta con el manto amarillo de la estepa castellanoleonesa y la
otorga de un tapiz “machadiano”*.
Más
adelante, quedamos maravillados con la fisonomía de Santiago Millas,
estructurado de casas minuciosamente esculpidas en pizarra, con puertas y
ventanas azules, ataviadas de pequeños gallineros en cuyas entradas deambulan
el picotear constante y el gracioso cacareo, como un quejido hacia las altas
temperaturas del día. Persiguiendo las marcas sospechosas de la historia, las
calles maragatas de este pueblo se sustentan sobre una loma, que las da forma y
pacta con ellas la imagen de sus siluetas, abriéndose y cerrándose en virtud
del capricho y planteamiento de sus antiguos habitantes. En la plaza del
ayuntamiento, una hermosa chopera reconvertida en parque, con bancos de piedra
y fuente en su núcleo, se convierte en un hermoso enclave donde sentarse a
respirar; allí un gran grupo de ancianos y niños juguetean entre las sombras y
el juego de luces que crea el revoloteo de las hojas en una danza constante con
el viento; nos llama la atención el salto generacional de las gentes del parque,
la vecina Astorga está cerca y hace presagiar que los padres de estos niños se
encuentran en dicha capital, mientras, la tarde en Santiago Millas se ofrece
para abuelos y nietos deslumbrante, plagadas de rincones mágicos donde los
juegos cobran fiereza en el tránsito de los dulces momentos que ofrece el
verano.
Atravesamos
Murias de Rechivaldo, cuyas pizarras se perpetúan en sus casas y en el molino
que sigue vigente a la vera del río; aquí, en estas piedras nobles,
pavimentadas a los siglos, se inclinó a vivir el visigodo para reunir la
grandeza casta que se mezclaría y perpetuaría el devenir de los días venideros.
Y como un reguero pedregoso, a apenas 2 km, Castrillo de los Polvazares se alza
como un tesoro en el camino, atravesamos el puente, como si accediésemos a un
gran castillo donde se cobijan la historia y el paisaje, de cuyas riendas, se
nutre el presente; la calle principal se abre entre grandes portales y
callejones gateros, con cruces de madera provista de pequeña capilla
acristalada, el silencio unido a la arquitectura típica maragata enaltece el
aura que respiramos mientras, dejada la moto al inicio, andamos suavemente por
el pizarroso suelo, basto y puntiagudo para embestir las heladas.
El
pueblo originariamente estuvo en una ubicación distinta y fue destruido por una
riada; por aquellos entonces, los arrieros maragatos del siglo XVI
reconstruyeron el nuevo Castrillo de los Polvazares en la ubicación actual.
Aquí se atrincheraron los franceses en 1810, cuando fueron repelidos en batalla
en Astorga por los españoles, quienes liberaron al pueblo al caer la noche.
Pero
aquella jornada dista bastante diferente a la que hoy ven nuestros ojos, las
casas arrieras se alinean hasta llegar al descampado donde, años atrás, el
relinchar de los caballos ahogaban los gritos de las horas; allí, frente al
antiguo abrevadero, que hoy es un albergue, se encuentra la piedra donde perduran
los agujeros de los bolos maragatos, un antiguo juego usado con gran fervor por
sus habitantes, en decadencia hoy, como todo lo que enaltece el rango de la
historia.
Proseguimos
camino a Astorga, no sin antes pasar por la entrada de Santa Catalina de
Somoza, allí se encuentra un hombre singular al que le apodan “Bienvenido”,
por que saluda a todos los peregrinos que enlazan su aventura por este camino;
Bienvenido está jubilado y hace “varas” para vendérselas a los caminantes
<<pero que no me pille la Guardia Civil, que ya me tiene fichado… ¿estáis
haciendo el camino en la vespa? ¡anda, fíjate que curioso! está la vespa y la
lambretta no? si si, me acuerdo yo de cuando Eusebio el cartero venía de
Astorga en una de estas… muy bien pareja… si entráis en el pueblo y queréis
comer bien, el primer restaurante a mano derecha es cojonudo, se come de
rechupete,(baja la voz) es de mi hijo pero eso no lo digo jajajaja… ¿no queréis
una varita? ah claro que vosotros no vais andando, que bien jeje… pues las
extranjeras no os creáis que hacen asco al cocido maragato, o al botillo, bueno
si, las del norte si, escandinavas y holandesas pero bueno, que se le va hacer,
para gustos… (se dirige a otra pareja que va caminando) ¡¡oye, pareja!! ¿queréis
comer bien, pero bien y barato?>>… Dejamos a Bienvenido, con su
charla constante y su intercambio perenne de contertulios, mientras vende
alguna que otra vara y algún que otro llavero de cuero y manda a los/as
hambrientos/as a comer al restaurante de su hijo, entrado ya en el pueblo.
Caída
la tarde, Astorga se desdibuja eterna en la fachada de la catedral, asociada
desde el siglo XI al Camino de Santiago, aquel antiguo campamento romano supo
prosperar hasta convertirse en aquella “urbs magnifica” que definiría Plinio
el viejo. El sonido de la historia frecuenta cada rincón de su casco
urbano, plagado de inconfesables secretos cuya extravagancia reluce en el palacio
de Gaudí, antigua sede episcopal que, actualmente, alberga el museo del Camino
de Santiago; y que, a pesar de su belleza no hace sombra a la catedral, osadía
viva en piedra muy bien puesta para perdurar, construida sobre un templo
prerrománico anterior, esta maravilla tiene origen gótico sobre capillas
perpendiculares renacentistas y fachada barroca; este mestizaje de estilos la
hacen espectacular, sobre todo en la tarde agonizante, cuando los rayos del sol
la tiñen de color pardo y rojizo mientras las campanas se revuelven extasiadas
en el pregón de acontecimientos.
Es
Astorga ciudad de carácter belicoso, como lo muestran antiguas batallas que
atestiguan la inmortalidad de sus monumentos, sin embargo, embriaga un dulzor,
de antiguas industrias chocolateras, cobijado en sus calles que invita al
trasiego y te deja una sensación familiar. Sentados en su plaza mayor no
podemos evitar acordarnos del “abuelo Mayorga” placentino cuando observamos a
dos muñecos vestidos de maragatos dar las horas en la espadaña central del
edificio del ayuntamiento.
Las
edades de los hombres se cimientan unas sobre otras como un candelabro sin
limpiar que, de continuo, aguanta la vela de turno, encendida bajo el fuego del
tiempo, cruel antídoto para estas mismas edades pues se nota su presencia
cuando observamos los restos de termas, foros y puertas romanas, la inutilidad
que enseña la majestuosa muralla que ,durante siglos, sirvió de contención a
los enemigos de Astorga; la forma de las ventanas del palacio de Gaudí, que contrasta
con aquellos poderosos contrafuertes de la catedral, donde sobrevuelan los
cernícalos y mantienen en jaque la población de palomas que, ni cortas ni
perezosas, se cuelan bajo las mesas de las terrazas en la plaza mayor, donde, Juan
Zancuda y Colasa, que así se llaman la pareja de maragatos de la
torre del ayuntamiento, nos avisan del peregrinar del destino, en cuyas cuencas
vamos llenando de grandes historias, emparentándolas con aquellas otras que
crecen a desbandadas.
Con
la noche pisándonos los talones, llegamos al pueblo del El Ganso, sin saber, en
esos momentos, la gran cantidad de sensaciones, lugares, costumbres, gentes,
historias y vida que nos encontraríamos; sin saber que, en esta senda,
viajaríamos a un mundo que solo existe en nuestro interior, un antiguo universo
tan solo habitado por nuestra alma y que, hasta entonces, parecíamos tener
olvidado.
Jesús
Bermejo Bermejo El Ganso (León)
Agosto 2011.
*”Machadiano”:
los campos castellano-leoneses me recuerdan a los versos de Antonio Machado en
su libro Campos de Castilla.
UN viaje maravilloso, sin duda!! todo el recorrido paso a paso era un descubrimiento nuevo, y la llegada y estancia en el ganso fue como tu dices, descubrir un mundo que parecía estar olvidado!!!
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