martes, 18 de febrero de 2014

VESPACIO: LA CUMBRE – SANTIAGO DE COMPOSTELA.

5º DÍA: LA MARAGATERÍA y EL BIERZO

Para Alberto, Patricia,
Alberto jr y Nerea
(la más leonesa).

- ¡¡ Te compro la vespa, te compro la vespa!!- Ramiro lo dice todo a voces ante el asombro de los extranjeros, con las mochilas a cuestas, que van a sellar su peregrinaje. Ramiro regenta el “Bar Cowboy” en El Ganso (León) <<¡¡de lo bueno, lo mejor!!>> vuelve a gritar; lo lleva desde que vino de la legión, de aquella época cuando se emborrachaba y hacia escapar al pueblo entero; ahora está más reformado, o al menos eso dice… un peregrino alemán, con su acento “guiri”, le pregunta donde hay alguna fuente para beber, <<¡¡no hay fuente, botella de agua, un euro!!>> y sacude la botella, golpeándola contra una maravillosa barra de roble, a la vez que, con los nudillos, destroza la chapa de las cámaras, sonriendo, porque sabe que, justo al lado, hay una fuente de agua cristalina; ríe o al menos eso pensamos, y revienta el espectáculo con chistes “machistas” ante la resignación de Patricia y Noelia, volviendo a aporrear el metal de las cámaras, mirando al horizonte, frunciendo el ceño, como si la luz de la portalona fuera un extraño de mala ralea que llamase, incomoda, en busca de refugio.
Decididos a repetir lo de Zamora, paramos el motor de la vespa en el antiguo establo de  Alberto, y junto a ella, reconducimos el tiempo en otras perspectivas, dispuestos a empaparnos de esta tierra que nos atraía de una forma extraña, inexplicable, como si reconociéramos, en cierto modo, una esencia ancestral; sentados, tranquilos, en la armonía de los grandes bancos del Bar “Cowboy” o acodados en su espectacular mostrador de roble, observando los aperos antiguos, sombreros y demás cachivaches que adornan el techo y las paredes, como si estuviéramos en La Cumbre, también, entre amigos, y el sol de la tarde convirtiendo nuestro mundo en una franja rojiza agradable, rezumada en el deleite de poder analizar el espacio, igual que el que otea un paisaje que solo le inspira sosiego y no puede apartar la vista, contando los detalles que brincan en sus pupilas, como los corzos por la parcheada carretera que comunica Astorga con Ponferrada; pasando Rabanal del Camino, justo antes de llegar a Foncebadón y subir el “Monte Irago”, donde la magia celta empieza a hechizar el ambiente y se escuchan sus conjuros entre los robledales aledaños al pueblo, que duerme un sueño fantasmagórico, tan solo perforado por las idas y venidas de los peregrinos, campeando, curiosos por sus calle, azuzando los llanos donde se alza una ruinosa espadaña, testigo del monasterio que, aquí, fundo el monje Gaucelmo, a finales del siglo XI, en medio de la naturaleza salvaje, particular como los relatos embalsamados en lo más profundo del corazón de esta tierra que, a duras penas, ha encontrado en el milagro del Camino de Santiago, el sustento en el que sujetarse a la existencia de un futuro con historia.

En efecto, el nombre del pueblo alude a las fuentes del lugar. Foncebadón derivaría de Fuente de Abdón y, durante años, fue un pueblo dormido, de calles oscuras, sin habitantes, condenado a desaparecer y a que se desvaneciera el recuerdo de sus gentes, cuyas voces surcaban los páramos, quejidos bajo madrugadas sin luna. Así se quedó este lugar religioso, el punto más alto de la ruta jacobea entre la Maragatería y el Bierzo. La emigración de los 60-70 lo destrozó como a tantas zonas rurales, y la hierba empezó a abrazar sus calles mientras el musgo se apoderaba de sus piedras y la carcoma hacia estragos en sus vigas.

Fue entonces cuando llegó Javi (nombre inventado a petición del verdadero Javi), regente de la taberna Irago con su asombrosa historia, bajo una crema de orujo y un conjuro contra las meigas que pudieran escuchar y aprovechar la debilidad del narrador: Javi era un hombre de negocios que acababa de enviudar, sus hijos estaban en el extranjero, uno estudiando en Estados Unidos y otro, casado, trabajando y asentado en Alemania con su familia. Javi estaba solo, tan solo, tan solo que sólo tenía dinero, apartamento de lujo en el centro de Madrid (en pleno barrio de Salamanca), chalet en la sierra, casita en la playa en Vera (Almería), una mini colección de coches de lujos (Duesenberg Model J Coupe 1931, Ferrari 250 GT SWB California Spyder 1961, Toyota 2000GT 1967 y algunos más); viajes al extranjero, nadar entre delfines, vuelta al mundo en globo,... y un sinfín de “caprichos” que hacían singular su propia vida. Pero cuenta que, cuando enviudó, se quedó destrozado, no solo por la terrible pérdida sino porque, en todos sus años de matrimonio, apenas había convivido con su esposa, no había tenido vida familiar, carecía de la experiencia de jugar con sus hijos. Quiso recuperar el tiempo perdido pero ya era demasiado tarde, sus hijos habían perdido (o tal vez nunca lo tuvieron) el anhelo de estar y vivir con su padre; como no había dado cariño en su vida, no recibió ni una pizca de ese sentimiento vital. Un día se emborrachó en su propio apartamento (ya lo hacía con frecuencia recorriendo las calles de Madrid semitambaleandose), se metió en el jacuzzi y se quedó dormido, de repente oyó un ruido en la calle, cuando fue a ver qué había pasado, debido a su estado, se resbaló y cayó violentamente, golpeándose fuertemente en la cabeza; fue en ese momento, en medio del inmenso cuarto de baño, con el sonido lujoso de las burbujas del jacuzzi y el olor a sales aromáticas mezcladas con sangre, donde quiso desaparecer, olvidarse, vivir de la tierra o padecer los tormentos de un vagabundo. Pero no podía hacerlo sin más, aunque no mostraran por él afecto ninguno, tenía familia lejos, su propia descendencia; así que puso en práctica su plan de autodesaparición: primero vendió todas sus riquezas, sus inmuebles, su colección de coches de lujo, ect y dividió lo recaudado en cuatro partes, dos partes las envió, por separado, a cada uno de sus dos hijos; con la otra puso en marcha una ONG, consistente en hacer negocio con ropa usada.
En el calor de la taberna de Irago, bajo esencia celta, como los ingredientes de la pócima de un druida, Javi desgrana su historia, se hace escuchar, movido por la crema de orujo o porque al contarla, él mismo se desnuda y se vuelve a encontrar en el pasado.
La ONG se llamó “Arrópate”, consistía en compra-venta de ropa usada, en una gran nave, la gente que quería deshacerse de prendas de vestir la vendía a precio bajo o las donaba, a su vez, estas se clasificaban en función de la calidad, si era buena se volvía a vender a un precio más bajo, y si era mala, se reciclaba y el material se vendía a industrias textiles que lo compraban a un precio, sorprendentemente, alto. El caso es que los ingresos se quintuplicaron enseguida, designó a un equipo de dirección y se abrieron varias naves más en las principales ciudades, todos los derechos de propiedad se los traspaso a su hijo menor para que tuviera un gran trabajo al acabar los estudios en EEUU, apartó un 25% de acciones para el mayor y desapareció del panorama mientras grandes fortunas eran destinadas a la creación de escuelas en Sudamérica, a la construcción de pozos en África y numerosos proyectos solidarios más.
Desapareció y encontró refugio, tras andar perdido solo con su mochila al menos 10 días, en Foncebadon; allí compró el edificio de la escuela, a la entrada del pueblo y, durante el primer año, no encontró más compañía que la de Ángel, un pastor que, tras unos meses, le abandonó para irse a Barcelona a trabajar de albañil. Al principio lo pasó mal, no sabía nada de agricultura ni de ganadería, durante los meses de invierno apenas veía a nadie y en los meses de verano, los peregrinos pasaban de largo por la carretera sin entrar siquiera en el pueblo.
Una vez cayó una gran nevada y se quedó aislado, malvivía calentándose al fuego alimentado de la madera carcomida de las casas ruinosas aledañas; el hambre se hizo insufrible y cayó enfermo; sin poder avivar el fuego, demacrado sobre un viejo colchón de muelle, parecía que había llegado su fin, << quizá era mejor así>> pensó, ya que no había sabido convivir con sus seres queridos, se merecía morir solo, enfermo, deshaparrado sobre una vieja cama en una escuela por la que hacía más de 20 años que no asomaba ningún niño, mientras el cielo lloraba nieve y las noches helaban las horas restantes, endureciendo de blanco el pavimento de su mortaja. Entonces ocurrió el milagro, alguien, en medio de la madrugada, entró, al principio creyó que era un espectro, un fantasma de los muchos que afirmaban por los pueblos de alrededor que vagaban por Foncebadón, o la propia muerte dispuesto a sesgar su agonía con su guadaña; pero no era ningún ser del otro mundo, se trataba de Hanna, una muchacha alemana, que atravesaba aquellos páramos en peregrinación a Santiago, cuya nevada, y la noche, la había sorprendido en mitad de la jornada.
Javi nos cuenta que fue amor a primera vista, lo cuidó y cuando se recuperó reformaron el edificio escolar, Hanna era escultora y llevaba casi toda la vida dedicada a la cerámica, al principio, se quedó hasta que nuestro ermitaño estuviera bien, luego lo ayudo a terminar de instalarse y, hasta ahora, es su compañera, con la que no piensa repetir sus errores pasados. Fue entonces cuando Javi decidió recurrir a su habilidad, la única que se le daba realmente bien y que había sido, a la vez, su condena: los negocios. Con el dinero que le quedaba montó la taberna “Irago”, fiel al pasado de Foncebadón, decorándola con motivos medievales y célticos; la montó para salir del paso y tener lo justo y suficiente para vivir, pero, algo dentro de él, sabía que no iba a ser así; la taberna y albergue se convirtió en un éxito, ahora todos los peregrinos, que antes pasaban de largo, quieren hacer noche allí y los beneficios se han multiplicado. Parte de ese dinero sobrante lo ha invertido en adecentar el resto del pueblo pero, aun así, según él, los beneficios superan sus expectativas.
A nosotros no deja de sorprendernos su peculiar “maldición”, Javi es un “rey midas” para los negocios y no tiene ningún problema en vaciar con nosotros una garrafa de crema de orujo, fabricación propia. Como, anteriormente hizo Gaucelmo, lleva varios años con su albergue y taberna, un negocio, desde 1999, que es un canto a su forma de entender la vida, adornado con muebles de peral, tejados de paja y pizarra… hasta el cierre exterior de madera lleva su firma artesana.


-¿no volviste a saber de Ángel?- pregunté alucinado con la historia.
- Si, bueno, era un hombre bastante taciturno, no sé gran cosa, que está en Barcelona, que anda de aquí para allá, en fin, le propuse que se viniera aquí y se emplease conmigo pero no quiso, hubiera estado bien que hubiera vuelto, al fin y al cabo es el hijo de la señora María.
- ¿Y quién es la señora María?- preguntamos al unísono.
- Jajajajaja- Javi se ríe- la señora María es la auténtica protagonista de este pueblo, este será un pueblo sin habitantes pero con muchas historias jajajaja.

Y, como encadenado a su propio testimonio, comienza a narrar la leyenda de María, que era la única habitante, junto con su hijo Ángel, de Foncebadón años antes de la llegada de Javi, montañesa, menuda y un poco huraña; vivía sola entre las ruinas de lo que fue su pueblo, bajo la espesa hierba que ocultaba su esplendor en el devenir de los días, en el umbral de las nevadas y ventiscas que casi la aislaban del mundo; pero eso a ella le importaba un rábano ya que podría llevar más de 20 años solitaria, observando el silencio del paisaje y el envejecer de las piedras.
Un día recibió una carta del Obispado de Astorga comunicándola que iban a retirar las campanas de la iglesia del pueblo, puesto que ya no tenía habitantes y no se oficiaban misas ni demás ceremonias en décadas. Con la carta, nuestra montaraz hizo el fuego aquella tarde y así quedó el asunto. El día señalado para el traslado de las campanas una expedición, integrada por dos curas, seis obreros y cuatro guardias civiles, avasalló el pueblo dispuestos a cumplir su cometido. Su sorpresa fue mayúscula cuando empezaron a llover piedras y palos desde el campanario; decidida a defender lo que es suyo, María recibió a la comitiva, desde el tejado de la iglesia y de esa manera, diciéndoles que para llevarse las campanas antes tendrían que matarla.
-Pero no se da cuenta, buena mujer, que las campanas ya no sirven de nada aquí- argumentó uno de los sacerdotes.
- Me sirven a mí por si me pongo enferma o me quedo aislada y tengo que avisar ¡¡largaos de aquí!!- dictaminaba María.
- Venga señora bájese de ahí que esto no tiene sentido- bramaba un guardia civil.
- Además una de las campanas no tiene badajo- justificaba otro cura.
- ¡¡Pues te corto el tuyo y se lo pongo a la campana, pajarraco!!- enloquecía la montañera.
Y toda la expedición se tuvo que esconder donde aguardaba Ángel, el hijo, sentado en una piedra, resignado y familiarizado con la actitud de su madre.
-         Pero haga usted algo por el amor de Dios, intente convencerla, que entre en razón- casi suplicaba el religioso.
-         Mire usted, señor cura, a mí las campanas ni me llaman ni me dejan de llamar, por mi pueden ustedes llevárselas sin problemas. Pero si mi madre no quiere que se las lleven sus razones tiene y, créanme, no hay manera de convencerla de lo contrario… así que ya lo he dicho, las campanas me dan igual pero que nadie toque a mi madre porque agarro la escopeta y la lio.


María preconizaba a veces que, tras su muerte, Foncebadón se moriría del todo, enfermo de silencio, oxidado sus huesos bajo el olvido de sus historias; y así hubiese sido sino hubiera aparecido un vagabundo dotado con un extraño don que huía de él mismo, Javi, que no se llama así, narrador en la tarde leonesa bajo el encanto de su taberna celta en un pueblo que estuvo a punto de desaparecer, un lugar donde sus ancestros duermen tranquilos el sueño de los justos porque el tañer de sus campanas les devuelve, todavía hoy, la melodía de su existencia, recorriendo el sonido la senda de estos parajes sagrados.


Al día siguiente fuimos a visitar una herrería medieval que sigue funcionando, en el pueblo de Compludo. Contra todo pronóstico (o contra nuestra creencia y costumbre más bien), llovió en pleno agosto, y no estaba de más una cazadora o un polar fino. Por escarpadas carreteras, descendemos valles envueltos en hojas, guarecidos de recuerdos cuyos riscos engalanan las vistas. Robledales y alisos que esconden los pueblos, a los que se acceden por diminutos senderos, recientemente asfaltados, donde las sombras se alargan avaladas por el propio paisaje.
Compludo se viste de flores entre pizarras, con restaurantes típicos maragatos y alguna que otra casa rural para deleitarse del desestresante ambiente que se respira. Aparcamos el coche de Alberto justo al lado de la Iglesia de San Justo y San Pastor, que guarda la arquitectura típica de la zona, limando asperezas con la comarca vecina  de El Bierzo. Por un camino adornado de castaños bajamos a un riachuelo por el que, siguiendo las señales, advirtiendo la humedad del aire, llegamos a la famosa herrería.
Esta, la herrería, es el único monumento que todavía funciona desde que se instalaran los monjes de San Fructuoso de Braga en este tranquilo valle, allá por el siglo VII, constituyendo la primera fundación monástica berciana; quizá, por estos monjes y por el obispo Fructuoso la iglesia se llame San Justo y San Pastor y el pueblo Compludo: estos santos sufrieron martirio en Complutum, lo que ahora es Alcalá de Henares, y quizá una cosa lleva a la otra.
Cobijada entre macizos pétreos y bautizada continuamente mediante un ingenioso aprovechamiento hidráulico, el edificio recibe el asombro y la satisfacción de sus visitantes. Mientras recorremos sus instalaciones y quedamos embelesados con el entorno, no puedo evitar acordarme de los molinos de La Cumbre, abandonados a su suerte, despojados de utilidad y protección, por mucho cariño que les profesemos, sus ventanas se abren al Gibranzos en una comunicación ancestral cuyas palabras ya no salen de sus rosneras y las pizarras yacen desparramadas y semienterradas por el campo. El mecanismo de la herrería es rudimentario pero preciso y lógico: unas aspas se impulsan por el agua, girando alrededor de un eje de levas que se sustenta en una gran viga de nogal, con dientes en un extremo; esta actúa de palanca para el martillo pilón, el cual, a su vez, golpea sobre el yunque donde se trabaja el material. Con todo esto, el caudal de las aguas son canalizadas para regular la velocidad de golpeo deseada y para que, con fuerza, provoque una corriente de aire que avive el fuego de la fragua.



Llueve afuera y el cielo torna, aún más grises, a las piedras. El destino hace que descubriéramos una carretera recién asfaltada, ajena al trayecto turístico, bajamos para volver a subir, esquivamos los acebos y el viento saluda nuestro tránsito; allí está, al final del camino, no queda nada más, Carracedo de Compludo, un pueblo donde viven menos de 10 habitantes y estuvo deshabitado algunas décadas atrás. Comprendí entonces nuestra fascinación por el lugar, como aquellos indianos que emigraron hacia América cuyos bisnietos regresan al principio de sus orígenes, así me sentí yo. El pueblo no tiene plaza pero tiene el árbol de morera con los frutos más exquisitos que haya probado jamás; la iglesia, cerrada ahora, estuvo sometida al expolio y al bandidaje continuo; desde allí, el campanario ofrece, sin lugar a dudas, la mejor vista en el tiempo detenido, rasgado sobre el movimiento de las copas de los árboles, plasmado en el brillo de los tejados que emergen en la soledad como setas cobijadas entre raíces y hojarasca; que gusto da escuchar el mundo, pienso mientras observo, con asombro, una bicicleta antigua de muchos colores, a quien la herrumbre ha empezado a devorar su cuerpo…¡qué lugar! ni siquiera puedes pasear por sus calles porque no hay calles, solo trazos convertidos en viviendas que lloran frente a los muros derruidos de las casas vecinas y donde la madera se oscurece, atreviéndose a luchar contra las inclemencias temporales. Solo en estos lugares te das cuenta de las nimiedades de la vida, hay que llegar a ellos para darse cuenta de ciertas cosas, quizá eso sea el verdadero sentido del peregrinaje; a lo mejor realizas un viaje de miles de kilómetros y no encuentras nada, pero te sumerges en la espesura de estos valles y das con la solución; como si el paraíso, la búsqueda del ser, el verdadero correo donde se afanan los sentimientos, estuviera al lado, y solo en estos lugares eres capaz de verlo, ajustar tus pupilas para que el cristal sea traslúcido y se explaye, sobre ti, la armonía de tu alma, que andaba extraviada.





Por la tarde, camino de El Ganso, con Alberto, guía, Patricia y Alberto hijo, torcemos por un sendero que conduce a un parque eólico, allí la altitud ofrece un paisaje portentoso; el sol cae lentamente sobre los montes, acicalando el horizonte, mientras contemplamos el lento oscurecer del monte Teleno, a la izquierda, donde los romanos erigieron altar al dios “Tilenus”, cumbre de 2.180 metros que germinó del rayo divino; el Puerto del Manzanal, a la derecha, se abre ante nosotros en un juego de luces, con los coches, diminutas hormigas, por la carretera Madrid-A Coruña, recorriendo el valle del Bierzo y el imponente sistema montañoso que separa, como un hermano celoso, la adusta meseta de Galicia.
A pesar de que tenemos una ruta pendiente, insistimos en observar la majestuosidad que se abre a nuestro alrededor, a la vez que el mecanismo rutinario de los molinos de viento rompe el equilibrio de sombras que se han cernido sobre el vasto territorio desde el origen más remoto.


Bajamos por un camino apretado de alisos hasta el “charco de las hoyas” (imposible no compararlo con nuestro “chaco la olla”), hasta abordar un reguero de álamos en la vereda de un riachuelo que nos conduce hasta los restos de la iglesia de Poibueno, otro de los pueblos abandonados cuyo centro religioso y los muros desplomados de sus casas son el epítome de una existencia, no tan lejana. De la antigua parroquia apenas quedan los restos del coro provisto de una puerta con arco de medio punto vislumbrando el pardo de las pizarras entre el follaje. Allí, en una escena de cuento de hadas, quedamos sorprendidos cuando un hombre de barba y pelo largo, vestido con ropas parecidas a las de un indio americano, continúa el sendero, callado, con aperos de labranza sobre su hombro. Decidimos seguirle por la senda salpicada de escobas verificando nuestras sospechas, en parte culpa de Alberto que ya nos había advertido lo que nos encontraríamos; antes de llegar a Matavenero, arboles pintados con colores vivos y tipis en sus copas delatan la renovación de este pueblo, convertido en “ecoaldea” o, como lo llaman en los lugares vecinos: “hogar de hippies”.

Matavenero, o Mataveneiro, fue localidad dependiente del municipio de Torre del Bierzo y a finales de los años 60 quedó deshabitado, hundiéndose su recuerdo en la profundidad de estos valles bercianos, hasta que, en 1989, un grupo de personas crearon en él una junta vecinal, conformando la nueva población bajo la estructura de aldea ecológica. El origen de sus ideas y su forma de vida viene determinada por el movimiento Rainbow: contracultural, libertario y pacifista; cuyos discípulos son los, conocidos y, muchas veces incomprendidos, hippies.
De una forma pausada, mezclando pensamientos suspendidos en la bóveda de madera del único bar, nos explicaba Kjetil, un noruego que fue uno de los fundadores neo-pobladores del nuevo Matavenero, los problemas y la ilusión con la que comenzaron.
Recurriendo a métodos primitivos, el agua potable es suministrada por arroyos de montaña y la luz a través de paneles solares.
Pasado el tiempo, la población creció, se crearon negocios artesanales y agrícolas cuyos productos se comercian en ferias y mercados de poblaciones colindantes, principalmente Ponferrada y Astorga.
El pueblo dispone de panadería, bar, restaurante, escuela (que llaman “escuela libre”) donde hay más de 30 niños; una tienda, un centro común destinado a reuniones y asambleas; yurta de artesanía; hasta un Dome, que se alza como una cúpula multicolor despuntado en la distancia, donde se  llevan a cabo encuentros y actividades de lo más variopintas.
Creamos o no lo que nos cuenta Kjetil y veamos, un poco dolidos para no engañarnos, la nueva confección y estructura de vida de este lugar; lo cierto es que (la historia no deja de sorprendernos), estas personas tienen atada allí su propia trenza de entender el día a día, auspiciado por la entrega total a la madre tierra y a las fuerzas, de distinto orden, que ejercen su círculo de fuego sobre todos nosotros al experimentar este tipo de convivencia, en un valle perdido al que se accede por una, casi intransitable, vereda o por una pista sin asfaltar, recientemente acondicionada para acceder a los molinos de un parque eólico, cuyas aspas remueven los nuevos tiempos, agitando las pinturas pregoneras de pensamientos distintos y verdaderos, que cicatrizan sus heridas con melisa, ortiga, caléndula y tomillo.



Ramiro cierra puntualmente a las doce de la noche, comprometidos con él para una nueva visita después de cenar, el paladar nos supo a gloria con los chichos y unas deliciosas hamburguesas doradas al fuego alimentado con leña de manzano. Apenas dejamos hueco para la cecina, <<complemento que nos causará deleite cuando la almorcemos mañana, camino de Ponferrada>>, decía yo; <<¿mañana?, de eso nada, mañana comemos “botillo” y pasamos el día en El Ganso, para que descanséis de la “paliza” de hoy y continuéis a gusto al día siguiente>> zanjaron Alberto y Patricia sin otorgar la posibilidad de negociar su decisión por nuestra parte.

El café nocturno en el “Cowboy” bajo el silencio corrompido por el transformador antiguo del bar y las “lecciones morales” de Ramiro otorga un sabor enigmático a la velada, cargada de historias y risas, boicoteada, de vez en cuando, por las voces de nuestro anfitrión, quien se remonta, como suele hacerse en estas tertulias, los años atrás, cuando sus primeros ligues pueblerinos en “el fontanal” o su diversión nocturna cazando jabalíes entre los pinares cercanos, o su sempiterna misoginia aderezada de lujuria, << ¿¡unas copas?!>>, <<pues no sé, vamos a acostarnos pronto y…>>, <<¡¡no, unas copas!!, ¡así te emborracho y me quedo con la vespa, jajajaja!>>.



El pueblo está dormido pese a ser un poco más tarde de las doce de la noche, una línea de farolas esparcidas arrebatan a la oscuridad su razón, con dos brazos que le otorgan un aspecto de cruz latina iluminada. La vuelta al término municipal no nos da para más de 10 minutos, andando muy despacio y atendiendo al pequeño Alberto corretear y subirse a los escalones del crucero de madera en lo que, podríamos llamar, la plaza; o quedarse sorprendido del tablero granítico donde fecundan los huecos del famoso juego de los “bolos maragatos” al pie de la antigua escuela, edificio del que se cree que estuvo el antiguo hospital de peregrinos, allá por el siglo XIII, hoy es un recinto que suspira vacío a través de la claridad que entra por sus cristales.
Gracias a este hospital, El Ganso ha sabido sobresalir a pesar de su, siempre, escasa población, de la condena al olvido que sufren muchas zonas rurales; referencias históricas desatan las crónicas hacia este hospital en varios documentos que citan entre sus líneas el territorio de Cassum, próximo al pueblo, donde se han encontrado vestigios de época romana entre sus cimientos rectangulares y donde ya se palpaba las luchas internas de los pueblos de alrededor por delimitar el territorio de cada uno.
Pero al preguntar, al día siguiente, a los gansinos/as, nadie nos sabe hablar de los orígenes de su pueblo; nadie lo explica muy bien aunque, de lo que dicen unos y otros, enlazo mi propia conclusión. Lo cierto es que la cultura popular habla de que “allí se guardaban los patos de la Sra. Marquesa”; al preguntar que marquesa, de nuevo, incógnita. Para colmo, Ramiro lo acaba de rematar <<¡¡Pero es que tú no sabes que esto es el Camino de Santiago!!, ¡esto es como el juego de la oca, con sus casillas de trampa, sus atajos y sus casillas de oca!, ¡¡por eso se llama así este pueblo!! ¡Aquí se está a salvo de los peligros del camino!, bueno, depende, porque el otro día le dije a una peregrina que se viniera a mi casa y si hubiera dicho que sí hubiera sido una trampa ¡¡mortal!! Jajaja>>.
Ahora que lo dice, si es posible que el camino pueda asemejarse con un gran juego de la oca, con sus visitas obligadas, posadas, puentes, sus lugares encantadores, las casillas trampa y demás infortunios que aparecen en el peregrinaje. Pero, esta similitud nos descuadra un poco de los orígenes de El Ganso, menos mal que, al visitar la iglesia, la mujer que tiene las llaves (se nos olvida preguntarle el nombre) desempolva un recorte periodístico y arroja algo de luz a la esperpéntica afirmación de Ramiro.
Detenidos en el tiempo, la bóveda eclesial evidencia la compostura de iglesias maragatas con su peculiar espadaña, campanario pétreo incrustado a los pies del coro donde nos llama la atención el acristalamiento de una cruz templaria y un esquilón gracioso, confeccionado con una hilera de campanitas haciendo un circulo.
El escrito redacta la doración por parte de Juan Antonio de Arrojo del retablo mayor y los colaterales del Ángel de la Guarda y San Benito; y la construcción del portal, a la salida poniente del pueblo. También nos habla, del vasallaje de este territorio a los Marqueses de Astorga y la dependencia del lugar al señorío de Turienzo de los caballeros, evidenciando el poblamiento, dedicado a la ganadería y labranza, antes de entrar en los bosques y acceder a las montañas del Bierzo.




Este parece ser el origen de El Ganso, un pueblo originado por las familias que se asentaron para civilizar el camino hacia Santiago de Compostela, cuyos peregrinos encontraban cobijo en un antiguo hospital, que luego fue escuela; y donde los Marqueses de Astorga tuvieron tierras, ganados y no sabemos si ocas, que dieron lugar a la leyenda de los patos de la marquesa, cruzando la antigua carretera por la que, al día siguiente, esta vez sí, continuamos viaje mientras el sol de agosto bate sus rayos sobre los montes y valles, donde los hippies viven, un poco, al margen del mundo; y las aspas de los molinos cercanos escarban en el bosque surcado por jabalíes y corzos que beben del riachuelo, la misma corriente que sirve de combustible principal para que una herrería medieval siga vigente en el silencio de las calles, enhebradas de vegetación, de Carracedo de Compludo, donde es posible encontrar la estabilidad que conduce la razón del ser; la misma que encontró Javi en su taberna de Foncebadón, cuyas campanas, eternamente inmóviles, repican la victoria para todos aquellos que buscamos algo verdadero en el andar de la vida.



Jesús Bermejo Bermejo El Ganso (León) Agosto de 2011.


Glosario:
·        Tipis: es una tienda cónica, originalmente hecha de pieles de animales como el bisonte y popularizada por los pueblos indígenas de los Estados Unidos de las Grandes Llanuras, pero también han sido construidos y habitados en otras partes geográficas.
·        Yurta: es una tienda de campaña utilizada por los nómadas en las estepas de Asia Central. Distintos pueblos han usado este tipo de vivienda desde la Edad Media. En la antigüedad, la yurta era modular y desmontable, pues estaba formada por varias partes y realizada con diversos materiales. Las actuales conservan la forma, pero los materiales utilizados en su construcción se han cambiado por otros más evolucionados y mejorados tecnológicamente.
·        Dome: Estructura de forma cóncava o de cúpula de gran tamaño.

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