5º DÍA: LA MARAGATERÍA y EL BIERZO
Para Alberto, Patricia,
Alberto jr y Nerea
(la más leonesa).
- ¡¡ Te compro la vespa, te
compro la vespa!!- Ramiro lo dice
todo a voces ante el asombro de los extranjeros, con las mochilas a cuestas,
que van a sellar su peregrinaje. Ramiro regenta el “Bar Cowboy” en El Ganso
(León) <<¡¡de lo bueno, lo mejor!!>> vuelve a gritar; lo lleva
desde que vino de la legión, de aquella época cuando se emborrachaba y hacia
escapar al pueblo entero; ahora está más reformado, o al menos eso dice… un
peregrino alemán, con su acento “guiri”, le pregunta donde hay alguna fuente
para beber, <<¡¡no hay fuente, botella de agua, un euro!!>> y
sacude la botella, golpeándola contra una maravillosa barra de roble, a la vez
que, con los nudillos, destroza la chapa de las cámaras, sonriendo, porque sabe
que, justo al lado, hay una fuente de agua cristalina; ríe o al menos eso
pensamos, y revienta el espectáculo con chistes “machistas” ante la resignación
de Patricia y Noelia, volviendo a aporrear el metal de las cámaras, mirando al
horizonte, frunciendo el ceño, como si la luz de la portalona fuera un extraño
de mala ralea que llamase, incomoda, en busca de refugio.
Decididos a repetir lo de Zamora,
paramos el motor de la vespa en el antiguo establo de Alberto,
y junto a ella, reconducimos el tiempo en otras perspectivas, dispuestos a
empaparnos de esta tierra que nos atraía de una forma extraña, inexplicable,
como si reconociéramos, en cierto modo, una esencia ancestral; sentados,
tranquilos, en la armonía de los grandes bancos del Bar “Cowboy” o acodados en
su espectacular mostrador de roble, observando los aperos antiguos, sombreros y
demás cachivaches que adornan el techo y las paredes, como si estuviéramos en
La Cumbre, también, entre amigos, y el sol de la tarde convirtiendo nuestro
mundo en una franja rojiza agradable, rezumada en el deleite de poder analizar
el espacio, igual que el que otea un paisaje que solo le inspira sosiego y no
puede apartar la vista, contando los detalles que brincan en sus pupilas, como
los corzos por la parcheada carretera que comunica Astorga con Ponferrada;
pasando Rabanal del Camino, justo antes de llegar a Foncebadón y subir el
“Monte Irago”, donde la magia celta empieza a hechizar el ambiente y se
escuchan sus conjuros entre los robledales aledaños al pueblo, que duerme un
sueño fantasmagórico, tan solo perforado por las idas y venidas de los
peregrinos, campeando, curiosos por sus calle, azuzando los llanos donde se
alza una ruinosa espadaña, testigo del monasterio que, aquí, fundo el monje Gaucelmo, a finales del siglo XI, en
medio de la naturaleza salvaje, particular como los relatos embalsamados en lo
más profundo del corazón de esta tierra que, a duras penas, ha encontrado en el
milagro del Camino de Santiago, el sustento en el que sujetarse a la existencia
de un futuro con historia.
En efecto, el nombre del pueblo
alude a las fuentes del lugar. Foncebadón derivaría de Fuente de Abdón y,
durante años, fue un pueblo dormido, de calles oscuras, sin habitantes,
condenado a desaparecer y a que se desvaneciera el recuerdo de sus gentes,
cuyas voces surcaban los páramos, quejidos bajo madrugadas sin luna. Así se
quedó este lugar religioso, el punto más alto de la ruta jacobea entre la
Maragatería y el Bierzo. La emigración de los 60-70 lo destrozó como a tantas
zonas rurales, y la hierba empezó a abrazar sus calles mientras el musgo se
apoderaba de sus piedras y la carcoma hacia estragos en sus vigas.
Fue entonces cuando llegó Javi (nombre inventado a petición del
verdadero Javi), regente de la taberna Irago con su asombrosa historia, bajo
una crema de orujo y un conjuro contra las meigas que pudieran escuchar y aprovechar
la debilidad del narrador: Javi era un hombre de negocios que acababa de
enviudar, sus hijos estaban en el extranjero, uno estudiando en Estados Unidos
y otro, casado, trabajando y asentado en Alemania con su familia. Javi estaba
solo, tan solo, tan solo que sólo tenía dinero, apartamento de lujo en el centro
de Madrid (en pleno barrio de Salamanca), chalet en la sierra, casita en la
playa en Vera (Almería), una mini colección de coches de lujos (Duesenberg
Model J Coupe 1931, Ferrari 250 GT SWB California Spyder 1961, Toyota 2000GT
1967 y algunos más); viajes al extranjero, nadar entre delfines, vuelta al
mundo en globo,... y un sinfín de “caprichos” que hacían singular su propia
vida. Pero cuenta que, cuando enviudó, se quedó destrozado, no solo por la
terrible pérdida sino porque, en todos sus años de matrimonio, apenas había
convivido con su esposa, no había tenido vida familiar, carecía de la
experiencia de jugar con sus hijos. Quiso recuperar el tiempo perdido pero ya
era demasiado tarde, sus hijos habían perdido (o tal vez nunca lo tuvieron) el
anhelo de estar y vivir con su padre; como no había dado cariño en su vida, no
recibió ni una pizca de ese sentimiento vital. Un día se emborrachó en su
propio apartamento (ya lo hacía con frecuencia recorriendo las calles de Madrid
semitambaleandose), se metió en el jacuzzi y se quedó dormido, de repente oyó
un ruido en la calle, cuando fue a ver qué había pasado, debido a su estado, se
resbaló y cayó violentamente, golpeándose fuertemente en la cabeza; fue en ese
momento, en medio del inmenso cuarto de baño, con el sonido lujoso de las
burbujas del jacuzzi y el olor a sales aromáticas mezcladas con sangre, donde
quiso desaparecer, olvidarse, vivir de la tierra o padecer los tormentos de un
vagabundo. Pero no podía hacerlo sin más, aunque no mostraran por él afecto
ninguno, tenía familia lejos, su propia descendencia; así que puso en práctica
su plan de autodesaparición: primero vendió todas sus riquezas, sus inmuebles,
su colección de coches de lujo, ect y dividió lo recaudado en cuatro partes,
dos partes las envió, por separado, a cada uno de sus dos hijos; con la otra
puso en marcha una ONG, consistente en hacer negocio con ropa usada.
En el calor de la taberna de
Irago, bajo esencia celta, como los ingredientes de la pócima de un druida,
Javi desgrana su historia, se hace escuchar, movido por la crema de orujo o
porque al contarla, él mismo se desnuda y se vuelve a encontrar en el pasado.
La ONG se llamó “Arrópate”, consistía
en compra-venta de ropa usada, en una gran nave, la gente que quería deshacerse
de prendas de vestir la vendía a precio bajo o las donaba, a su vez, estas se
clasificaban en función de la calidad, si era buena se volvía a vender a un
precio más bajo, y si era mala, se reciclaba y el material se vendía a
industrias textiles que lo compraban a un precio, sorprendentemente, alto. El
caso es que los ingresos se quintuplicaron enseguida, designó a un equipo de
dirección y se abrieron varias naves más en las principales ciudades, todos los
derechos de propiedad se los traspaso a su hijo menor para que tuviera un gran
trabajo al acabar los estudios en EEUU, apartó un 25% de acciones para el mayor
y desapareció del panorama mientras grandes fortunas eran destinadas a la
creación de escuelas en Sudamérica, a la construcción de pozos en África y
numerosos proyectos solidarios más.
Desapareció y encontró refugio,
tras andar perdido solo con su mochila al menos 10 días, en Foncebadon; allí
compró el edificio de la escuela, a la entrada del pueblo y, durante el primer
año, no encontró más compañía que la de Ángel,
un pastor que, tras unos meses, le abandonó para irse a Barcelona a trabajar de
albañil. Al principio lo pasó mal, no sabía nada de agricultura ni de
ganadería, durante los meses de invierno apenas veía a nadie y en los meses de
verano, los peregrinos pasaban de largo por la carretera sin entrar siquiera en
el pueblo.
Una vez cayó una gran nevada y se
quedó aislado, malvivía calentándose al fuego alimentado de la madera carcomida
de las casas ruinosas aledañas; el hambre se hizo insufrible y cayó enfermo;
sin poder avivar el fuego, demacrado sobre un viejo colchón de muelle, parecía
que había llegado su fin, << quizá era mejor así>> pensó, ya que no
había sabido convivir con sus seres queridos, se merecía morir solo, enfermo,
deshaparrado sobre una vieja cama en una escuela por la que hacía más de 20
años que no asomaba ningún niño, mientras el cielo lloraba nieve y las noches
helaban las horas restantes, endureciendo de blanco el pavimento de su mortaja.
Entonces ocurrió el milagro, alguien, en medio de la madrugada, entró, al
principio creyó que era un espectro, un fantasma de los muchos que afirmaban
por los pueblos de alrededor que vagaban por Foncebadón, o la propia muerte
dispuesto a sesgar su agonía con su guadaña; pero no era ningún ser del otro
mundo, se trataba de Hanna, una
muchacha alemana, que atravesaba aquellos páramos en peregrinación a Santiago,
cuya nevada, y la noche, la había sorprendido en mitad de la jornada.
Javi nos cuenta que fue amor a
primera vista, lo cuidó y cuando se recuperó reformaron el edificio escolar,
Hanna era escultora y llevaba casi toda la vida dedicada a la cerámica, al
principio, se quedó hasta que nuestro ermitaño estuviera bien, luego lo ayudo a
terminar de instalarse y, hasta ahora, es su compañera, con la que no piensa
repetir sus errores pasados. Fue entonces cuando Javi decidió recurrir a su
habilidad, la única que se le daba realmente bien y que había sido, a la vez,
su condena: los negocios. Con el dinero que le quedaba montó la taberna “Irago”,
fiel al pasado de Foncebadón, decorándola con motivos medievales y célticos; la
montó para salir del paso y tener lo justo y suficiente para vivir, pero, algo
dentro de él, sabía que no iba a ser así; la taberna y albergue se convirtió en
un éxito, ahora todos los peregrinos, que antes pasaban de largo, quieren hacer
noche allí y los beneficios se han multiplicado. Parte de ese dinero sobrante
lo ha invertido en adecentar el resto del pueblo pero, aun así, según él, los
beneficios superan sus expectativas.
A nosotros no deja de
sorprendernos su peculiar “maldición”, Javi es un “rey midas” para los negocios
y no tiene ningún problema en vaciar con nosotros una garrafa de crema de
orujo, fabricación propia. Como, anteriormente hizo Gaucelmo, lleva varios años
con su albergue y taberna, un negocio, desde 1999, que es un canto a su forma
de entender la vida, adornado con muebles de peral, tejados de paja y pizarra…
hasta el cierre exterior de madera lleva su firma artesana.
-¿no volviste a saber de Ángel?-
pregunté alucinado con la historia.
- Si, bueno, era un hombre
bastante taciturno, no sé gran cosa, que está en Barcelona, que anda de aquí
para allá, en fin, le propuse que se viniera aquí y se emplease conmigo pero no
quiso, hubiera estado bien que hubiera vuelto, al fin y al cabo es el hijo de
la señora María.
- ¿Y quién es la señora María?-
preguntamos al unísono.
- Jajajajaja- Javi se ríe- la
señora María es la auténtica protagonista de este pueblo, este será un pueblo
sin habitantes pero con muchas historias jajajaja.
Y, como encadenado a su propio
testimonio, comienza a narrar la leyenda de María, que era la única habitante,
junto con su hijo Ángel, de Foncebadón años antes de la llegada de Javi, montañesa,
menuda y un poco huraña; vivía sola entre las ruinas de lo que fue su pueblo,
bajo la espesa hierba que ocultaba su esplendor en el devenir de los días, en
el umbral de las nevadas y ventiscas que casi la aislaban del mundo; pero eso a
ella le importaba un rábano ya que podría llevar más de 20 años solitaria, observando
el silencio del paisaje y el envejecer de las piedras.
Un día recibió una carta del
Obispado de Astorga comunicándola que iban a retirar las campanas de la iglesia
del pueblo, puesto que ya no tenía habitantes y no se oficiaban misas ni demás
ceremonias en décadas. Con la carta, nuestra montaraz hizo el fuego aquella
tarde y así quedó el asunto. El día señalado para el traslado de las campanas
una expedición, integrada por dos curas, seis obreros y cuatro guardias
civiles, avasalló el pueblo dispuestos a cumplir su cometido. Su sorpresa fue mayúscula
cuando empezaron a llover piedras y palos desde el campanario; decidida a
defender lo que es suyo, María recibió a la comitiva, desde el tejado de la
iglesia y de esa manera, diciéndoles que para llevarse las campanas antes
tendrían que matarla.
-Pero no se da cuenta, buena
mujer, que las campanas ya no sirven de nada aquí- argumentó uno de los
sacerdotes.
- Me sirven a mí por si me pongo
enferma o me quedo aislada y tengo que avisar ¡¡largaos de aquí!!- dictaminaba
María.
- Venga señora bájese de ahí que
esto no tiene sentido- bramaba un guardia civil.
- Además una de las campanas no
tiene badajo- justificaba otro cura.
- ¡¡Pues te corto el tuyo y se lo
pongo a la campana, pajarraco!!- enloquecía la montañera.
Y toda la expedición se tuvo que
esconder donde aguardaba Ángel, el hijo, sentado en una piedra, resignado y
familiarizado con la actitud de su madre.
-
Pero haga usted algo por el amor de Dios,
intente convencerla, que entre en razón- casi suplicaba el religioso.
-
Mire usted, señor cura, a mí las campanas
ni me llaman ni me dejan de llamar, por mi pueden ustedes llevárselas sin
problemas. Pero si mi madre no quiere que se las lleven sus razones tiene y,
créanme, no hay manera de convencerla de lo contrario… así que ya lo he dicho,
las campanas me dan igual pero que nadie toque a mi madre porque agarro la
escopeta y la lio.
María preconizaba a veces que,
tras su muerte, Foncebadón se moriría del todo, enfermo de silencio, oxidado
sus huesos bajo el olvido de sus historias; y así hubiese sido sino hubiera
aparecido un vagabundo dotado con un extraño don que huía de él mismo, Javi,
que no se llama así, narrador en la tarde leonesa bajo el encanto de su taberna
celta en un pueblo que estuvo a punto de desaparecer, un lugar donde sus
ancestros duermen tranquilos el sueño de los justos porque el tañer de sus
campanas les devuelve, todavía hoy, la melodía de su existencia, recorriendo el
sonido la senda de estos parajes sagrados.
Al día siguiente fuimos a visitar
una herrería medieval que sigue funcionando, en el pueblo de Compludo. Contra
todo pronóstico (o contra nuestra creencia y costumbre más bien), llovió en
pleno agosto, y no estaba de más una cazadora o un polar fino. Por escarpadas
carreteras, descendemos valles envueltos en hojas, guarecidos de recuerdos
cuyos riscos engalanan las vistas. Robledales y alisos que esconden los
pueblos, a los que se acceden por diminutos senderos, recientemente asfaltados,
donde las sombras se alargan avaladas por el propio paisaje.
Compludo se viste de flores entre
pizarras, con restaurantes típicos maragatos y alguna que otra casa rural para
deleitarse del desestresante ambiente que se respira. Aparcamos el coche de
Alberto justo al lado de la Iglesia de San Justo y San Pastor, que guarda la
arquitectura típica de la zona, limando asperezas con la comarca vecina de El Bierzo. Por un camino adornado de
castaños bajamos a un riachuelo por el que, siguiendo las señales, advirtiendo la
humedad del aire, llegamos a la famosa herrería.
Esta, la herrería, es el único
monumento que todavía funciona desde que se instalaran los monjes de San Fructuoso de Braga en este
tranquilo valle, allá por el siglo VII, constituyendo la primera fundación
monástica berciana; quizá, por estos monjes y por el obispo Fructuoso la
iglesia se llame San Justo y San Pastor y el pueblo Compludo: estos santos
sufrieron martirio en Complutum, lo que ahora es Alcalá de Henares, y quizá una
cosa lleva a la otra.
Cobijada entre macizos pétreos y
bautizada continuamente mediante un ingenioso aprovechamiento hidráulico, el
edificio recibe el asombro y la satisfacción de sus visitantes. Mientras
recorremos sus instalaciones y quedamos embelesados con el entorno, no puedo
evitar acordarme de los molinos de La Cumbre, abandonados a su suerte,
despojados de utilidad y protección, por mucho cariño que les profesemos, sus
ventanas se abren al Gibranzos en una comunicación ancestral cuyas palabras ya
no salen de sus rosneras y las pizarras yacen desparramadas y semienterradas
por el campo. El mecanismo de la herrería es rudimentario pero preciso y
lógico: unas aspas se impulsan por el agua, girando alrededor de un eje de
levas que se sustenta en una gran viga de nogal, con dientes en un extremo;
esta actúa de palanca para el martillo pilón, el cual, a su vez, golpea sobre
el yunque donde se trabaja el material. Con todo esto, el caudal de las aguas
son canalizadas para regular la velocidad de golpeo deseada y para que, con
fuerza, provoque una corriente de aire que avive el fuego de la fragua.
Llueve afuera y el cielo torna, aún
más grises, a las piedras. El destino hace que descubriéramos una carretera
recién asfaltada, ajena al trayecto turístico, bajamos para volver a subir,
esquivamos los acebos y el viento saluda nuestro tránsito; allí está, al final
del camino, no queda nada más, Carracedo de Compludo, un pueblo donde viven
menos de 10 habitantes y estuvo deshabitado algunas décadas atrás. Comprendí
entonces nuestra fascinación por el lugar, como aquellos indianos que emigraron
hacia América cuyos bisnietos regresan al principio de sus orígenes, así me
sentí yo. El pueblo no tiene plaza pero tiene el árbol de morera con los frutos
más exquisitos que haya probado jamás; la iglesia, cerrada ahora, estuvo
sometida al expolio y al bandidaje continuo; desde allí, el campanario ofrece,
sin lugar a dudas, la mejor vista en el tiempo detenido, rasgado sobre el
movimiento de las copas de los árboles, plasmado en el brillo de los tejados
que emergen en la soledad como setas cobijadas entre raíces y hojarasca; que gusto
da escuchar el mundo, pienso mientras observo, con asombro, una bicicleta
antigua de muchos colores, a quien la herrumbre ha empezado a devorar su cuerpo…¡qué
lugar! ni siquiera puedes pasear por sus calles porque no hay calles, solo
trazos convertidos en viviendas que lloran frente a los muros derruidos de las
casas vecinas y donde la madera se oscurece, atreviéndose a luchar contra las
inclemencias temporales. Solo en estos lugares te das cuenta de las nimiedades
de la vida, hay que llegar a ellos para darse cuenta de ciertas cosas, quizá
eso sea el verdadero sentido del peregrinaje; a lo mejor realizas un viaje de
miles de kilómetros y no encuentras nada, pero te sumerges en la espesura de
estos valles y das con la solución; como si el paraíso, la búsqueda del ser, el
verdadero correo donde se afanan los sentimientos, estuviera al lado, y solo en
estos lugares eres capaz de verlo, ajustar tus pupilas para que el cristal sea
traslúcido y se explaye, sobre ti, la armonía de tu alma, que andaba
extraviada.
Por la tarde, camino de El Ganso,
con Alberto, guía, Patricia y Alberto
hijo, torcemos por un sendero que conduce a un parque eólico, allí la
altitud ofrece un paisaje portentoso; el sol cae lentamente sobre los montes,
acicalando el horizonte, mientras contemplamos el lento oscurecer del monte
Teleno, a la izquierda, donde los romanos erigieron altar al dios “Tilenus”,
cumbre de 2.180 metros que germinó del rayo divino; el Puerto del Manzanal, a
la derecha, se abre ante nosotros en un juego de luces, con los coches, diminutas
hormigas, por la carretera Madrid-A Coruña, recorriendo el valle del Bierzo y
el imponente sistema montañoso que separa, como un hermano celoso, la adusta
meseta de Galicia.
A pesar de que tenemos una ruta
pendiente, insistimos en observar la majestuosidad que se abre a nuestro
alrededor, a la vez que el mecanismo rutinario de los molinos de viento rompe
el equilibrio de sombras que se han cernido sobre el vasto territorio desde el
origen más remoto.
Bajamos por un camino apretado
de alisos hasta el “charco de las hoyas” (imposible no compararlo con nuestro
“chaco la olla”), hasta abordar un reguero de álamos en la vereda de un
riachuelo que nos conduce hasta los restos de la iglesia de Poibueno, otro de
los pueblos abandonados cuyo centro religioso y los muros desplomados de sus
casas son el epítome de una existencia, no tan lejana. De la antigua parroquia
apenas quedan los restos del coro provisto de una puerta con arco de medio
punto vislumbrando el pardo de las pizarras entre el follaje. Allí, en una
escena de cuento de hadas, quedamos sorprendidos cuando un hombre de barba y
pelo largo, vestido con ropas parecidas a las de un indio americano, continúa el
sendero, callado, con aperos de labranza sobre su hombro. Decidimos seguirle
por la senda salpicada de escobas verificando nuestras sospechas, en
parte culpa de Alberto que ya nos había advertido lo que nos encontraríamos;
antes de llegar a Matavenero, arboles pintados con colores vivos y tipis en sus
copas delatan la renovación de este pueblo, convertido en “ecoaldea” o, como lo
llaman en los lugares vecinos: “hogar de hippies”.
Matavenero, o Mataveneiro, fue
localidad dependiente del municipio de Torre del Bierzo y a finales de los años
60 quedó deshabitado, hundiéndose su recuerdo en la profundidad de estos valles
bercianos, hasta que, en 1989, un grupo de personas crearon en él una junta
vecinal, conformando la nueva población bajo la estructura de aldea ecológica.
El origen de sus ideas y su forma de vida viene determinada por el movimiento
Rainbow: contracultural, libertario y pacifista; cuyos discípulos son los,
conocidos y, muchas veces incomprendidos, hippies.
De una forma pausada, mezclando
pensamientos suspendidos en la bóveda de madera del único bar, nos explicaba Kjetil, un noruego que fue uno de los
fundadores neo-pobladores del nuevo Matavenero, los problemas y la ilusión con
la que comenzaron.
Recurriendo a métodos primitivos,
el agua potable es suministrada por arroyos de montaña y la luz a través de
paneles solares.
Pasado el tiempo, la población
creció, se crearon negocios artesanales y agrícolas cuyos productos se
comercian en ferias y mercados de poblaciones colindantes, principalmente
Ponferrada y Astorga.
El pueblo dispone de panadería,
bar, restaurante, escuela (que llaman “escuela libre”) donde hay más de 30
niños; una tienda, un centro común destinado a reuniones y asambleas; yurta de
artesanía; hasta un Dome, que se alza como una cúpula multicolor despuntado en
la distancia, donde se llevan a cabo
encuentros y actividades de lo más variopintas.
Creamos o no lo que nos cuenta
Kjetil y veamos, un poco dolidos para no engañarnos, la nueva confección y
estructura de vida de este lugar; lo cierto es que (la historia no deja de
sorprendernos), estas personas tienen atada allí su propia trenza de entender
el día a día, auspiciado por la entrega total a la madre tierra y a las
fuerzas, de distinto orden, que ejercen su círculo de fuego sobre todos
nosotros al experimentar este tipo de convivencia, en un valle perdido al que
se accede por una, casi intransitable, vereda o por una pista sin asfaltar,
recientemente acondicionada para acceder a los molinos de un parque eólico,
cuyas aspas remueven los nuevos tiempos, agitando las pinturas pregoneras de
pensamientos distintos y verdaderos, que cicatrizan sus heridas con melisa, ortiga,
caléndula y tomillo.
Ramiro cierra puntualmente a las
doce de la noche, comprometidos con él para una nueva visita después de cenar,
el paladar nos supo a gloria con los chichos y unas deliciosas hamburguesas
doradas al fuego alimentado con leña de manzano. Apenas dejamos hueco para la
cecina, <<complemento que nos causará deleite cuando la almorcemos
mañana, camino de Ponferrada>>, decía yo; <<¿mañana?, de eso nada,
mañana comemos “botillo” y pasamos el día en El Ganso, para que descanséis de
la “paliza” de hoy y continuéis a gusto al día siguiente>> zanjaron
Alberto y Patricia sin otorgar la posibilidad de negociar su decisión por
nuestra parte.
El café nocturno en el “Cowboy”
bajo el silencio corrompido por el transformador antiguo del bar y las “lecciones
morales” de Ramiro otorga un sabor enigmático a la velada, cargada de historias
y risas, boicoteada, de vez en cuando, por las voces de nuestro anfitrión,
quien se remonta, como suele hacerse en estas tertulias, los años atrás, cuando
sus primeros ligues pueblerinos en “el fontanal” o su diversión nocturna
cazando jabalíes entre los pinares cercanos, o su sempiterna misoginia
aderezada de lujuria, << ¿¡unas copas?!>>, <<pues no sé,
vamos a acostarnos pronto y…>>, <<¡¡no, unas copas!!, ¡así te
emborracho y me quedo con la vespa, jajajaja!>>.
El pueblo está dormido pese a ser
un poco más tarde de las doce de la noche, una línea de farolas esparcidas arrebatan
a la oscuridad su razón, con dos brazos que le otorgan un aspecto de cruz latina
iluminada. La vuelta al término municipal no nos da para más de 10 minutos,
andando muy despacio y atendiendo al pequeño Alberto corretear y subirse a los
escalones del crucero de madera en lo que, podríamos llamar, la plaza; o
quedarse sorprendido del tablero granítico donde fecundan los huecos del famoso
juego de los “bolos maragatos” al pie de la antigua escuela, edificio del que
se cree que estuvo el antiguo hospital de peregrinos, allá por el siglo XIII,
hoy es un recinto que suspira vacío a través de la claridad que entra por sus
cristales.
Gracias a este hospital, El Ganso
ha sabido sobresalir a pesar de su, siempre, escasa población, de la condena al
olvido que sufren muchas zonas rurales; referencias históricas desatan las
crónicas hacia este hospital en varios documentos que citan entre sus líneas el
territorio de Cassum, próximo al pueblo, donde se han encontrado vestigios de
época romana entre sus cimientos rectangulares y donde ya se palpaba las luchas
internas de los pueblos de alrededor por delimitar el territorio de cada uno.
Pero al preguntar, al día
siguiente, a los gansinos/as, nadie nos sabe hablar de los orígenes de su
pueblo; nadie lo explica muy bien aunque, de lo que dicen unos y otros, enlazo
mi propia conclusión. Lo cierto es que la cultura popular habla de que “allí se
guardaban los patos de la Sra. Marquesa”; al preguntar que marquesa, de nuevo, incógnita.
Para colmo, Ramiro lo acaba de rematar <<¡¡Pero es que tú no sabes que
esto es el Camino de Santiago!!, ¡esto es como el juego de la oca, con sus casillas
de trampa, sus atajos y sus casillas de oca!, ¡¡por eso se llama así este
pueblo!! ¡Aquí se está a salvo de los peligros del camino!, bueno, depende,
porque el otro día le dije a una peregrina que se viniera a mi casa y si
hubiera dicho que sí hubiera sido una trampa ¡¡mortal!! Jajaja>>.
Ahora que lo dice, si es posible
que el camino pueda asemejarse con un gran juego de la oca, con sus visitas
obligadas, posadas, puentes, sus lugares encantadores, las casillas trampa y
demás infortunios que aparecen en el peregrinaje. Pero, esta similitud nos
descuadra un poco de los orígenes de El Ganso, menos mal que, al visitar la
iglesia, la mujer que tiene las llaves (se nos olvida preguntarle el nombre)
desempolva un recorte periodístico y arroja algo de luz a la esperpéntica
afirmación de Ramiro.
Detenidos en el tiempo, la bóveda
eclesial evidencia la compostura de iglesias maragatas con su peculiar espadaña,
campanario pétreo incrustado a los pies del coro donde nos llama la atención el
acristalamiento de una cruz templaria y un esquilón gracioso, confeccionado con
una hilera de campanitas haciendo un circulo.
El escrito redacta la doración
por parte de Juan Antonio de Arrojo
del retablo mayor y los colaterales del Ángel de la Guarda y San Benito; y la
construcción del portal, a la salida poniente del pueblo. También nos habla,
del vasallaje de este territorio a los Marqueses de Astorga y la dependencia
del lugar al señorío de Turienzo de los caballeros, evidenciando el poblamiento,
dedicado a la ganadería y labranza, antes de entrar en los bosques y acceder a
las montañas del Bierzo.
Este parece ser el origen de El
Ganso, un pueblo originado por las familias que se asentaron para civilizar el
camino hacia Santiago de Compostela, cuyos peregrinos encontraban cobijo en un
antiguo hospital, que luego fue escuela; y donde los Marqueses de Astorga
tuvieron tierras, ganados y no sabemos si ocas, que dieron lugar a la leyenda de
los patos de la marquesa, cruzando la antigua carretera por la que, al día
siguiente, esta vez sí, continuamos viaje mientras el sol de agosto bate sus
rayos sobre los montes y valles, donde los hippies viven, un poco, al margen del
mundo; y las aspas de los molinos cercanos escarban en el bosque surcado por
jabalíes y corzos que beben del riachuelo, la misma corriente que sirve de
combustible principal para que una herrería medieval siga vigente en el
silencio de las calles, enhebradas de vegetación, de Carracedo de Compludo, donde
es posible encontrar la estabilidad que conduce la razón del ser; la misma que
encontró Javi en su taberna de Foncebadón, cuyas campanas, eternamente
inmóviles, repican la victoria para todos aquellos que buscamos algo verdadero
en el andar de la vida.
Jesús Bermejo Bermejo El
Ganso (León) Agosto de 2011.
Glosario:
·
Tipis: es una tienda cónica, originalmente hecha de pieles de
animales como el bisonte y popularizada por los pueblos indígenas de los
Estados Unidos de las Grandes Llanuras, pero también han sido construidos y
habitados en otras partes geográficas.
·
Yurta: es una tienda de campaña utilizada por los nómadas en las
estepas de Asia Central. Distintos pueblos han usado este tipo de vivienda
desde la Edad Media. En la antigüedad, la yurta era modular y desmontable, pues
estaba formada por varias partes y realizada con diversos materiales. Las
actuales conservan la forma, pero los materiales utilizados en su construcción
se han cambiado por otros más evolucionados y mejorados tecnológicamente.
·
Dome: Estructura de forma cóncava o de cúpula de gran tamaño.
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