Unos versos en cuaresma
me despiertan de lo que soy,
en medio de una siesta de inertes
horas, donde solo se escucha el
péndulo
de un reloj también dormido.
No hay senderos para pedalear
ni formas que dar al paraíso,
solo la casa donde el espacio
precede al encuentro.
A pesar de todo, en la entrada,
las flores blancas del jazmín
se rebelan de fragancias
dispuestas a no declinar el
tiempo
que vivimos, a seguir meciéndose
al sol
de la tarde, a franquear murallas
invisibles que ni nosotros
podemos ver.
Es en el silencio donde no
estamos cómodos,
uno quisiera que esta avalancha
de puertas cerradas
fuera fugaz en las salas de
espera
de quienes quisieran volver;
me gustaría que todos los
refugios
tuvieran ese manto mágico
que les suponemos a los lugares
sagrados.
Confinado y acuartelado de
libros,
reviso cartas, notas, emails y
audios de colegio;
no imagino el mundo si su vuelo,
me atrevería a decir que el aire
está más limpio
y la tierra procura germinar el
fruto
de quien anuncia el paso de los
días.
No soy quien para disertar sobre
esta incertidumbre,
abro los ojos en el patio donde
mi rastro se repite
en medio de elucubraciones que se
antojan absurdas
si las comparamos con la actitud
de quienes están en primera
línea;
solo puedo no contribuir a la verborrea
sin sentido
que manchan las redes sociales,
agolpadas
con sed de asedios que solo
conducen a la impotencia.
A través de la ventana o en el
pequeño balcón
aplaudimos al aire contemplando
el anonimato
de nuestro gesto, como
despidiéndonos de otro día
en el que la calma parte de
nuestras miradas
hacia el silencio de las calles,
donde solo se escucha el péndulo
de un reloj, también dormido.
Jesús Bermejo Bermejo. La Cumbre, 10 de abril de 2020.
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