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de 12 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Propiedad
Intelectual y Ley 23/2006, de 7 de julio, por la que se modifica el texto
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2º DÍA: PLASENCIA- SALAMANCA (POR EL VALLE DEL JERTE).
Para Iñaki y Ana, a la amistad vieja (y nueva)
que perdura.
Y para mi primo Jorge, que lee el blog con el
mismo fervor que un
cumbreño.
El dulzor de la mermelada,
ligeramente propagada sobre el pan, enjuaga la brisa que recorre la mañana
sobre la terraza de la cafetería del hostal placentino; el periódico “Extremadura”
se desliza en nuestras manos como una indicación remitente y delatora de la
actualidad. Los coches pasan por la Avenida de Salamanca sin sosiego y la
vespa, provista ya de nuestra mochila, aguarda serena el comienzo del día,
mientras el innegable café nos infunda de animada actitud ante el recorrido.
Arrancamos, la curiosidad de los
transeúntes se contagia entre las sombras de los grandes árboles del Parque de
la Coronación y, casi zigzagueando, recorremos los barrios de “San Calixto” y
“Miralvalle” para enfilar el Puente de Adolfo
Suárez y, así, coger la N-110, famosamente conocida como “Carretera de
Valle”.
La vegetación cambia y los
balcones se tornan de madera bajo inscripciones en latín que laurean las
puertas de los pueblos del Jerte, todavía no han empezado las curvas pero el
paisaje se enreversa a la vez que maravilla nuestra silueta.
Es este un río generoso, que se
hundió entre el macizo de Tormantos y los montes de Traslasierra y Sierra de
Bejar en una curiosa desviación de montañas hace 40 millones de años, y que
lame toda su especial singladura, modelando las laderas, entre las cuales,
destacan las “terrazas” de cerezos característicos y, más arriba, los típicos
chozos pastoriles de pizarra arrancada de las sierras por el efecto del hielo.
Y “voilá”, he aquí este enigmático y paradisiaco valle, gran galán del norte de
nuestra tierra.
Pasamos Navaconcejo, el rítmico
traquetear de la moto encandila más, si cabe, la esencia de la aventura;
cruzamos las aguas del protagonista del paisaje una y otra vez, maravillados
por su cristalinidad, hasta llegar a Cabezuela del Valle, en cuyo Centro de
Salud trabaja, de médico, mi primo Jorge.
Comparto con mi primo muchas
cosas: un bisabuelo; la afición de viajar; conocer nuevos parajes, gentes y
costumbres; el senderismo y demás deportes de naturaleza; el placer de leer;…
y, en esa mañana de agosto, un café “hospitalario” entre una agradable
conversación sobre el plan trazado de nuestro particular viaje a Santiago de
Compostela, a través de un medio de transporte que rompe los moldes de la
normalidad en los tiempos que corren.
Descansamos en la plaza de Jerte,
balcones de madera escudriñan las tertulias en antiguos soportales que miran a
la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, cuya torre campanario rinde
homenaje a los jerteños que la defendieron en la Guerra del Francés.
Más arriba, antes de encañonar su
puerto, Tornavacas se abre a nosotros como cabecera del valle, engalanándola de
historias, mezcladas de leyendas, cuyos ecos resuenan entre el chapoteo de las
aguas por sus piedras redondas, resaltadas cuando, apostados sobre un puente
medieval, deleitamos, aún más, nuestra parada, y nos imaginamos cuando, en el
Siglo X, en este mismo lugar, llamado entonces Villaflor de las Cadenas,
tornaron rebaños de vacas, con teas encendidas en sus cornamentas, para hacer
huir a los musulmanes durante la Reconquista, esculpiendo, para siempre, su
actual topónimo.
Podríamos denominar al Puerto de
Tornavacas como la frontera hacia Extremadura (desde Ávila) abrupta y salvaje,
denotadora de la dificultad para acceder a estos enclaves mágicos. Por sus
empinadas cuestas y curvas nos adentramos atrevidos, despacio, reduciendo hasta
límites alarmantes la velocidad de la moto, que, en ciertos puntos, todo hay
que decirlo, se las veía y deseaba para subir. Constantemente miraba su
temperatura, si ascendía demasiado tendríamos que parar o ir a tramos, la
verdad es que no era un planteamiento inicial; tampoco había que alarmarse,
íbamos tan despacio que podíamos hablar sin problemas, pero mejor era no correr
demasiados riesgos, así que, coincidiendo con un descanso, en una de sus
múltiples curvas, paramos. Aprovechamos para beber agua y resguardarnos del sol
entre los alisos mientras un cabrero, que estaba con el rebaño justo allí, nos
preguntó si se “había escacharrau la amotu”, a la vez que su perrillo no paraba
de ladrarnos, << no no, hemos parado para no fatigar demasiado a la
vespa>> contesté yo; nos presentamos y le contamos de donde veníamos y el
destino de nuestro viaje, también hablamos un poco del valle y del envidiable
verde de estos parajes por los pueblos de la Extremadura del centro. El pastor
se nos quedó mirando con naturalidad, parecía acostumbrado, a lo mejor, a
las locuras de los visitantes por estos
lares; se llamaba Cesar, y su perro,
lo más curioso, también se llamaba cesar, “pa no confundirme le he puestu como
yo”. César era todo un erudito de las historias de la zona; entre
“chascarrillos” refranes y, por supuesto, en “Artu Extremeñu”, nos contó que
este lugar era la principal “Puerta” de Castilla hacía Extremadura y por él
pasaron los rebaños trashumantes del Honrado Consejo de la Mesta durante
siglos; el Emperador Carlos V, en su
viaje al Monasterio de Yuste; franceses y carlistas durante sus respectivas
guerras y un sinfín de personalidades que, junto al pueblo llano, construyó el
valle tal y como lo vemos hoy. Maravillado por su conocimiento, le pregunté
“como es que tenía esos saberis”, “ave”, contestó, “a las gentis de juera que
vienin les gusta y yo se las palro porque me las enseñó mi agüelu cuandu
chequininu”. Con un apretón de manos continuamos la marcha, las sombras de
neblinosa esencia improvisaban dibujos en el asfalto desde las alturas pero, a
medida que ascendíamos, quedaban al margen y las coníferas bajas tomaban el
relevo sobre terrenos de roca fragmentada
El final mereció la pena,
quedamos extasiados en el mirador y en él depositamos nuestros pensamientos
negativos, bajo una piedra desnuda que abraza estos picos y riscos (el Calvitero,
etc.).
Entrando en tierras de Ávila,
Puerto Castilla se nos presenta como un pueblo fantástico y solitario con las
casas, literalmente, en el mismo arcén de la carretera; dos niños se nos
quedaron mirando mientras jugaban con un balancín improvisado, sujeto a una hercúlea
viga de madera, en un antiguo establo.
A 15km, en el Barco de Ávila descansamos
en su Plaza Mayor, que rinde homenaje a Juan
del Barco, tripulante de la Nao Santa María en el viaje descubridor, junto
a la “casa del reloj”, casa señorial con paredes de piedra labrada y
mampostería de inconfundible traza castellana que guarda el reloj de la villa; en medio del encanto y del gentío que se mueve
en armonía, un policía nos advierte el mal estacionamiento de la moto y una
mujer, después de felicitarnos por nuestra aventura, se desahoga en decirnos
que nos están acorralando de autovías y que motos de baja cilindrada cada vez
tiene menos caminos por los que andar: los pueblos pequeños es la solución,
digo yo, las rutas que no están escritas en ningún libro.
Tiene el Barco de Ávila la estructura
de un gran pueblo tupido de historia y encanto, donde la tierra se carga de
riqueza y ofrece a sus habitantes la opulencia de sus frutos. Aquí se esgrimen
entradas misteriosas a túneles, en la vetas de su castillo del siglo XIV, que
cruzan montes y atraviesan ríos; se sacuden el polvo y la sangre de los
combates en la calle de la “Gallareta”; pardean luces, al atardecer, en el
“Puente Viejo”; cantan salmodias a San
Pedro del Barco en su ermita; atesoran memorables lugares como la casa de
los balcones, la “Puerta del Ahorcado”…; y trunca el horizonte cuando, azotando
el sol en lo más alto, seguimos el viaje con un guiño en el aire, el mismo que
tuvo Ernest Hemingway con este lugar
en su libro “Por quien doblan las campanas”.
Al llegar a Piedrahita decidimos
comer de menú del día y, contra todo pronostico, dimos con un gran sitio donde
degustar una sopa castellana y truchas con jamón por menos de 10 € en su Plaza
Mayor, ataviada de soportales de distinta época en forma poligonal, testigos,
sin duda de los más variopintos espectáculos y eventos mundanos: corridas de
toros, procesiones, representaciones teatrales, mercados, autos de fe,…
Como la tarde nos ganaba la
carrera (por segundos), apenas dimos una vuelta rápida por este pueblo, de
esencia medieval, que simboliza lo que su carácter define: piedra berroqueña
clavada en la tierra, dejada como los hitos antiguos que miden las distancias y
reconocen el terreno para florecer socialmente, como el remanso de un río en la
lenta corriente.
Los pueblos están dormidos, como
el rebaño ovejero en la siesta; pasamos por ermitas de valioso estilo encintas
de esplendidos retablos e imágenes; los chopos, robles, castaños, alisos,… han
dado lugar a los encinares que estamos acostumbrados en La Cumbre. El terreno
se vuelve estepario y cerealista por la CL 510; la vespa rompe el silencio de
las horas candentes mientras el aire juega con nosotros, acariciándonos pausadamente
en el pacto de la tarde. Al atravesar Horcajo dos hombres nos saludan mientras
ponen a secar tejas árabes y ladrillos macizos en el suelo. Ventanas de
curiosidad escrutadora brillan a nuestro paso cuando, al pasar, dibujamos una
efímera presencia y volvemos a reconciliarnos con el camino oficiado por este
relato viajero, que se sumerge en la inmensidad de su naturaleza para describir
lo que realmente vive.
Unos kilómetros más, en Alba de
Tormes, descansamos a la sombra de un
torreón del siglo XV de los Duques de Alba y, después, un café con hielo
reconfortante en una terraza ante el frescor del río Tormes.
Y, llenos de buenas
probabilidades, espoleábamos a la vespa a través de este río, ya en Salamanca,
donde el pícaro Lázaro de Tormes vio
sus primeras luces; y Miguel de Unamuno
apagó las suyas; donde una rana envejece encima de una calavera en la fachada
de la Universidad; lo mismo que un moderno astronauta, en un lateral de la
Puerta de Ramos de la Catedral; mientras, más abajo, Calixto y Melibea profesan
su amor entre jardines y la Casa Lys; todo eso mientras posponemos un
deambular, de nuevo, por su Plaza Mayor, tal vez, si es posible, a nuestra
vuelta.
Llegamos a casa de nuestros
amigos Iñaki y Ana a la hora prevista, después de descargar nuestros enseres y de reírnos
todos del “istalache” que yo había montado en la moto para sujetar la mochila,
pasamos una agradable cena entre risas, anécdotas y recuerdos que realzan, y hacen
patente, esa amistad vieja (y nueva) que perdura.
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El
Puerto de Santa Cruz y Santa Cruz de la Sierra son dos pueblos que descansan
abrigados en las faldas de la imponente Sierra que les da nombre. Como todos
los núcleos urbanos de nuestra zona, son asentamientos de calles irregulares,
estrechas y anchas, que serpentean para cruzarse unas con otras hasta llegar a
grandes plazuelas, donde se deja ver una importante raigambre histórica,
mientras la naturaleza del paisaje se torna salvaje, difícilmente doblegada, en
un conjunto realmente extraordinario.
Llegamos
al Puerto de Santa Cruz una mañana primaveral nublada, dispuestos a coronar la
cima del Pico San Gregorio, un lugar donde los mitos nunca fueron irreales y se
forjó la historia de toda nuestra zona. El pueblo, durante la dominación
romana, fue refugio y posada para los caminantes, sobre todo a los que iban de
la Emerita Augusta (Mérida) a Cesar Augusta (Zaragoza); algo muy parecido a
nuestra Rodacis Cumbreña, lugar de paso de caminantes y viajeros que subían
también hacia Trujillo y el norte de la antigua Hispania por nuestro particular
sendero romano (el cordel).
Nos
hicimos la foto de inicio de nuestra marcha ante la Iglesia de San Bartolomé Apóstol, del siglo XVI,
subidos en la honorable fuente del Caño, también de esa época, en la cual se
conservan los escudos de la familia Vargas
Carvajal.
Las
calles se tornaron en caminos, y estos en veredas abruptas, escondidas entre
jarales y esparragueras cada vez más prominentes, a medida que ascendíamos,
mientras el Puerto se quedaba atrás con sus casas adornadas de lapidas
milenarias, caídas desde los secretos de esta Sierra, únicamente conocidos por
los chaparros que crecen salvajes, agarrándose, como las piedras, en la
escarpada subida, zigzagueante entre el cuerpo granítico que la moldea.
Según
subíamos, la simetría entre la roca se mostraba cada vez más fragmentada,
dejando picos desnudos donde, claramente, se podían entrever antiguos puestos
de centinelas, en esta gran fortaleza natural. La ruta es dura al principio,
pero, poco a poco, se amilana porque lo que quiere es rodear la parte oriental
para, desde allí, ir subiendo lenta y progresivamente a la cima y, de esta
manera, contemplar las maravillas de la Sierra en todo su esplendor.
La
vegetación se recorta, los chaparros, jaras, esparragueras,… dejan paso a las
duras escobas que bailan al son del viento entre las rocas y los restos de las
primeras construcciones antiguas que nos vamos encontrando. También los primeros
abrigos y cuevas se dejan descubrir a nuestro transito, mientras, a lo lejos,
un ejercito de helechos custodian el poblado árabe, cuyas paredes y calles
sobresalen para atestiguar su existencia.
Aquí,
mientras aprovechamos un descanso para beber agua y retomar energías, las
mismas piedras nos delatan su propia historia; de cuando los almohades,
aprovechando los vestigios prerromanos, fortificaron este lugar, convirtiéndolo
en un asentamiento clave para evitar el avance de las tropas cristianas. En
este mismo enclave, el califa Abu-Al-Munin
fortifica el territorio en 1148, asegurando el tránsito de sus tropas por la
zona y haciendo más fuertes tres puntos estratégicos: el de esta Sierra, el de
Trujillo y el de Montánchez.
El
poblado, actualmente, parece un conjunto de pequeñas parcelas pedregosas, pero
al seguir el camino por sus calles, nos invade un profundo respeto histórico al
contemplar las primeras “varas”, sistemas de canalizaciones que transportaban
agua desde los aljibes de las alturas hasta el núcleo urbano.
Ya
para entonces, la necesidad del ser humano por tener agua corriente disponible
y cercana a su vivienda hizo que ideara estos sistemas, realmente
extraordinarios desde el punto de vista histórico y antropológico, ya que nos
da una idea de la cotidianeidad diaria de sus gentes y su modo de vida.
Al
llegar a la cima se pierden los pensamientos, la escalera esculpida en la roca
y la forma del moldeado granítico nos delata la existencia de un antiguo altar
de sacrificio celta o vetón donde la sangre de los animales, principalmente
cabras, ovejas o bueyes servían para calmar a las divinidades de la tierra, el
agua, el fuego, el viento o la luz; sí, la luz de un sol furioso que golpea a
la memoria para que despierte la esencia de los hechos en este mismo lugar,
para que despliegue sus múltiples formas y sigamos sus pistas en el encuentro
de nosotros mismos, de nuestros ancestros, de la raíz que compartimos,
condensada bajo una misma savia.
La
cima, solitaria y salvaje, se entretiene con nuestros gritos y exclamaciones de
asombro ante la vista tan majestuosa de toda la Penillanura trujillano-cacereña
al norte, el valle del Guadiana al sur, Las Villuercas al este y la Sierra de
Montánchez al oeste. No ha sido hasta ahora cuando nos hemos dado cuenta del
enorme tesoro, estratégico y guerrero, que poseían los árabes, allá cuando las
alturas permitían observar el avance enemigo desde leguas a la redonda.
Allí,
donde se encuentra la principal ventana de nuestro territorio, se improvisan
las sensaciones y los flashes de nuestras cámaras inmortalizan nuestra efímera
presencia, mientras nos atrevemos a observar el aljibe y los vestigios de la
antigua fortaleza que tanto esfuerzo costó a las Ordenes militares cristianas
conquistar; clara muestra la tenemos en los cruceros que se multiplican por
toda la cúspide de la Sierra, seguramente, herederos del proceso de
cristianización de la zona, allá por el 1234, dos años después de la
reconquista definitiva de Trujillo al Islam.
La
temperatura es agradable e invita a tomarse tranquilamente un bocadillo,
dejando a la impaciencia escondida en lo más profundo de la mochila, mientras,
simplemente contemplamos la magnitud del paisaje y observábamos, curiosos, como
La Cumbre se alza sencilla, unido al resto de pueblos. El punto de vista se
torna al revés, tantas y tantas veces he observado esta Sierra de Santa Cruz
desde el campo, la terraza de mis abuelos, la carretera de Ibahernando,… que no
imaginaba como se vería el pueblo, la dehesa y los encinares de La Jara desde
esta cúspide donde, dicen, las estrellas fugaces relampaguean el cielo, sobre
todo en las noches de verano, y se ven luces mágicas, como si, realmente,
habitaran aquí los dioses antiguos de épocas pasadas y nos manifestaran su
presencia. Continuará
Quizás no sea para tanto, quizás
se está mal acostumbrado, el calor asfixia el asfalto y los coches surcan las
carreteras mientras los carteles digitales advierten sobre el gran peligro de
arrojar cigarros encendidos por la ventanilla… no lo sé, se lleva todo el año esperando el
verano, cuando hace mucho frío nos acordamos de él, en aquellos momentos de lluvia y semanas encadenadas a fines de semana simultáneamente equitativos, donde es posible
escuchar a la monotonía en lo más profundo de las heladas… el calor aprieta, da
igual donde se trabaje o se estudie, el calor aprieta porque lo que de verdad
se desea es encontrar un hueco para respirar, un tiempo determinado dentro de
los tres meses para poder mirar a nuestro alrededor y parar un poco el vertiginoso
ritmo de la vida.
Entonces llegas al pueblo,
descargas todo y te vas a la piscina, te sientas al final, en el bordillo, la
gente toma el sol hasta que pita Carlos o Alberto porque este año se cierra a
mediodía; coges tus bártulos y te vas a tomar algo… llegas a Naya y te juntas
con la cuadrilla y, a la vez, con todas las demás, saludos, ironías, risas,
cerveza con limón, caña, tinto de verano, una copita de vino blanco; después,
vas a ver al canalla de Manolo “Medalla” que siempre tiene una historia con la
que te partes de risa; luego das media vuelta y marchas a ver a Iván el Fonta y
a Juli; patatas ali-oli, salchichas, rejos, carne en salsa, ya vas medio
comido; alguien lanza <<¿Vamos a la plaza?>> y otro << ¡no
hay huevos!>> la frase mágica para ir sí o sí, la última, buf, y ahora,
¿quien se come un plato de cocido?, aún así lo intentas y te echas a siesta,
cuando te levantas el dolor de cabeza es insoportable y caes en la cuenta que
es la primera siesta de todo el año y tu cuerpo no está acostumbrado; pegas
pequeños sorbos al café mirando al infinito porque estás con todo el sueño zumbándote
en los oídos, agarras a la “alemana” (mi bicicleta) y pedaleas con ella a la
piscina otra vez; hay que preparar las cosas de la peña para las ferias y la
semana joven rodacis aún te golpea de soslayo por lo que hay que arrimar el
hombro, planteamientos en el transcurso del pensamiento de unos días a la playa
que vaguean en tu mente; llegas a casa y pasas por delante del televisor
lanzándole una mirada de extrañeza, como si acabaras de ver a un pingüino en el
desierto; sales a correr por el camino de la Puente, el recorrido de siempre,
el mismo que llevas haciendo desde los 14 o 15 años, el aire golpea tu cara y
el sol te ciega unos instantes, tiñendo su dominio, los montes de la Jara, de
color cada vez más rojizo, La Puente se desdibuja en el valle mientras arriba,
en el camino, las acacias que sembró el ayuntamiento resisten milagrosamente,
atraviesas la Puente Nueva y recuerdas lo dura que es la cuesta hasta que llegas
al final del cerro para luego volver, la tranquilidad es absolutamente
cautivadora y no puedes decir una palabra a los transeúntes que te encuentras
porque estas demasiado sofocado, por lo que te limitas a levantar la mano, a
modo de saludo.
El sol da sus últimas bocanadas y
la gente empieza salir “al fresco”; desde el ciber la carretera es una gran
espada que corta la tierra en dos y, a esas horas, la dehesa es lo que más se
parece al mar por los alrededores; te sientas fuera con un litro de tinto con fanta
limón y cae, sin quererlo, un periódico viejo de varios días en tus manos: las
medallas españolas en estos Juegos Olímpicos londinenses de 2012 llegan a 10 (al final llegamos a 17),
pero en nuestra querida España, Sanidad deja en el aire la atención a los sin
papeles con dolencias crónicas y un “problema contable” bloquea la ayuda de
400€ de 200.000 parados, mientras el rey (con minúscula, faltaría menos) inaugura el verano desde su palacio en
Mallorca y RTVE agoniza de la degolladura a la que la han sometido; nada nuevo,
piensas, coges otra vez a la alemana y te das una vuelta por el pueblo, aunque
sea tarde las bicicletas están por todos lados y los jóvenes se beben unos
litros apostados en los bancos del Corral Concejo, los saludas casi con envidia
y te vas a dormir; mientras bajas por la Calle de la Cruz, el aire se mete en
tus pulmones con energía, consciente, de esos cinco minutos tan sumamente
buscados.
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El tiempo, la locura, el viaje,
la aptitud de la moto y de nosotros mismos; nuestras propias limitaciones, el
entusiasmo, la realidad… todo un amasijo de sentimientos despertaron en ese
pálido amanecer de temperatura impropia. La vuelta al “Rollo” (monolito ubicado
en el centro de la plaza de La Cumbre que le otorgó propia jurisdicción e
independencia siglos atrás) para bendecir la travesía. Surcamos la carretera
hacia Trujillo con la familiaridad que otorga los años recorriendo este camino
para múltiples quehaceres; y, con ese pensamiento, atravesamos la ciudad
conquistadora velozmente, provechosos de poseer la ventaja de conocerla a fondo
y poder aparcar sus calles empedradas, casas solariegas, puertas amuralladas,
castillo-fortaleza, esplendida plaza,… para otra breve ocasión.
Enfilamos la Ex 208 dirección
Monfragüe, las encinas salpican el paisaje y los jóvenes abejarucos (verdes)
atraviesan la carretera cuando pasamos por la Aldea del Obispo. El río Tozo,
como nuestro Gibranzos, nos recibe seco, con sus charcos bostezando el sueño de
las aguas empantanadas y el “cieno” volviéndose de un color más negruzco, a
medida que la temperatura asciende; los puentes son de los años 60-70, todos
tienen la misma estructura, recuerdan a aquella revolución industrial que nunca
surcó estos páramos, las piedras sangran herrumbre al contacto con las barandillas
de hierro, traspasadas por los años. Nada que ver con su afluente, el río
Almonte sí nos recibe como lo que es, uno de los hijos mimados del Tajo. Un
poquito hacia nuestra derecha le laurean sus tres puentes, cerca de Jaraicejo:
el Medieval, el de la Dictadura y el de la Democracia.
Paramos en Torrejón el Rubio a
echar combustible en una minúscula gasolinera, frente al parque Jesús Garzón,
uno de los culpables de que el Parque Nacional de Monfragüe sea lo que es,
naturalista cántabro incansable, que supo ver en nuestra tierra lo que muchos
de nosotros aún no apreciamos y deberíamos ver como un autentico tesoro.
El tiempo seguía grisáceo, como
la temperatura en la moto, algo, que por otro lado agradecían los hombres de
los campos, subidos en los remolques de los tractores; nos saludaban mientras
echaban las porciones de pacas a las ovejas que, como beatas en procesión,
seguían el rastro de la maquinaria agrícola.
Los romanos llamaron a
Monfragüe “Mons fragorum” (Monte
Fragoso) y los árabes “Al Mofrag” (El Abismo) y hasta allí descendimos, por un
abismo de curvas interminables, donde, en una de ellas, nos saludó una raposa,
brincando de entre las jaras. Es allí donde la soledad va acompañada con el
deleite de ver sobrevolar a un buitre negro, justo encima de nuestras cabezas. Éramos
consciente de la gran belleza, inmensidad y misterio del lugar donde nos
encontramos; de las pocas excursiones productivas del Colegio y el Instituto,
estaba la de este Parque, ahora Nacional; donde, sobre otras anécdotas y
rincones, sabía donde anidaban todos los años una pareja de cigüeñas negras y
otra de búho real en Peñafalcón, gran roquedo bañado por las aguas del Tajo;
enfrente se halla el mirador del “Salto del Gitano”; dos columnas pedregosas
donde, según la popular leyenda, atravesó el huido, perseguido de la Guardia
Civil.
Subimos con la moto hasta lo que
pudimos de la cuesta del Castillo, dejando en lo alto las cuevas donde se
hallan pinturas rupestres, repartidas por estas escarpadas sierras cuarciticas.
Es, sin duda, un lugar precioso, que nunca me cansaré de visitar; a 465 metros, como un vigía, se haya el Castillo de Monfragüe, fortaleza antigua de gran importancia en el territorio,
sobre todo en los rifirrafes entre almohades y las ordenes cristianas hasta su conquista
por estas últimas en el siglo XII. Posteriormente, fue lugar muy venerado por estos
caballeros de la Edad Media, como se demuestra en la Virgen que hay en su ermita,
contigua al castillo, traída desde Palestina por los Cruzados.
Arriba, en la torre pentagonal
del homenaje, la vista es indescriptible: la bajada del camino hacia la fuente
del francés, la fusión del Tajo con el Tietar, los depósitos de cuarcitas apelotonados
en las faldas de las sierras, ese “mar” de encinas que, tantas y tantas veces,
me ha cautivado y me cautivará para siempre; una sensación orgullosa de quien
siente su tierra en el corazón.
Serpenteamos Peñafalcón y “El
salto del gitano”, con el río a nuestra izquierda, hasta llegar a la fuente del
francés, al parecer, denominada así en honor a un naturalista del país del
norte vecino, que intentó salvar a un ave en las traicioneras aguas del río
Tajo y se ahogó en el intento; es un lugar de espiritualidad casi monástica,
poblado de vegetación, donde la majestuosidad del gran río ibérico compite con
las sierras que los custodian, cautivo del bosque mediterráneo, aquí el rumor
acuífero se deja atrapar y respira a través de las encinas, quejigos, madroños
y jaras; una sensación que se agarra como el musgo a las rocas, en este
santuario natural.
Este es un paraje en el que, durante en la
Guerra Civil Española, hubo una intensa permanencia de guerrilleros
antifranquistas y, precisamente, uno de ellos, el jefe de la 12ª división en el
norte de Cáceres: Pedro José Marquino Monje “el francés” cayó abatido en un
enfrentamiento con la Guardia Civil cerca de este lugar; hecho que hace que,
siempre que beba en esta fuente me pregunte la verdadera historia de su nombre.
Y hecho, el de la actividad de
los guerrilleros antifranquistas en esta zona natural, que es recordado en una
placa sencilla de pizarra a orillas del Puente del Cardenal, misteriosa obra arquitectónica
que aparece, cuando bajan, y desaparece, cuando suben, las aguas mezcladas del
Tajo y el Tietar. Fue mandado construir por el cardenal Juan de Carvajal, en
1446, facilitando las comunicaciones entre Plasencia, Jaraicejo y Trujillo. Al
parecer, dice el clamor popular, que costó 30.000 monedas de oro, las misma cantidad
que piedras tiene el puente.
Historias, leyendas, nombres,
castillos, puentes, parajes, rincones,… no éramos conscientes, o más bien,
todavía no asimilábamos la envergadura y la riqueza de nuestro viaje.
Avanzando unas curvas más
llegamos a Villarreal de San Carlos; pizarra, pequeña iglesia en lo más alto,
restaurantes, tiendas de recuerdos y Centro de Interpretación del Parque.
Fundada en 1788 por Carlos III como guarnición fija para vigilar esta zona del
continuo bandolerismo que la asolaba, sobre todo en el, ya citado, puente del
Cardenal y el puerto de la Serrana.
Posee una calle principal
preciosa que invita a la tranquilidad y donde, por lo menos la última vez que
vine, rondaba un jabalí “domesticado”, que se zampaba las chucherías que les
echaba los niños, para sorpresa de los muchos turistas de este paraje natural.
Comimos unos bocadillos a la
sombra de un merendero, junto a los chozos de pizarra y “escoba”, antiguo
aguardo de pastores, que ahora se utilizan como reclamo turístico y para los colegios,
para inculcar el amor a la naturaleza y, lo más importante aún, su conservación
y protección.
El aire se mete entre nuestro
cascos y nos zumba en los oídos cuando serpenteamos las grandes fincas de
encinas y alcornoques mientras disfrutamos de cada segundo y metro recorrido:
el traquetear del motor, la posición en las curvas, la sensación de tener el
tiempo retenido, metido en un saco, para esparcirlo como y cuando queramos,
doblegarlo como el viento al pasto, peinado, dorado al sol en la tarde extremeña.
Llegamos a Plasencia coincidiendo
con el Martes Mayor y, al igual que Trujillo, con la ventaja de conocerla bien;
atravesamos el río Jerte, bordeando la muralla, la Catedral y la Puerta del
Sol, hasta llegar al antiguo recinto ferial y al Acueducto, momento en el cual
torcimos a la izquierda y, pasando la plaza de toros, llegamos al hostal donde
pasaríamos la noche.
Es Plasencia lo que podría
denominar “una de mis ciudades” pues en ella viví y cursé el Bachillerato; en
1995 dejé atrás al niño “montehermoseño” para dar paso al adolescente
“placentino”. No sabría explicar la sensación de recorrer mi antiguo barrio,
cambiadisimo, los “canchales”, como aquí se llaman, se hayan ahora debajo de la
gran cantidad de barriadas de casas que han construido desde mi marcha.
Mientras andábamos notaba como mi presencia en ese lugar se había desvanecido y
trataba de buscarla a toda costa, a golpe de recordar, hablando con los ojos
bien abiertos, intentando reconocerme a mi mismo.
Llegamos a “Sor Valentina Mirón”
y atravesamos la Iglesia del Salvador y su pasaje; mi amigo Jesús nos esperaba
frente a la puerta del ayuntamiento, con el estado de haber pasado todo el día
de cañas (era Martes Mayor). Ni corto ni perezoso, como ese día en Plasencia no
era el idóneo para tomar un café tranquilamente, nos metimos en la popular
calle de “los vinos”, donde antiguos bares y pubs, que aún perduraban, me hacían
retroceder en el tiempo, a esos fines de semana mágicos y, por desgracia,
lejanos.
Jesús Bermejo Bermejo. Plasencia (Cáceres) Agosto de 2011.
Como
todas las cosas, la “era Ibarra” en Extremadura podrá, ahora que ha pasado,
someterse a innumerables críticas (que las tiene y “muy gordas”); pero a mí,
personalmente me gustaría resaltar el
inicio en el empeño y la constancia de rescatar o renacer el orgullo extremeño;
esa incansable empresa de otorgar la identidad que se merece Extremadura, de
sentirnos ennoblecidos con nuestra Tierra y alejar, para siempre, los tópicos
impuestos por pasados yugos y señoritos.
Solo
así se explican aquellos extravagantes “Días de Extremadura” de los años
ochenta; solo así podemos comprender que a muchos paisanos se les erizase el
vello de los brazos cuando Montserrat Caballé (una catalana) cantaba nuestro
recién estrenado himno, compuesto por Miguel del Barco. Aquello era un
despilfarro sí, una bomba de relojería que nos indicaba que Extremadura iba a
cambiar, un episodio de nuestra historia evitable pero necesario, el despertar
de una época que nacía en nuestras manos.
Entonces,
el objetivo era el principio de un orgullo: La Identidad Extremeña; y los
discursos políticos sonaban así:
“Hay que resaltar
nuestra condición política de extremeño, nuestro folclore, tradiciones, bailes,
costumbres, paisajes, artistas, intelectuales,…”; “Tenemos que hacer que el
caciquismo y el miedo desaparezcan para siempre de nuestro horizonte”; “Hay que
hacer de Extremadura una tierra de la que nadie tenga que marcharse para
labrarse un futuro de progreso”.*
¿Lo
ven?, por eso, aquellos niños extremeños de los años ochenta hemos crecido con
ese esplendor tantas veces repetido; hemos pegado a nuestras bicicletas
pegatinas con nuestra bandera autonómica; hemos visto cantar a Julio Iglesias
en la plaza de Trujillo sobre el hombro de nuestros padres;… en definitiva, nos
prepararon para sentirnos orgullosos de todo lo que es hoy Extremadura y sus
orígenes.
No
obstante, déjenme que les cuente una anécdota: hace algunos veranos, cuando
trabajaba de socorrista en nuestra piscina, se me acercó una persona, “nacía y
criá aquí” y me dijo en un forzado acento catalán <<Bona tarda, a que
hora se plega esto>>, no me pude contener, con un hormigueo en el
estomago le conteste <<En cuanti ohcurezca, jundeamos tóh de p
aquí>>**.
¿Se
dan cuenta? Aunque exista esta clase de personas que, en lugar de preservar sus
raíces, nadan sobre ellas sin dejarse impregnar en absoluto; yo me alegro de
ser extremeño, me alegro de aquellos discursos de Ibarra que fortalecieron el
pensamiento de mis padres y educaron el espíritu de aquel niño que hoy les
escribe. Me devolvieron mi identidad, la misma que fue pisoteada a mis
antepasados y renace limpia en mí con proyección de futuro.
Y
me da igual que alguien piense que este texto tiene connotaciones políticas
(que no las tiene) y que mi novia, la leerlo, me diga <<Jesús, que se te
ve venir>>; peor es lo que me dice mi amigo Emilio que, en cuanto me ve,
me salta con que <<Tengo engañao a medio pueblo>>.
Jesús Bermejo Bermejo La
Cumbre 2009.
*Fragmentos
de discursos de aquellos “Días de Extremadura”. La última frase es un constante
compromiso que, desgraciadamente y a nuestro muy pesar, no se consigue todavía.
** Castuo “acumbreñizado”, la “h” se pronuncia como si fuera
la “s” aspirada.
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Queda
prohibida la reproducción, distribución y comunicación con ánimo de lucro de
acuerdo con lo establecido en la presente ley.
Las
veredas eran pedregosas y de abundante arbolado, eso hacía que las monturas
jadeantes se tomaran un respiro, por la bendición de los alisos y los grandes
robles que se torcían y secundaban las encrucijadas de los caminos; a pesar del
entandarte con la cruz griega de sínople en fondo blanco, el pueblo de Trevejo
les acogió vacío, sin muestras de hospitalidad. Así, de esta manera, llevaban
días viajando en silencio, durmiendo en los campos y pasando desapercibidos para
no llamar la atención, cautelosos porque la noticia del gran ejercito que se
disponía a tomar este castillo norteño no se disparase como una certera
ballesta.
Habían
pasado más de dos meses desde que el caballero Rui Vázquez de Quiroga, de la Orden de Alcántara, se presentara en la plaza de La Cumbre y en
todas las plazas de los pueblos vecinos con el fin de reclutar gentes de guerra
para el asedio. Aquella mañana Alonso,
o Abem que era como le conocían
todos, había mirado a su tío Galceran
de manera extraña, pues los recuerdos de antiguas batallas se relamían en su
mente, alimentadas con las promesas vertidas de la boca del caballero acerca de
oro y buena paga por enrolarse.
Abem
o Alonso***, al igual que su tío, era morisco o, simplemente, “moro”, su
familia llevaba más de cuatro generaciones abrazando el cristianismo sin
quitarse esa losa racial. Su tatarabuelo había sido uno de tantos cautivos
cuando se reconquistó Trujillo, de manera definitiva, en 1232, un <<guerrero
admirable>> le había dicho Galceran, <<Abem Al Zankul se llamaba; pero como fue derrotado en la toma de la
anterior Torgiela****, se bautizó, cambiando nuestro apellido “Al Zankul” por
“Sánchez”, y se vino a servir a la Caballería de MataGibranzos, en nuestro
pueblo, La Cumbre, cuidando los caballos que allí se criaban; por eso, a pesar
de nuestra raza, vivimos donde vivimos y amamos a Dios como los demás
cristianos>> solía recordarle.
Y
era verdad, pensaba Abem, los moriscos castellanos como él vestían, hablaban y
rezaban como los cristianos, con las mismas costumbre y el mismo pensamiento, a
pesar del color cobrizo de su piel y de sus ojos “de aceituna” como le decía su
madre Abda, en el pensamiento y en
la intimidad de casa, y María, en la
calle y la iglesia.
<<Desde
entonces>> seguía su tío <<hemos cuidado de los caballos de los
grandes caballeros de estas tierras, y mi abuelo, mi padre, yo, tú y tus
descendientes son y serán de La Cumbre, porque hemos vertido nuestra sangre
para poder quedarnos y porque somos iguales que los cristianos viejos, ya que
también amamos a Cristo>>.
Abem
sabía que las guerras preceden a otras guerras; de vez en cuando, a la comarca
de Trujillo llegaba la noticia de la necesidad de soldados y mucha gente de La
Cumbre partía varias veces al año para la reconquista definitiva del Al Andalus
al último Rey árabe, que se atrincheraba en Granada, y, hasta la fecha, habían
regresado muy pocos para contarlo, entre ellos, su tío Galceran, sin un ojo y
con la boca desfigurada por un lanzazo. Pero no todos pueden irse, pensaba el
muchacho, las razzias están por doquier y siempre, de un momento a otro, hay
que echar mano a la espada y no dudar en el ataque.
Nada
era nuevo, el territorio de Trujillo estuvo durante mucho tiempo sometido a continuas
incursiones de árabes y cristianos en innumerables ocasiones; esto hizo que las
gentes de los pueblos de alrededor, los que no podían esconderse tras los muros
de la ciudad, desarrollaran un sentido de la supervivencia y la lucha muy
experimentado, sentido que traspasaban de padres a hijos; así, entre las
labores agrícolas y ganaderas de la zona se hallaban todo tipo de armas, extraídas
la mayoría de las veces a aquellos que conseguían matar cuando llegaban de uno
y otro lado a “saquear” el terreno y dejarlo sin víveres de subsistencia.
Eso
se sabía en toda Extremadura, por eso, Fray Alonso de Monroy, maestre de la
Orden de Alcántara, no dudó ni un instante en reclutar a gentes de nuestra
zona, curtida en guerras y práctica en el asedio a fortalezas, para arrebatarle
el Castillo de Trevejo, en el norte, lindando con Villamiel y Gata, al traidor Diego Bernal.
Cuando
llegaron a las grandes barcazas que atravesaban el Tajo***** acamparon en el
extremo sur del río, enviando a un grupo en avanzadilla, para que actuasen como
exploradores del terreno; “La Avanzadilla de La Cumbre” como diría más tarde el
caballero Rui Vázquez de Quiroga, quien se presentó voluntario para portar el
estandarte de la Cruz de Sinople de la Orden de Alcántara.
El
calor asfixiaba y de los caminos parecía salir humo infernal; A Aben le parecía
que su cuerpo se cocía bajo la cota de malla; cuando pasaban por los pueblos,
los lugareños los atravesaban con sus miradas temerosas, sobre todo al ver a
Galceran con su turbante a la cabeza y la cimitarra bailando a la espalda por
el trote de la montura.
Nuestro
joven cumbreño sabía el arte de la lucha gracias a su tío; le había enseñado el
manejo de las armas de sus antepasados árabes, colocándose la espada curva a la
espalda; la guardia alta de los caballeros cristianos; asentar una buena
lanzada y saber derrotar a un hombre el doble de tamaño con hacha o maza. Pero
su experiencia guerrera solo contaba con las ocasiones en que tuvo que
defenderse de los bandidos y cuatreros que iban a la finca de Matagibranzos a
llevarse algún caballo. Aquello era distinto, había más de mil hombres, entre
caballeros, guerreros, campesinos armados y peones, dispuestos para una guerra,
guerra por el territorio, entre señores que se creían dueños legítimos de un
castillo, dos caballeros, Fray Alonso de Monroy y Diego Bernal, que pretendían
ser los auténticos y únicos Maestres de
la Orden de Alcántara;<< una pelea de gallos>> decía
Galceran<< si se produce una batalla, no se te olvide, todo sucede muy
deprisa, tienes que tener ojos a todos lados, puede matarte cualquiera, alguien
con una espada, una lanza o un simple cuchillo, todo es hierro, hasta la saliva
te sabe a hierro, te falta el aire pero tus nervios son como el mejor acero
jamás fundido y es en ese momento donde tienes que demostrar lo que vales, si
no, tu cabeza se separará de tu cuerpo o tus tripas se ensuciaran con la tierra
y estarás muerto>>.
Divisaron las faldas del castillo sorprendidos por la poca vigilancia de este y por la
facilidad en el acceso, antes, Galceran se había llevado el dedo al único ojo
bueno y les había indicado al resto del grupo que estuvieran muy alerta. Colocaron
el estandarte y, tras descansar un rato, el caballero Rui Vázquez de Quiroga se
dispuso a otear el terreno, volviendo sobre sus pasos para informar al grueso
del ejército, que estaba a pocas leguas de allí.
Galceran
estableció turnos de vigilancia y, en un abrigo de pizarras, se quedaron a
esperar. Abem observaba al resto de sus paisanos y amigos: Juan, Fernando, José, Pedro y Gabriel; algunos
eran más mayores, otros casi de su misma edad: Juan, Fernando y Pedro eran
cristianos, los dos primeros, hermanos, eran blancos de piel con el pelo claro;
Pedro tenía una tez más ocre y el pelo negro; Gabriel también tenía ascendencia
morisca, por parte de su abuelo, o eso al menos era lo que se decía en el
pueblo; y José, pese a que su familia aseguraba que eran Cristianos Viejos,
presentaba los mismo rasgos que los judíos: ojos grandes, huesudo y nariz
aguileña… Estaba el muchacho pensando en las confusas cadenas raciales cuando
su tío apareció, de repente, después de explorar la ladera, a su lado; <<
¿Qué andas cavilando?, ¡Tu cabeza tiene que estar aquí!>> decía señalándole
la espada; << Pensaba en nosotros, en todos, no es cierto que seamos
árabes, cristianos o judíos, por nuestras venas corren las tres sangres; mi
abuela era cristiana, y su madre antes de ella, y un cristiano se casó con mi
tía, tu hermana, Fátima… no somos
cristianos, no somos árabes, no somos judíos, ¡somos todo!>>
Su
tío se quedó pensativo, sin dejar un detalle sin analizar a su alrededor le
espetó << mira sobrino, nuestra sangre son como la de los grandes ríos,
los afluentes que les nutre son como los pueblos y las culturas de las que
estamos hechos, cuando llegan a su desembocadura, aún siendo el mismo río, sus
aguas son muchas y son, a la vez, una sola; eso nos pasa a nosotros, hace muchos
siglos, los cartagineses, los romanos, los celtas, los iberos,… se enfrentaron
en estas mismas tierras y nuestros antepasados, descendientes de ellos, se
mezclaron con la tribu berberisca de los Nafza******; dentro de muchos años,
nuestros descendientes no sabrán si son árabes o cristianos o judíos; algunos
tendrán los ojos castaños y se pondrán morenos fácilmente al sol, otros tendrán
los ojos azules y la barba rubia; y otros serán delgados, con ojos grandes y
nariz aguileña, pero todos se llamaran hermanos y se mezclaran entre ellos,
puede que sea ese el destino de todo cuanto nos rodea>>.
En
ese momento, un tropel de caballos y el ruido de varios carros anunciaba que el
gran ejercito de Fray Alonso de Monroy estaba ya en las proximidades del
castillo; Abem y Galceran se miraron a la cara, << recuerda sobrino, la
cimitarra para los que no tienen armadura, la espada cristiana para aquellos
que si la llevan>>, y diciendo esto, todo el grupo de avanzadilla bajó
enseguida, ladera abajo, al encuentro con el grueso de las tropas.
No
había tiempo para el descanso, los trabajos para cercar la zona y dejar a los
traidores del castillo sin oportunidad alguna para huir y hacer correr la
noticia de su asedio habían empezado de inmediato. Se había enviado a una
comitiva para emplazar las órdenes y condiciones de rendición a Fray Diego
Bernal, pero su respuesta fue una lluvia de piedras y amenazas que
corroboraron, una vez más, la resignación de tomar el castillo por la fuerza.
Cuando
llegaron al lugar donde estaba acampado el ejercito, el caballero Rui Vázquez
de Quiroga les esperaba y, en un gesto honorable, abrazó a toda la avanzadilla
<< el Maestre quiere verte Galceran>> le indicó al morisco; este,
señaló a su sobrino para que le siguiera hasta la tienda del clavero, mientras,
con su único ojo, no perdía detalle del continuo movimiento de los trabajos de
fortificación y aislamiento de la zona.
Fray
Alonso de Monroy no paraba de beber agua, sofocado por el excesivo calor y el
peso de la armadura, << Un caballero tiene que sudar y sentir el trabajo
de la batalla, no encerrarse en su tienda a beber mientras los demás doblan la
espalda>> pensaba el cumbreño.
<<
¡Así que este es el gran hombre que te ayudó a reclutar los fieros guerreros de
la zona de Trujillo!>> exclamó el maestre a Rui Vázquez.
<<
Si, maestre>> contestó el caballero << Galceran Sánchez, y su
sobrino Alonso, fieles guerreros que llevan generaciones cuidando los caballos
de Matagibranzos en la Fe de Cristo>>.
<<
¡¡Una gineta vieja a la que no consiguen matar!!>> retumbó una voz
desconocida para todos, o para casi todos; detrás de un roble apareció un
hombre alto, corpulento, canoso y con una cicatriz debajo de la barbilla.
<<¡Jajaja!>> estalló Galceran <<¡Algar, viejo zorro!>>.
Los
dos antiguos guerreros, compañeros de batalla en las guerras de Granada, se
fundieron en un efusivo abrazo mientas el maestre celebraba ese encuentro
asintiendo con la cabeza, satisfecho.
Algar
provenía de las tierras Jaén y, por vicisitudes del destino, acabó en
Extremadura; a pesar de su apellido y su tez curtida al sol, era Cristiano
Viejo y antiguo soldado de los tercios que luchaban por recuperar Granada al
Rey Boabdil; fue en aquella época donde conoció y entabló amistad con Galceran,
peleando, codo con codo, en innumerables ocasiones.
<<
Lo ves Rui, esto es lo que necesito, soldados experimentados, que saben empuñar
una espada, el traidor Diego Bernal tiene el tiempo contado>> sentenció
Fray Alonso de Monroy; al viejo morisco no le gustó el tono soberbio del
clavero ni la intención de sus ojos frente al castillo, donde, a lo lejos, se veían
campesinos y gentes de la zona apresurándose a guardar sus carros y demás pertenencias
en el interior de sus puertas, dispuestas para el asedio.
Pasaron
nueve días y la rutina en el cerco se volvía cada vez más monótona y aburrida,
el grueso del ejercito se resguardaba de las altas temperaturas entre el robledal
cercano del ala oeste; pequeñas escuadras tenían levantadas empalizadas en los
cuatro puntos cardinales de la falda del castillo y diversos grupos recorrían
la zona varias veces al día, montando guardia y vigilando cada movimiento
salido de la fortaleza.
Abem,
junto con su tío, Algar y el resto de la “avanzadilla de La Cumbre” recorría la
montaña, el calor emanaba tanto del cielo como de la tierra misma y el
relinchar de los caballos se sucedía bajo el perenne zumbido de las chicharras
entre el pasto; pasaron por unos de tanto abrigos de pizarra; desde allí se
podía ver grandes bloques de granito, antiguas
tumbas con inscripciones, yacer salteados, como si un gigante hubiera jugado
con ellos a los dados; el casco de las monturas pisaban sin respeto aquel trozo
de santuario, <<el tiempo lo destapa todo y, al mismo tiempo, lo que
antes fue sagrado, ahora tiene la misma importancia que un guijarro en el
camino>> pensaba el joven, intentando dar su particular ofrenda a
aquellos caídos, muertos, seguramente, en otro anterior asedio, en este mismo
lugar. Se imaginaba su cuerpo, o el de su tío, o en el de algunos de sus
paisanos, enterrados también bajos esas piedras, o en otras más nuevas, sin
musgo; pensaba que, pasados unos cuantos años, el tiempo les quitaría el honor
y el sacrificio que hicieron; y otro gigante jugaría con sus tumbas a los
dados, y esparciría sus lápidas al viento.
El
sudor emanaba de sus frentes y sus carnes se encogían bajo los petos metálicos
que los ponían a salvo de alguna flecha furtiva; cabalgaron un poco más, casi
habían dado la vuelta. Fue en una ráfaga de segundo, de repente, desde lo que
parecía ser una pequeña oquedad, un grupo de jinetes, salidos del interior del
castillo, se apresuraron, atizando salvajemente a sus caballos, ladera abajo;
Galceran dio la voz de alarma y el resto de la avanzadilla corrió tras ellos;
Algar, de inmediato, con las riendas en la boca, enfiló su arco hacía uno de
ellos; en un pestañear, Abem vio como la flecha le alcanzaba el cuello y caía,
inerte, entre los árboles. <<Esto va en serio, la saliva me sabe a
hierro>> las palabras se cruzaron por la mente del muchacho; se apresuró
en sacar la espada, bien afilada aunque con algunas mellas; atizó bien a su
caballo y galopó lo más fuerte que pudo; el grupo que había salido del castillo
se separó, lo que hizo que la avanzadilla eligiera enemigo y también se
dispersara; Gabriel no dio tiempo a su elegido a decir “confesión”, se puso
detrás y le partió la cabeza justo en el momento en que el huido miró hacia
atrás para ver lo que pasaba; Galceran se fue directo al que portaba el
estandarte, este, sin pensarlo tiró el blasón y, sacando su espada, le lanzó un
tajo al experimentado soldado; pero el viejo morisco era el señor de los
caballos de Matagibranzos, se agacho, esquivó la estocada, para, en el momento
de levantarse, lanzar un ataque de “medialuna” con su cimitarra, que hizo abril
en canal a su oponente. Abem corría tras su enemigo elegido, seguido de Pedro y
José, espada en mano, el ruido del galopar de los caballos enmarañaba la escena
y el bosque comenzaba a apretarse; el muchacho huido, viéndose acosado comenzó
a gritar << ¡no me matéis, por Dios, solo soy un aprendiz de
armero!>>, <<¡tira el acero, para el caballo y levanta las
manos!>> sentenció de inmediato nuestro joven soldado; aquel supuesto
enemigo hizo justo lo que el cumbreño vociferaba.
Continuará.
Jesús Bermejo Bermejo.
Alcorcón 2012.
Sobre un relato de Jesús Sánchez Adalid.
Glosario:
vCristiano Viejo: Cristiano cuyos padres y sus cuatro
abuelos han sido también bautizados en la Fe Católica.
vRazzias: es un término usado para referirse a un
ataque sorpresa contra un asentamiento enemigo.
vCimitarra: espada curva musulmana.
vClavero:
En algunas órdenes militares, caballero que tenía cierta
dignidad y a cuyo cargo estaba la custodia y defensa del principal castillo o
convento.
* La alta nobleza española se enfrentó al rey de
Castilla Enrique IV (1454-1474) porque dispuso que sus principales
colaboradores fueran escogidos entre personas que no tenían gran relevancia
social. Ante esto, apoyan a su hermanastro Alfonso en la farsa de Ávila en
1465. Entre tanto, se produjo la guerra civil de la Orden de Alcántara, cuando
el Clavero don Alonso de Monroy, que había ayudado a Enrique IV en las luchas
contra su hermanastro, decide ser el aspirante oficial al cargo de maestre de
la citada orden. El otro aspirante era Juan de Zúñiga, hijo de los condes de
Plasencia. En las luchas entre el Maestre de la Orden de Alcántara y el Clavero
de la misma fue tomado el castillo de Trevejo por fray Alonso de Monroy cuando
éste se escapó de su presidio en el convento de Alcántara, arrebatándosela a
fray Diego Bernal, comendador de la Orden de San Juan. Posteriormente tuvo que
devolver la fortaleza al Maestre una vez que el Rey se reconcilió con sus
adversarios. Pero cuando surgieron de nuevo los problemas entre el Rey don
Enrique IV y un grupo de nobles (Conde de Plasencia, Duque de Medina), este
monarca le dio instrucciones al Clavero fray Alonso de Monroy, el cinco de
junio de 1465, para que le arrebatase la fortaleza a Diego Bernal. Cuando el
Clavero recibió las instrucciones juntó gente de guerra muy experimentada y se
fue contra la fortaleza la cual tomó en una sola noche mediante escalas. Con
este episodio, que realmente duraría pocos años, fue cuando estuvo el castillo
de Trevejo en manos de la Orden de Alcántara. Jesús Sánchez Adalid
** Así llamaban los árabes a Trujillo.
*** los moriscos y judíos, por costumbre, solían
conservar un nombre originario de su lengua y el nombre que se les daba en el
bautismo (¿puede ser ese el origen de los nombres compuestos?), de manera que
se podían llamar originariamente Yusuf, Said, Abrahim, Alí y en el momento del
bautismo añadían el nombre cristiano, los más frecuentes eran Juan (nombre del bautista), Fernando (nombre del
rey), Pedro (1º apóstol) o Gabriel (arcángel de la Anunciación); en el caso de
las mujeres, los nombres comunes eran María, Juana, Catalina, Elvira, Beatriz,
etc.
**** Los moriscos fueron los musulmanes del
Al-Andalus bautizados, tanto los convertidos voluntariamente al catolicismo
como los obligados pasaron a denominarse de esta manera. Mientras que los
moricos de Granada y Andalucía hablaban corrientemente el árabe, conocían bien
el islam y conservaban la mayor parte de los rasgos culturales que les eran
propios: vestido, música, gastronomía, celebraciones, etc. Los moriscos de
Castilla no se diferenciaban apenas de los católicos viejos: no hablaban árabe,
buena parte de ellos eran realmente católicos y los que no lo eran solían tener
un conocimiento muy básico del islam, que practicaban de forma extremadamente
discreta. No desempeñaban profesiones específicas ni vivían separados de los
católicos viejos, salvo en los enclaves puramente moriscos, de modo que nada en
su aspecto exterior les diferenciaba de aquellos. Esto propició que los
matrimonios entre una y otra raza se mirara de forma natural en nuestra tierra,
sobre todo en las zonas rurales, donde judíos y musulmanes se asentaban huyendo
de impuestos y, sobre todo, de la Inquisición.
***** Los musulmanes, en junio de 1222,
destruyeron parcialmente el puente romano de Mantible o Alconétar, una
fantástica obra arquitectónica de 250 metros por el cual atravesaba el río Tajo
por la Vía de la Plata. Desde entonces, el gran río ibérico se cruzaba en
grandes barcazas. ( Se hace mención al tema en el relato de La Torre de
Floripes).
****** La tribu berberisca de los Nefza o Nafza
fue la que se asentó en nuestra zona cuando los musulmanes conquistaron por
primera vez Trujillo, eran originarios de las tierras cerca de Ceuta.