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de 12 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Propiedad
Intelectual y Ley 23/2006, de 7 de julio, por la que se modifica el texto
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Decididos a tomarnos un descanso,
entre espigas tostándose al sol, recorrimos los 60 kilómetros que separan
Salamanca de Zamora, con el fin de pasar el resto del día en la capital de
provincia y dar descanso a la moto, que, a pesar de lo lejano que resulta el
asfalto de las letras de este diario, la pobre había pasado bastante por el
Puerto de Tornavacas y la campiña castellana y se merecía un reposo, a ser
posible en un buen garaje, de esos donde la climatología es constante.
Surcamos la llamada Tierra del Vino,
y con ella sus pueblos: El Cubo, Corrales y Morales del vino.
Las carreteras parecían
derretirse con la calima, entre gasolineras que bostezaban el transito pausado
de maquinarias agrícolas, y entre zumbidos chicharreros acordonando el
perímetro, mientras, el ventilador de las maquinas expendedoras de bebidas no
daba abasto y los botijos, cobijados adrede, bajaban de contenido a medida que
aumentaba la temperatura.
Tradicionalmente, los viñedos
eran la principal fuente económica-social de la zona, pero una epidemia filoxera*
diezmo los campos en el siglo XIX, dejando los apellidos de estos pueblos sin
sustento ni consuelo con que explicar sus orígenes, a pesar de que, desde 2007,
cuenta con denominación de origen.
De repente, visualizando Zamora, una brisa se levanto del polvo y una bandada de palomas rasgó,
jubilosas, la estepa cerealista, amedrentadas por los tractores y cosechadoras
que “alpacaban” sus frutos.
La ciudad se abre bautizada por
el río Duero, anillada bajo un ramal de torreones, hermanados entre sí, por una
muralla que parece emerger de las aguas hasta posicionarse, resonante, entre
los versos de la “peña tajada”, del Romancero Viejo, que la ciñen y cimientan con el sobrenombre de “la bien cercada”.
Con las pulsaciones de un motor
relajado, abrazamos la perpetuidad de sus piedras hasta llegar al hostal donde
pasaríamos la noche.
Las puertas al casco antiguo
están laureadas por la bandera de Zamora, la “Seña Bermeja”, curioso estandarte
provisto de ocho tiras rojas, correspondiente cada tira a una victoria de Viriato,
aquel pastor lusitano, castellano, extremeño, portugués y español que mantuvo
en jaque al imperio romano, allá por el 150 A.c.; y otra tira verde que coronó Fernando
V de Castilla, en recompensa a los auxilios prestados en la Batalla de
Toro, en 1476.
Bajo la estela de Viriato, y el
eco de rencillas reales y batallas nunca complacientes, recalando antes en un
pequeño taller de bicicletas, llegamos a la estatua del caudillo lusitano, y de
ahí, como vetas acuíferas que se abren fértiles al tiempo, la ciudad brinda un
despertar venturoso, iluminado de luces pardas que se descifran en la nítida
hermosura de vidrieras estrechas y rosetones de enmarque, en las múltiples
iglesias románicas, donde se pueden encontrar maravillas arquitectónicas,
embalsamadas a los siglos, como una pila bautismal única en Europa, en la
iglesia de Santa María.
Igual que si se tratase de un jeroglífico,
descifrábamos la esencia de esta ciudad escondida bajo el zureo de las palomas,
que van pregonando las horas entre el gentío de la Plaza Mayor.
Nos resultaba extraño la
familiaridad encontrada, era una suposición de plenitud certera; a pesar de su
carácter claramente castellano, las evidencias extremeñas saltan en Zamora como
los rápidos del Duero en las rosneras de sus molinos medievales. En su escudo,
en el primer cuartel, están representados el brazo de Viriato, sosteniendo la
bandera zamorana; y en el segundo, la conquista al Islam de Mérida por el rey
de León Alfonso IX en 1227, representándose en el escudo el río Guadiana
y las torres del puente romano.
Similitudes de conquistas y destinos, cruzados en espadas que reptan en
los libros de historia y nos llevan al río Duero, a depositar nuestros
pensamientos y ser conscientes del transito, el traspaso de una antigua frontera,
porque dicen las lenguas del pasado que el nombre de Extremadura deriva del latín
“extrema dorii”, es decir, en el otro extremo del Duero, por lo que
parece ser que los territorios de la antigua Extremadura se hallaban
precisamente al sur de la cuenca de este río y sus afluentes.
Aunque hay otras teorías que
certifican otros orígenes del nombre de nuestra tierra, nos gustaba estar allí,
a la sombra de los álamos, en un rincón románico de ensueño, con el pensamiento
de haber cruzado una raya divisoria histórica, que nos alentaba en el deambular
de sendas paralelas, el principal
camino.
Como casi todo en este estilo
arquitectónico, las construcciones románicas son más espectaculares por fuera
que por dentro; eso mismo le pasa a la Catedral de Zamora, del siglo XIII, con
planta de cruz latina, grandiosa, sobre todo si se la contempla desde los
jardines y el Castillo. Allí, bajo los árboles, pasamos la siesta, tumbados en
la hierba y el frescor de las flores, donde las sombras del pasado sellan sus
litigios y es audible el rozar de las aguas dorienses a lo lejos. No había
nadie, solo unas parejas que, como nosotros, buscaban furtivas la soledad del
lugar, esquivando el calor en estos rincones donde irradian los trinos de los
mirlos en sus nidos y la intimidad es efímera y a merced de ciertas horas,
dependiendo de la mansedumbre de la temperatura.
Mientras jugábamos a ser más
poderosos que el tiempo, el castillo nos vigilaba como un eterno centinela
berroqueño; presenta el aspecto de una construcción macilenta, del siglo IX,
donde hasta hace poco estuvo la Escuela de Arte y Superior de Diseño de
Zamora, y hasta el 2007 albergó la Escuela Oficial de Idiomas. Hoy
sus almenas cobijan las estatuas de bronce del escultor zamorano Baltasar
Lobo, propagadas, como soldados, por el perímetro de la fortaleza.
Siguiendo a la sombra de la catedral
resbalarse sobre la tarde, paseamos, una vez más, por las calles hasta llegar a
la Plaza Mayor, donde tomamos un café, a los pies de los muros de la iglesia de
San Juan de Puerta Nueva. Al lado de esta iglesia, la plaza se torna
rectangular con dos edificios de arcos, nuevo y viejo ayuntamiento, desafiándose
bajo un estallido de campanas que alborotan la tarde y despierta el devenir de
los zamoranos y viajeros, cruzando errantes, despuntando la vida a través de
travesías, esquinas y rincones pedregosos.
Allí, entre siluetas suspensivas estábamos
nosotros, dos extraños, dos viajeros que, por unos instantes, jugábamos a ser
opulentos turistas de acomodo trasiego; pero nada estaba más lejos de nuestra
intención; con la carismática sensación de estar descolocado de lugar, de
saborear el instante inusual que para muchos lugareños es del todo familiar;
sabíamos que mañana la vespa arrancaría rumbo al norte, y que el día de hoy
había sido una tregua en el esquema fijado del viaje, un suspiro en medio de
una carrera jadeante, la plenitud de jugar a poder controlar el tiempo.
Jesús Bermejo Bermejo. Zamora, agosto de 2011.
*Filoxera:
La filoxera es un minúsculo insecto picador, parásito de la vid, emparentado
con los pulgones.
Aquella tarde de febrero, el frío
sustraía cada presencia en la calle; la plaza estaba desierta y de las ventanas
sobresalían los únicos destellos de vida. Apoyados frente a la antigua puerta
del consultorio médico, todos los jóvenes de una misma generación esperábamos a
ser “tallados” para el servicio militar; relatando una eterna disculpa, Nino,
hizo los honores y fue confeccionando el acto bajo el intermitente relámpago
del fluorescente y la humedad desparramada por el blanco de las paredes. En
aquellos momentos no éramos conscientes, pero fuimos los últimos “quintos”, la
última generación en hacer el servicio militar obligatorio, los últimos insumisos,
los últimos objetores de conciencia y, luego lo sabríamos, los últimos en
participar en la última guerra del siglo XX.
Nuestro tránsito de “quintos” a
“soldados” se realizó sin pena ni gloría, no festejamos nada, no salimos a
hombros ni gritamos de júbilo, nuestras madres no se preocuparon por si nos
destinaban lejos y nuestras abuelas no nos cantaron aquella coplilla cumbreña
que decía: << ahí está la tabla y ahí está el madero y ahí está la
cinta donde nos midieron, donde nos midieron donde nos tallaron, donde nos
hicieron de quinto a soldado >>; tampoco sacamos a la “vaquilla” con
ningún color ni tiramos con las escopetas cartuchos de sal; ni pedimos dinero
para vino y chorizos; la tradición de los quintos en La Cumbre se perdió como
otras muchas, por eso, aquella noche de febrero, después de tallarnos, nos
fumamos un cigarro furtivo en el portalón, al lado del corral concejo y nos
fuimos cada uno para su casa.
Me acuerdo de esta historia a
raíz del famoso dilema de cambiar las ferias de días (de manera que siempre
caigan en fin de semana) o dejarlas como siempre, caigan estas en fin de semana
o no. Los que decimos que se cambien alegamos muchos argumentos y los que
abogan por dejarlas así siempre se agarran al espíritu de las tradiciones.
Ante esto y con todo el respeto
tengo que hacer una crítica, aunque presumamos de ello, no somos un pueblo
amante de lo tradicional, nos gustaría serlo (y, de hecho, nos esforzamos) pero
no lo somos, somos capaces de sepultar, sin pestañear, viejas costumbres como la
talla de los quintos, la fiesta de la vaquilla o los carnavales (queda la
proclamación del lunes de carnaval como festivo local en recuerdo de lo que
significaron estas fiestas en nuestro pueblo).
Luego, ahondando en el campo
tradicional y hurgando más en la llaga, he visto tirar casas con portales
típicos, destrozar arcos de granito de más de un siglo, picar a golpe de martillo
y cincel relieves del siglo XVI,
arrascarse las vacas sobre miliarios antiguos y en los arcos de una noria,
utilizar la ermita de San Gregorio como pajar y cobertizo (ahora está arreglada
pero durante años estuvo sometida al abandono total), alicatar fuentes, dejar
que se desvanezcan lápidas de homenaje, etc. etc.
Por eso, que de repente, cuando
se pone sobre la mesa el tema de cambiar las ferias a fin de semana o no y
algunas personas (que están en su derecho por supuesto) ponen el grito en el
cielo alegando que esos días son tradición y no se pueden cambiar, no deja de
resultar del todo extraño e irónico.
Porque, parece ser, que da
exactamente igual que las ferias y fiestas se hallan quedado en, solamente,
“fiestas” ya que la tradición de la feria de ganado en “El Rodeo”, hoy barrio
de Las Flores, haya desaparecido; también da igual que la tradición de
disfrazarse el último día de la verbena se haya difuminado en el tránsito del
tiempo, como un susurro en una discoteca; pero que las ferias, por
circunstancias, puedan empezar un 16 de agosto en vez de el 20, eso nunca.
Analizando el contexto, las
ferias tienen su origen en la Edad Media, en el término del ciclo agrario,
después de la siega y recogida de la cosecha, que, a su vez, se hacía coincidir
con un santo patrón o patrona (como nuestro caso de Nuestra Señora de la
Asunción); era el momento de más opulencia, entonces se aprovechaba la ocasión
para comerciar con ganado, enseres y artesanía. Poco después los bancos y cajas
de ahorros proporcionaban establecimiento de precios, distintos tipos de
crédito y pago aplazado como la letra de cambio para promocionar aún más la
compraventa en esas fechas, por lo que improvisaban pequeñas sucursales
ambulantes. En las antiguas Ferias de La Cumbre era, al parecer, muy
importante, la compraventa del ganado porcino, se establecían líneas de autocar
y el trueque entre mulos, burros y caballos estaba a la orden del día.
Todo esto fue mermando, a pesar
de los intentos por conservar esta milenaria tradición (se intentó sin éxito,
en los años 70, establecer un concurso ganadero con el fin de devolver la
identidad de “feria” a nuestras “fiestas”), la evolución siguió su curso y
nadie se manifestó en contra ni protestó tan enérgicamente por tal considerable
perdida (aunque me constan las lamentaciones de los/as cumbreños/as al respecto
en las noches de verano “al fresco”).
Por otro lado, cada vez que se
saca el tema de las fechas de las ferias, se pone de ejemplo la romería de San
Isidro; este año se hará el sábado 11 de mayo, día de San Evelio Mártir,
¿festejaremos este santo y no a nuestro San Isidro? no, claro que no, es que,
sencillamente, si nos atenemos a la fecha y realizamos la romería el miércoles
15 mayo, pues serán muy pocos los que disfruten de tan esperado acontecimiento.
Y como este cambio es normal y lógico, y nos gusta mucho nuestra romería, hace
años, rizamos más el rizo, y la pasamos de domingo a sábado, con el fin de
disfrutarla todavía más.
¿Por qué no se puede hacer algo
similar con la Feria? seguimos honrando a Nuestra Señora de la Asunción;
seguimos asistiendo a los toros; seguimos bailando en la verbena, disfrutando
del cochinillo y buen vino, montando a nuestros hijos en los “caballitos” y
camas elásticas, degustando chocolate con churros con buen ambiente, alzando
las copas en el corral concejo,… ¿por qué no se puede cambiar de días para que
sean más los/as cumbreños/as en asistir a nuestras Ferias y disfrutar de estas
mismas cosas? pues no, parece ser que este es un tema que no se acaba de
digerir para llegar a un acuerdo; y como principal obstáculo se sacan el tema
de que los días son “tradición y punto”.
Pero no olvidemos que nuestros
antiguos transformaron las tradiciones para, precisamente, preservarlas en el
tiempo: el “Jarramplas” de Piornal cambio la vestimenta de ladrón de ganado por
una armadura decorada para soportar el impacto de los nabos (antes patatas);
las “Carantoñas” de Acehúche se unió a la festividad de San Sebastian con el
fin de preservar la tradición pagana junto con la religiosa y el “Peropalo” de
Villanueva de la Vera cambió el origen celta y hechicero de despedida al
invierno por el religioso interpretado por “la quema del Judas”…
Yo, por mi parte, me considero un
amante de las tradiciones, por eso mismo, estoy a favor de modificarlas
(siempre en la menor medida posible) para que se preserven.
Por otro lado, la población de La
Cumbre va disminuyendo, si a eso le añadimos que más del 80% de la población
activa que vive en el pueblo trabaja fuera y cientos de cumbreños/as se ven
obligados a vivir en otra localidad; las razones para cambiar la fecha de la
Feria para que TODOS/AS estemos en La Cumbre esos días, desde mi punto de
vista, están más que justificadas.
Y respeto toda opinión contraria
a está reflexión; pido disculpas de antemano si alguien se pueda molestar; esto
no es más que un análisis de un cumbreño que tiene un blog y que ha visto,
escuchado e investigado como algunas de las tradiciones de su pueblo se han caído
al olvido, sepultadas por el tiempo por no saber adaptarlas y hacerlas
evolucionar.
Como la de aquel día que nos
“tallaron” sin gloria alguna, una fría y solitaria noche de febrero, despojados
del honor de ser “quintos”. Por aquellos entonces, a mi la “mili” me traía sin
cuidado, estaba dispuesto a calzarme la botas militares o a hacerme insumiso,
me daba lo mismo, como tenía previsto pedir prorroga, la veía lejana y
despreocupante. Mas tarde, agotadas las dos prorrogas de estudios, me llegó una
carta para incorporarme al CIR nº3 de Cáceres; solo unos días después, Aznar
quitó el servicio militar obligatorio; y yo me quede sin ser “quinto”,
“insumiso”, “soldado”, “objetor de conciencia” y sin que me volasen la cabeza
en la última guerra del siglo XX.
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Me habría gustado empezar el blog
publicando esta entrada hace unas semanas, pero las tribulaciones de la vida
tejen obstáculos de inmediato y nada, por mucho que nos empeñemos, parece
perfecto, ni siquiera en navidad, donde los bares cumbreños han estado más
vacíos que de costumbre y el ocio se repartía, como capas de una cebolla, entre
corrales y cocheras… “no parece que estamos en fiestas” retumbaba la frase
lapidaria, zigzagueando la carretera vacía; aún así los BÚHO PUO hicieron de
las suyas y metieron el equipo de música en el bar de Juli los días de nochebuena y nochevieja, emulando las ferias; la
cosa se animó, la tarde otorgó una tregua y, sin darse cuenta, se creó una
especie de cotillón “parrandero”; pero luego, a la noche, la calma sosegó de
nuevo las calles y los/as cumbreños/as se quedaron en casa, cobijándose del
frío, mientras el horno no daba abasto de cochinillos, cabritos, corderos y
pollos.
Los brindis siempre tienen una
nota esperanzadora, como un pensamiento optimista en un largo y abrupto camino;
pero estas fechas son más melancólicas que de costumbre, por todos los
recovecos se escuchan cosas como “que nos vaya un poco mejor o que por lo menos
no vayamos a peor”, en fin, parece que las gélidas temperaturas ventisquean el
ambiente y ayudan a vaciar los ánimos.
“El gordo” no tocó, mientras
medio pueblo buscaba el décimo fantasma del Bar Alejo, el otro medio corría las
calles, intentando ser el primero en averiguar quien era el afortunado; la
rueda de los disparates cotillas aumentaba cada segundo: “¡ha tocao an ca Alejo!, luego,
ha sido el sobrino del de nosequien que ha comprao uno este verano y está en
Barcelona, luego, han venio este
verano unos forasteros han cogido un numero de la máquina y les ha tocado a
ellos, ¡¿a saber quienes son?!, luego,
por lo visto es mentira, luego, como
va a ser mentira si está aquí la radio y la televisión, luego, que si que si, es mentira, error de la
administración, ¿de la administración? pues anda ¿qué administración? pues ¡la
administración cual va a ser, la administración! me voy a la plaza a
enterarme”.
Nuestro gozo en el pozo, pero por
lo menos salimos en los periódicos y los de fuera, conocedores de nuestro
pueblo, se acordaron y fue la excusa perfecta para felicitar, con la broma, las
fiestas por Whatsapp o por Facebook.
Los bares estaban casi vacíos
pese a ser navidad, la extrañeza se adueña y casi nadie piensa (o más bien es
algo que se sabe pero que no se dice) que es debido a que la gente no está para
mucho derroche y prefiere comprarse las cervezas en un supermercado y bebérselas
sentados a la lumbre del corral del Lejio…
Estuve en una matanza donde todos
sus colaboradores principales (hombres) estaban en paro; otros años, al
terminar, nos bebíamos unas copas al compás de antiguas canciones e historias
hilvanadas en risas; este año, las botellas se quedaron en la estantería,
llenas. Son hombres de unos 45 a 55 años, curtidos en muchos oficios, manitas
en muchas tareas, doctos en muchas faenas, a quienes esta crisis los engulle y
quienes, como una planta sin regar, ahondan sus raíces en la tierra para
enfrentarse a los acontecimientos con valentía y orgullo, esperanzados
mientras, sentados en una banqueta de madera, dan caladas suaves al cigarrillo
y miran a las brasas del fuego con el ánimo de encontrar, risueños, un mejor
porvenir para el nuevo año.
Los petardos se han convertido en
una ruidosa tradición en nochevieja, sin embargo otros petardos rompieron los
cristales de la tolerancia días atrás, sacando lo más mezquino de nosotros
mismos, ¡nosotros!, precisamente nosotros, condenados a ser extranjeros en las
grandes ciudades, lejos, a marcharnos y hacer nuestra vida fuera, y si no
nosotros, nuestros hijos y nietos… es algo absurdo y retrógrado que no invita
mas que al malestar y a la falta de convivencia.
Antes, cualquier persona
desconocida no causaba mayor sensación que la curiosidad innata del pueblo,
pero ahora, por razones más que justificadas, cualquier forastero resulta
advenedizo si nos lo encontramos sin ton ni son, vagando solitario o acompañado,
por nuestros barrios. Y es que, actualmente, se producen muchos robos y andan
coches extraños por la callejas, la guardia civil no para de recibir llamadas,
los vecinos se alertan unos a otros, se atrancan puertas y se echa el candado a
los corrales << ¡vienen a por las perras!>> vocea una mujer en la
plaza; si señora, contesto, y a por televisiones, ordenadores, chatarra… la
necesidad aprieta y siempre hay desalmados sin escrúpulos, por lo que hay que
tener mucho cuidado.
Sus majestades de Oriente
vinieron, este año, en caballos y su cabalgata fue de carácter temático, donde
los/as niño/as pasaron de ser espectadores a ser partícipes de la misma, dando
un tapiz original a tan esperada noche.
Y, así, casi sin darnos cuenta,
pasaron las fiestas y nos metimos en el nuevo año, como un fondo de papeles
amontonados, que se remolinan en las esquinas por el viento, sin decidir por
ellos mismos que dirección coger. Dice Javier
Marías, en uno de sus artículos periodísticos, que el miedo, la angustia o
la tristeza son sensaciones peligrosas, porque despiertan contagio entre la
población, tejiendo una estratagema de miedo y pesimismo; pues bien, ante eso
se pueden hacer dos cosas: una, sumirnos a la desolación y deambular por “el
valle de lágrimas” sin conseguir nada; y dos, cabalgar sobre todo este ciego
barrizal, luchando con uñas y dientes, y dando, de vez en cuando, un fuerte
manotazo a la tristeza y a la incertidumbre que nos depara el mañana.
Me acuerdo perfectamente de ese
artículo porque lo leí la última noche navideña (7 de enero), entonces me vino
a la mente el carácter esperanzador que tienen los brindis y me entraron una
ganas locas de brindar, aunque sea conmigo mismo; así que, decidido, baje hasta
el ciber, donde tal y como sospechaba no había nadie, pedí un gin tonic y me puse a ver la tele
mientras charlaba con Ángel; al cabo
de un rato empezó a bajar gente (amigos y conocidos de varias edades,…) y nos
juntamos una partida bastante pintoresca; Ángel había partido un roscón de
reyes y nos había dado un cacho a cada uno; y allí, entre el sabor amargo del
gin tonic y el dulzor del roscón, empezamos a debatir sobre el año que espera,
la situación actual y el necesario optimismo que se necesita para el futuro;
entonces me acordé, de nuevo, del brindis y lo propuse, por lo que chocamos las
copas porque no nos contagiemos del miedo y la tristeza, porque toque “el
gordo” ( esta vez de verdad) en La Cumbre, y si no ese gordo, otros muchos más
importantes, que lo que nos tenga que pasar sea siempre bueno, que haya
esperanza y fortuna en todos los aspectos, que cumplamos nuestros objetivos y
no decaigamos fácilmente en problemas solucionables, que a la siguiente matanza
se descuelguen las botellas de la estantería y se mire a las brasas de la
lumbre con la satisfacción de haber conseguido lo buscado, que cesen los robos
y no vuelvan a estallar los petardos de la intolerancia porque no somos menos
pero tampoco más que nadie, para que este año, a pesar de no vernos nuestras
botas por estar enterradas en un cenagal pestilente, tengamos satisfactorias
sorpresas, que nos hagan mirar al frente, con una sonrisa, orgullosos de seguir
andado nuestro empedrado camino, en esta Terra
Incógnita donde vivimos y a la que queremos con toda nuestra alma,
¡¡Salud!!.
Areté era un concepto de la
antigua Grecia que significaba la búsqueda de lo que, de verdad, deseamos;
provistos, de antemano, de unas propiedades, sin las cuales, no podríamos
encontrar, ni siquiera, un atisbo de recompensa de lo que ansiamos, en el
terrenal espacio donde nos movemos. Designa el cumplimiento acabado del
propósito o función, aunque, para muchos estudiosos del tema, la verdadera
areté es el camino hacia dicho destino, hacia las metas que nos proponemos
alcanzar algún día; así, mientras avanzamos sobre raíles de incertidumbre y
lucha, de recónditos secretos e inesperadas turbulencias, en busca de nuestro
sino, los antiguos griegos vaticinaban que
vamos incorporando cualidades a nuestro espíritu, de manera que, al
subir al pedestal de nuestros objetivos, habríamos alcanzado la areté, la
señal, el fogonazo de luz en la noche oscura, la misma que vierten los faros
sobre espesas yardas de agua marítima; el beso que se extiende de la realidad
al sueño, la esperanza y la satisfacción terca de quien ha peleado hasta el
final.
Así, pausado a través de las
semanas, este blog da rienda suelta a sus historias, cobrando personalidad, sin
angustias feroces ni entelequias en su contenido, tan solo guiado por la
libertad y el deseo, cobijado en un fragor de entusiasmo por las voces que lo
aplauden. Es de una virtud sosegada no tener ni la más remota idea sobre lo que
escribir, una vez terminado el relato, para la siguiente semana o el próximo
mes; es de una amplitud tan atractiva la de temas e historias que sonsacar a
los múltiples medios, en el morir de las tardes, cuando el día se sonroja en
los tejados y las horas discurren apelotonadas en el fluir del tiempo; es,
también, realmente curioso como los personajes, creados o resucitados, van
cobrando forma real, aunque solo físicamente, en los rostros de los/as
compañeros/as, jefes/as, amigos/as, desconocidos/as que deambulan por la vida
de uno, como piezas que van encajando en el destino para que éste sea, en
parámetros casi simétricos, determinado.
De esta manera, Areté (el blog)
va engordando de historias, relatos y anécdotas cuya alma, primordial e
imprescindible, es La Cumbre, nuestro pueblo, en su sencilla estructura y sus
escasos monumentos; en nuestra forma de hablar y de pensar; en las costumbres
hilvanadas a días exactos del año, intachables desde sus orígenes; en el
carácter y su memoria; en esas pequeñas cosas que nos hacen grandes. Areté teje
palabras con recuerdos, saliendo a la calle con la sorpresa de alguna marimanta
en alguna esquina, esas noches veraniegas, donde unos muchachinos van a por
“gambusinos” por los portillos de las cercas, cerca de nuestra ermita de San
Gregorio, observados, a lo lejos, por una luna expectante, redonda y
calavérica, que corona el pico de la sierra de Santa Cruz.
Nuestro blog es capaz de viajar
en el tiempo, adentrarse en fechas exactas y rescatar olvidadas hazañas que
asolan en las esquinas, como la valentía real de Luis Arías Castro en su lucha contra los bandoleros franceses por
defender la honra de su hermana; o la ficticia de Galceran y su sobrino Abem,
a los que hemos dejado con las espadas en alto frente al castillo de Trevejo
para un posterior desenlace; al igual que el estricto juez comisionado Núñez de Avendaño y su curiosa
discusión con el caballero Pedro
Barrantes por la comprade
nuestro pueblo…
A veces, los pasos son más lentos
de los que quisiera, entretenido un domingo por la noche, mirando fotografías
antiguas en el intento de retroceder el tiempo; imaginando que lo consigo al
meter el brazo en el agujero de la cucaña, mientras, encima de la mesa del
salón, descansa ajado, un viejo libro que desparrama, sobre el cristal, versos
de Miguel Hernández. Entonces, otro
día cualquiera, suena el pitido del tren, que anuncia el cierre de sus puertas
y el estallido de una nueva idea en mi mente, doblando la hoja, cierro el
ejemplar de “El Hereje” de Miguel
Delibes; la imaginación se arrastra sobre las letras en el cuaderno,
formando un pacto consensuado en la placidez de quien tiene algo que contar; el
vagón se llena de gente, por un casual, sin pretenderlo, viene a la mente el
recuerdo de Granadilla, la soledad de su paisaje, su estremecedora historia que
prolonga el deterioro de sus muros. Acto seguido, llueve, como todos estos días
atrás, los charcos rebosan en las aceras, en los ríos y los pantanos… ¿estará
cubierta la Torre de Floripes?, ¿se formará un aterrador remolino en su cúspide
y se oirán las voces ahogadas de Fierabrás
y Brutamonte?... la tinta del
“pilot” azul sigue haciendo pequeños trazos, como una hormiga que moja sus
patitas en tinta, y escribe, puedo contar la historia de La Cumbre al hablar
de… la Cruz del Aviador, por ejemplo, y la inercia se cierne sobre el relato
naciente, que evoluciona al aumentar sus líneas.
El blog cumple un año y quiere
seguir recorriendo los arcos de La Huerta, remontar historias de La Jara,
huronear en las peripecias de los/as vecinos/as, desenterrar misterios,
desempolvar escudos, abrir viejos libros y vivir, sin más, esa utopía posible y
helénica. Ante esto, muchos son los que me proponen que hay que hacer algo con
todos estos relatos, recopilarlos en un libro o algo así; yo, simplemente,
opino que, quizá, o no, el libro sea la meta, pero mientras tanto, el blog es
el camino, y en el trayecto, como un antiguo guerrero griego, vamos
incorporando cualidades que nos permitan llegar hasta ese final,
desenmarañando, poco a poco, las veredas, en busca de nuestra Areté.
Jesús Bermejo Bermejo.
Madrid 2012.
* Todos los relatos de este blog están
amparados por el Real Decreto
Legislativo 1/1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el Texto Refundido de
la Ley de Propiedad Intelectual, que en su articulo 17 dice que corresponde al
autor el ejercicio exclusivo de los derechos de explotación de su obra en
cualquier forma y, en especial, los derechos de reproducción, distribución,
comunicación pública y transformación, que no podrán ser realizadas sin su
autorización, salvo en los casos previstos en la presente Ley.
En
la cima se siente la fuerza de Viriato,
se enciende un fuego obstinado a permanecer, pétreo, por mucho que pasen los
años y las costumbres, por mucho que nos alejemos de la tierra y sean otros los
horizontes sobre los que el sol se nos oculte a la caída de las horas. Allí
seguirá, mecida entre orillas de llanuras arboladas y riscos contorneándose a
su alrededor, doblegada a la luz y a los años, como un viejo libro donde
encontramos todas las respuestas a preguntas cruzadas en los distintos caminos
de la vida.
Empalmando
con la otra ruta que desemboca en Santa Cruz de la Sierra, emprendemos la
bajada sorteando las piedras milenarias, que nos atestiguan la existencia de la
gran fortaleza árabe que describíamos en el anterior relato. Nos viene el
viento del oeste, aquel al que los celtas denominaban “Céfiro” y que, según sus
creencias, fecunda a las yeguas solamente con su silbido.
Según
bajamos, las escobas marchan en formación, agarradas a la tierra, indomables,
vinculadas a sus propios misterios, como una rebelión de civilizaciones que
marcaron las huellas para, tranquilamente, dejarse desgarrar, poco a poco, a
través del tiempo, culmen de todo.
Descendíamos,
calzadas pedregosas se emparejan con abruptas veredas que laminan el sendero y,
allí, en la falda saliente, nos encontramos con el poblado que le da nombre;
con restos de casas rectangulares, contiguas, agrupadas en manzanas, cuyas
estructuras albergan materiales celtas, vetones, visigodos y árabes; pues, como
ya dije, muchos fueron los pueblos que aprovecharon la superficie defensiva que
ofrece el paisaje serrano.
Aquí,
la vida es salvaje, no hay rastro de construcciones nuevas ni presencia
ganadera. Imagino el curso de los días en la convivencia constante de la
naturaleza primitiva con los antiguos vestigios de la Historia, silenciosa, a
pasos lentos, mentalidad antigua, incompatible con nuestro tiempo.
Un
poco más abajo, al llegar a la Necrópolis, vuelve el recuerdo de Viriato, que golpea mis pensamientos y eleva
la temperatura de mi cuerpo; saber que, por estos lugares acampaba y tenía como
gran refugio el gran caudillo lusitano, el mismo que mantuvo en jaque al
mismísimo imperio romano. En el pueblo de Santa Cruz de la Sierra, emparedada
en una casa, existe una lápida con su nombre y, cuenta la leyenda, que su
cuerpo fue incinerado y esparcido a los cuatro vientos en el altar de la cumbre
de esta Sierra tan mágica y sorprendente; sin duda, Viriato fue un héroe
excepcional, que realizó grandes hazañas por nuestra tierra, dignas de mención
en otro “areté”*.
La
Necrópolis se establece en lo que se conoce como “campo sagrado”, al lado del
popular “Risco Chico” que, al parecer, constituía la torre del homenaje de la
ciudadela, provisto de piedras verticales, formando círculos, sobre los que se
elevan dos altares de sacrificio donde, siglos atrás, las entrañas de cabras,
caballos y bueyes calmaban a las divinidades del cielo y propiciaban fortuna
para las batallas y opulencia en las cosechas.
Seguimos
bajando por las veredas célticas, me imagino la sierra en las noches de luna
llena veraniegas, la luz del satélite descubriendo misterios, las estrellas
fugaces fundiéndose en los recovecos de las milenarias rocas, recordando las
grandes hogueras que, seguramente, rondaban por toda la sierra (y por todos los
montes extremeños) al son de canciones y danzas para purificar el alma.
Más
adelante, nos encontramos con un viejo sendero empedrado, restos de la calzada
romana que subía a la cima y que por la zona se conoce como “camino de los
moros”, pues estos, como estamos viendo en toda la ruta, aprovecharon todo tipo
de construcciones para adoptarlas y utilizarlas, quedando el topónimo para la
eternidad popular. Una vez adentrados, entre un crepitar de piedras hermanadas
con las primeras encinas cobijadas a la falda de la sierra, llama la atención
una roca saliente conocida como “el cancho de la misa”, donde los restos del
rozamiento de las ruedas de los carros se hace patente y marcan el curso de
nuestro camino.
A
medida que descendíamos, preciosos rincones se dejan observar como pinceladas
de un cuadro colorista; fuentes improvisadas con pilas antiguas traídas,
seguramente, de los poblados de la sierra; grandes alcornoques cerniéndose
sobre canchales, abrazándolos con sus raíces; de nuevo, las varas de granito
por donde bajaba el agua de la cima al pueblo, ese sistema de canalizaciones
romano que perduró durante siglos por estos parajes.
El
agua, la luz, el verde y gris ceniza de las rocas, la disminución de lo abrupto
del camino, las fotos para el recuerdo… mitigan el cansancio y procuran un
cierto asombro al caminar por la antigua calzada romana, vereda que tantas y
tantas gentes han hecho uso, bordeando, los viejos nombres de los vestigios
ancestrales: “el sillón del moro”, “el pozo del rey”, “el canchal de Calisto”,
“la vereda de los caracoles”, “el patio”, ”la majada de las cabras”, “el pajar
de la sierra”, ”los callejones”, “los medios celemines”, “malvacío”, “el cancho
del búho”, “las 3 fuentes”, “la pilita”, “la fuente Ana”, “el regato conejero”,
“el regato reventón”, “ el chabarcón de los moros” y un largo etc. de topónimos
que reflejan en la Historia las almas de aquellos que comparten el mismo cielo
y el mismo destino.
Llegando
al pueblo de Santa Cruz de la Sierra, llama la atención y el asombro las ruinas
de su Convento Agustino. Nos quedamos perplejos al contemplar el contraste de
su majestuosidad con su actual estado de conservación; las maravillas que
esconde tras el velo de suciedad que lo sepulta y la lápida de abandono que
padece.
Fue
este un convento de frailes agustinos recoletos fundado bajo el patrocinio de
don Juan de Chávez y Mendoza, primer
señor de la villa, a principios del siglo XVII. Al parecer, los frailes
eligieron este lugar, por el misterio que encerraba, y encierra, las continuas
apariciones de luces en las noches, y la presencia de un pozo con aguas
milagrosas. Es de planta de cruz latina y estaba provisto de claustro con
dependencias para albergar a 30 religiosos.
Fue
muy reconocido en toda la comarca, pero no tardaron en aparecer las
desavenencias con los vecinos del pueblo, sobre todo en lo concerniente a la
distribución del agua por el sistema de canalización granítica (parece ser que
este fue el origen del desuso de estas varas pétreas, ya que existe un pleito
por el que los frailes reclamaban primero la distribución a su morada y por el
que falló a su favor Carlos III, olvidándose
en la redacción del mismo, no obstante, a quien le correspondía la reparación
de dicho sistema, por lo que, seguramente, en cuanto llegaron las averías y
nadie las reparaba se terminó el invento romano que, durante siglos, regó la
sierra y surtió de recursos estos páramos).
Si
a esto añadimos el aumento de propiedades, su inclinación hacia los más
poderosos, etc los frailes del convento se ganaron la antipatía de las gentes,
viviendo en un permanente enfrentamiento con la vecindad.
Sus
días de gloria y esplendor acabaron cuando el 18 de septiembre de 1835, se
realizó la exclaustración, y el pueblo aprovechó la 1ª Guerra Carlista para
destruir el convento.
Hoy
día, se pueden ver “frescos” en las cornisas y en los espacios donde se
albergaban pequeñas capillas; así como su solemne cúpula, la entrada con los
escudos de sus señores fundadores, y una pila bautismal cilíndrica en el centro
del templo, mientras el viento y las palomas campan a sus anchas y zurean entre
las hornillas, donde tienen sus nidos.
Serpenteando
por sus calles estrechas, con baluartes de granito engalanando pequeños
rincones, llegamos a su plaza mayor, auspiciada antes por un hermoso crucero
que sirve de entrada a su envergadura, con su fuente circular en el medio,
lapidas incrustadas en la casas que laurean sus cimientos y la iglesia
parroquial de la Vera Cruz, en un lateral, realizada con aparejo de mampostería
y sillería granítica, donde alberga, entre otras maravillas, una imagen de
Santa Rita, del siglo XVII.
No
se puede ignorar, en este precioso pueblo extremeño, la esencia de uno de sus
personajes más famosos: Ñuflo de Chávez,
explorador y conquistador, fundador de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra
en Bolivia, y participe de la expedición de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, donde descubrieron las cataratas del
Iguazú, en la frontera con Paraguay, Brasil y Argentina.
Agotados
y sedientos, la satisfacción emana al unísono con el sudor de nuestros poros; quedamos
encantados con el recorrido, satisfechos por la cantidad de cosas que pudimos
contemplar. Con la promesa de volver, emprendemos el regreso al otro pueblo, el
Puerto de Santa Cruz, ahora por la carretera, donde tenemos los coches para la
vuelta a La Cumbre.
Dejamos
atrás una llama petrificada en el corazón de Extremadura, esta Sierra tan
mágica como atrayente, de sillares cargados con los siglos de historia que la
cortejan; de epopeyas que se hacen eco en lo más profundo de sus raíces; de
carácter universal pues, al ser contemplada en toda nuestra comarca, la
hacemos, un poco, nuestra (también) y nos sumamos a las hazañas que los siglos
explayaron por toda su singladura.
Jesús
Bermejo BermejoAlcorcón
2012.
* Areté: así denomino, de manera
particular a los relatos publicados en el blog.
Bibliografía:
üEl
convento agustino de Santa Cruz de la Sierra. Escrito por Francisco Cillán
Cillán. Coloquios Históricos de Extremadura.
Esta
entrada se ha suprimido temporalmente para formar parte de una posterior
publicación.
Está
protegida con Copyright de acuerdo con lo establecido en el Real Decreto 1/1996
de 12 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Propiedad
Intelectual y Ley 23/2006, de 7 de julio, por la que se modifica el texto
refundido de la Ley de Propiedad Intelectual.
Queda
prohibida la reproducción, distribución y comunicación con ánimo de lucro de
acuerdo con lo establecido en la presente ley.
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2º DÍA: PLASENCIA- SALAMANCA (POR EL VALLE DEL JERTE).
Para Iñaki y Ana, a la amistad vieja (y nueva)
que perdura.
Y para mi primo Jorge, que lee el blog con el
mismo fervor que un
cumbreño.
El dulzor de la mermelada,
ligeramente propagada sobre el pan, enjuaga la brisa que recorre la mañana
sobre la terraza de la cafetería del hostal placentino; el periódico “Extremadura”
se desliza en nuestras manos como una indicación remitente y delatora de la
actualidad. Los coches pasan por la Avenida de Salamanca sin sosiego y la
vespa, provista ya de nuestra mochila, aguarda serena el comienzo del día,
mientras el innegable café nos infunda de animada actitud ante el recorrido.
Arrancamos, la curiosidad de los
transeúntes se contagia entre las sombras de los grandes árboles del Parque de
la Coronación y, casi zigzagueando, recorremos los barrios de “San Calixto” y
“Miralvalle” para enfilar el Puente de Adolfo
Suárez y, así, coger la N-110, famosamente conocida como “Carretera de
Valle”.
La vegetación cambia y los
balcones se tornan de madera bajo inscripciones en latín que laurean las
puertas de los pueblos del Jerte, todavía no han empezado las curvas pero el
paisaje se enreversa a la vez que maravilla nuestra silueta.
Es este un río generoso, que se
hundió entre el macizo de Tormantos y los montes de Traslasierra y Sierra de
Bejar en una curiosa desviación de montañas hace 40 millones de años, y que
lame toda su especial singladura, modelando las laderas, entre las cuales,
destacan las “terrazas” de cerezos característicos y, más arriba, los típicos
chozos pastoriles de pizarra arrancada de las sierras por el efecto del hielo.
Y “voilá”, he aquí este enigmático y paradisiaco valle, gran galán del norte de
nuestra tierra.
Pasamos Navaconcejo, el rítmico
traquetear de la moto encandila más, si cabe, la esencia de la aventura;
cruzamos las aguas del protagonista del paisaje una y otra vez, maravillados
por su cristalinidad, hasta llegar a Cabezuela del Valle, en cuyo Centro de
Salud trabaja, de médico, mi primo Jorge.
Comparto con mi primo muchas
cosas: un bisabuelo; la afición de viajar; conocer nuevos parajes, gentes y
costumbres; el senderismo y demás deportes de naturaleza; el placer de leer;…
y, en esa mañana de agosto, un café “hospitalario” entre una agradable
conversación sobre el plan trazado de nuestro particular viaje a Santiago de
Compostela, a través de un medio de transporte que rompe los moldes de la
normalidad en los tiempos que corren.
Descansamos en la plaza de Jerte,
balcones de madera escudriñan las tertulias en antiguos soportales que miran a
la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, cuya torre campanario rinde
homenaje a los jerteños que la defendieron en la Guerra del Francés.
Más arriba, antes de encañonar su
puerto, Tornavacas se abre a nosotros como cabecera del valle, engalanándola de
historias, mezcladas de leyendas, cuyos ecos resuenan entre el chapoteo de las
aguas por sus piedras redondas, resaltadas cuando, apostados sobre un puente
medieval, deleitamos, aún más, nuestra parada, y nos imaginamos cuando, en el
Siglo X, en este mismo lugar, llamado entonces Villaflor de las Cadenas,
tornaron rebaños de vacas, con teas encendidas en sus cornamentas, para hacer
huir a los musulmanes durante la Reconquista, esculpiendo, para siempre, su
actual topónimo.
Podríamos denominar al Puerto de
Tornavacas como la frontera hacia Extremadura (desde Ávila) abrupta y salvaje,
denotadora de la dificultad para acceder a estos enclaves mágicos. Por sus
empinadas cuestas y curvas nos adentramos atrevidos, despacio, reduciendo hasta
límites alarmantes la velocidad de la moto, que, en ciertos puntos, todo hay
que decirlo, se las veía y deseaba para subir. Constantemente miraba su
temperatura, si ascendía demasiado tendríamos que parar o ir a tramos, la
verdad es que no era un planteamiento inicial; tampoco había que alarmarse,
íbamos tan despacio que podíamos hablar sin problemas, pero mejor era no correr
demasiados riesgos, así que, coincidiendo con un descanso, en una de sus
múltiples curvas, paramos. Aprovechamos para beber agua y resguardarnos del sol
entre los alisos mientras un cabrero, que estaba con el rebaño justo allí, nos
preguntó si se “había escacharrau la amotu”, a la vez que su perrillo no paraba
de ladrarnos, << no no, hemos parado para no fatigar demasiado a la
vespa>> contesté yo; nos presentamos y le contamos de donde veníamos y el
destino de nuestro viaje, también hablamos un poco del valle y del envidiable
verde de estos parajes por los pueblos de la Extremadura del centro. El pastor
se nos quedó mirando con naturalidad, parecía acostumbrado, a lo mejor, a
las locuras de los visitantes por estos
lares; se llamaba Cesar, y su perro,
lo más curioso, también se llamaba cesar, “pa no confundirme le he puestu como
yo”. César era todo un erudito de las historias de la zona; entre
“chascarrillos” refranes y, por supuesto, en “Artu Extremeñu”, nos contó que
este lugar era la principal “Puerta” de Castilla hacía Extremadura y por él
pasaron los rebaños trashumantes del Honrado Consejo de la Mesta durante
siglos; el Emperador Carlos V, en su
viaje al Monasterio de Yuste; franceses y carlistas durante sus respectivas
guerras y un sinfín de personalidades que, junto al pueblo llano, construyó el
valle tal y como lo vemos hoy. Maravillado por su conocimiento, le pregunté
“como es que tenía esos saberis”, “ave”, contestó, “a las gentis de juera que
vienin les gusta y yo se las palro porque me las enseñó mi agüelu cuandu
chequininu”. Con un apretón de manos continuamos la marcha, las sombras de
neblinosa esencia improvisaban dibujos en el asfalto desde las alturas pero, a
medida que ascendíamos, quedaban al margen y las coníferas bajas tomaban el
relevo sobre terrenos de roca fragmentada
El final mereció la pena,
quedamos extasiados en el mirador y en él depositamos nuestros pensamientos
negativos, bajo una piedra desnuda que abraza estos picos y riscos (el Calvitero,
etc.).
Entrando en tierras de Ávila,
Puerto Castilla se nos presenta como un pueblo fantástico y solitario con las
casas, literalmente, en el mismo arcén de la carretera; dos niños se nos
quedaron mirando mientras jugaban con un balancín improvisado, sujeto a una hercúlea
viga de madera, en un antiguo establo.
A 15km, en el Barco de Ávila descansamos
en su Plaza Mayor, que rinde homenaje a Juan
del Barco, tripulante de la Nao Santa María en el viaje descubridor, junto
a la “casa del reloj”, casa señorial con paredes de piedra labrada y
mampostería de inconfundible traza castellana que guarda el reloj de la villa; en medio del encanto y del gentío que se mueve
en armonía, un policía nos advierte el mal estacionamiento de la moto y una
mujer, después de felicitarnos por nuestra aventura, se desahoga en decirnos
que nos están acorralando de autovías y que motos de baja cilindrada cada vez
tiene menos caminos por los que andar: los pueblos pequeños es la solución,
digo yo, las rutas que no están escritas en ningún libro.
Tiene el Barco de Ávila la estructura
de un gran pueblo tupido de historia y encanto, donde la tierra se carga de
riqueza y ofrece a sus habitantes la opulencia de sus frutos. Aquí se esgrimen
entradas misteriosas a túneles, en la vetas de su castillo del siglo XIV, que
cruzan montes y atraviesan ríos; se sacuden el polvo y la sangre de los
combates en la calle de la “Gallareta”; pardean luces, al atardecer, en el
“Puente Viejo”; cantan salmodias a San
Pedro del Barco en su ermita; atesoran memorables lugares como la casa de
los balcones, la “Puerta del Ahorcado”…; y trunca el horizonte cuando, azotando
el sol en lo más alto, seguimos el viaje con un guiño en el aire, el mismo que
tuvo Ernest Hemingway con este lugar
en su libro “Por quien doblan las campanas”.
Al llegar a Piedrahita decidimos
comer de menú del día y, contra todo pronostico, dimos con un gran sitio donde
degustar una sopa castellana y truchas con jamón por menos de 10 € en su Plaza
Mayor, ataviada de soportales de distinta época en forma poligonal, testigos,
sin duda de los más variopintos espectáculos y eventos mundanos: corridas de
toros, procesiones, representaciones teatrales, mercados, autos de fe,…
Como la tarde nos ganaba la
carrera (por segundos), apenas dimos una vuelta rápida por este pueblo, de
esencia medieval, que simboliza lo que su carácter define: piedra berroqueña
clavada en la tierra, dejada como los hitos antiguos que miden las distancias y
reconocen el terreno para florecer socialmente, como el remanso de un río en la
lenta corriente.
Los pueblos están dormidos, como
el rebaño ovejero en la siesta; pasamos por ermitas de valioso estilo encintas
de esplendidos retablos e imágenes; los chopos, robles, castaños, alisos,… han
dado lugar a los encinares que estamos acostumbrados en La Cumbre. El terreno
se vuelve estepario y cerealista por la CL 510; la vespa rompe el silencio de
las horas candentes mientras el aire juega con nosotros, acariciándonos pausadamente
en el pacto de la tarde. Al atravesar Horcajo dos hombres nos saludan mientras
ponen a secar tejas árabes y ladrillos macizos en el suelo. Ventanas de
curiosidad escrutadora brillan a nuestro paso cuando, al pasar, dibujamos una
efímera presencia y volvemos a reconciliarnos con el camino oficiado por este
relato viajero, que se sumerge en la inmensidad de su naturaleza para describir
lo que realmente vive.
Unos kilómetros más, en Alba de
Tormes, descansamos a la sombra de un
torreón del siglo XV de los Duques de Alba y, después, un café con hielo
reconfortante en una terraza ante el frescor del río Tormes.
Y, llenos de buenas
probabilidades, espoleábamos a la vespa a través de este río, ya en Salamanca,
donde el pícaro Lázaro de Tormes vio
sus primeras luces; y Miguel de Unamuno
apagó las suyas; donde una rana envejece encima de una calavera en la fachada
de la Universidad; lo mismo que un moderno astronauta, en un lateral de la
Puerta de Ramos de la Catedral; mientras, más abajo, Calixto y Melibea profesan
su amor entre jardines y la Casa Lys; todo eso mientras posponemos un
deambular, de nuevo, por su Plaza Mayor, tal vez, si es posible, a nuestra
vuelta.
Llegamos a casa de nuestros
amigos Iñaki y Ana a la hora prevista, después de descargar nuestros enseres y de reírnos
todos del “istalache” que yo había montado en la moto para sujetar la mochila,
pasamos una agradable cena entre risas, anécdotas y recuerdos que realzan, y hacen
patente, esa amistad vieja (y nueva) que perdura.